El faro de Dédalo. Gloria Candioti

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El faro de Dédalo - Gloria Candioti Serie verde

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era de su misma edad y Luciana un poco menor. Con Oracio se habían conocido en los entrenamientos de deporte y Luciana era hija de una amiga de su padre. Todos vivían en la misma zona y eran de los pocos jóvenes que se veían “físicamente”. Por las tardes se sentaban a charlar en los jardines holográficos de las viviendas.

      Una tarde, Valentín había descubierto una lupa en el Museo Virtual y le pareció genial para Luciana. Había aprendido a construir objetos con lo poco que tenía a disposición. En la ciudad era complicado conseguir elementos de descarte. La basura casi no existía, todo se volvía a procesar o se convertía en insumos para energía.

      Entró a la habitación de su abuelo buscando algo que le sirviera para armarla. Víctor había cerrado ese cuarto después de la desaparición de su padre, pero Valentín había encontrado la llave y lo había convertido en su lugar favorito mientras su papá trabajaba. Había estantes con frascos llenos de clavos, telas, maderas, tornillos. Valentín recordaba que la abuela se quejaba de las “porquerías inútiles” que juntaba su marido. Él contestaba que alguna vez las necesitaría.

      Dos días atrás había encontrado una caja de madera vieja cerrada. Era muy antigua.

      Esa mañana, esperó que su padre se fuera al trabajo. Hizo la clase de la escuela virtual. Sacó la caja del cuarto del abuelo. Se sentó en el piso del pequeño jardín artificial que tenían las unidades habitacionales. Valentín no sabía, todavía, que ese descubrimiento le cambiaría la vida para siempre.

      Con cuidado y con una herramienta pequeña parecida a un destornillador (había visto una foto de algo parecido en el Museo Virtual) rompió la cerradura. ¿Qué guardaría su abuelo en esa caja? y ¿por qué estaba tan escondida? ¿Víctor sabría?

      En una bolsa transparente, había un libro de hojas amarillentas. La tapa tenía una foto: “Torre Eiffel, París”, logró leer las letras. Había un título más grande: Guía turística. Sacó el libro cuidadosamente de la bolsa y lo abrió.

      —¡Hola chicos! ¿Están por ahí? –la voz de Oracio los llamaba por la red social.

       2. ¡Samantha, no te soporto!

      A Oracio le gustaba dormir por la mañana; odiaba el sonido del DCF (Dispositivo de Comunicación Familiar). Sus padres dejaban todo programado: sistemas de limpieza, de alimentación, de ventilación y, por supuesto, la actividad que Oracio tenía que hacer en el día. Él intentaba demorar lo más posible la conexión con la escuela virtual. El DCF, esa mañana, estaba insoportable (¿o lo estaba él?): “Son las 9.30 horas AM. La conexión con la escuela será en 15 minutos”. Así había estado Samantha desde las ocho. El programa del asistente virtual con voz grave, le hablaba cada quince minutos. Repetía los mensajes de su mamá y le recordaba sus obligaciones: “No te olvides de comer, te dejamos comida lista”, "Volvemos tarde”, “Tu padre tiene un evento y yo lo acompaño”... Todos los días lo mismo. El holograma de Samantha se colocaba a los pies de su cama y no paraba de repetir lo mismo.

      —YA VOOOY. ¡BASTA!

      Samantha dejaba de dar órdenes cuando Oracio comenzaba a moverse por la casa. Muchas veces quiso eliminarla de los sistemas pero sus padres se lo tenían prohibido. “Es para que cuidarte”, le decían.

      Su papá trabajaba en la Central de Entretenimientos de los sistemas centrales de cada hogar. Era el responsable de la programación de películas, noticias y de los juegos. Su mamá trabajaba en la Central de Verificación de Sistemas de la ciudad. Desde allí se controlaba que la seguridad y el abastecimiento de los habitantes funcionaran a la perfección. Se examinaban que los programas de alimentación produjeran comidas cada vez más nutritivas, aunque Oracio protestaba por los alimentos asquerosos que se fabricaban con la CHC14.5 (Comida Hecha en Casa). Los alimentos sintetizados contenían las calorías y los nutrientes que cada persona necesitaba, según sus actividades. Los padres de Oracio habían comprado el sintetizador CHC 4.5. “Con gusto a lo que usted prefiera y con formas geométricas de diferentes colores para que combinen con su vajilla”, decía la publicidad. Solamente había que agregar unos sobres con polvos, un poco de agua y listo el cubo con sabor a pollo, carne o fideos. “¡Y súper aburrido! No se puede ser original con estas máquinas”, decía Oracio, las pocas veces que cenaba con sus padres. La alimentación orgánica era casi imposible de conseguir. Había una sola huerta-granja en el centro de la ciudad. Allí se clonaban verduras y animales comestibles. “¡Carísimos!”, decía su madre cuando Oracio pedía algunos de esos productos. Algunas veces, había ido con sus amigos al “Bar antique” dónde hacían comidas de siglos pasados, también sintetizadas con un CHC14.9 muy sofisticado que producía alimentos con gusto y aspecto de hamburguesas, pollo, fideos, salchichas. A juicio de Oracio eran más divertidas que los cuadrados de colores.

      Mientras Oracio tomaba un jugo blanco con gusto a leche chocolatada y comía un cuadrado gris con sabor a bizcochos de vainilla, Samantha se encendió de nuevo y le recordó que si no comenzaba la conexión con la escuela virtual perdería ese día de clases. Oracio abrió la plataforma:

      —El tema de hoy, alumno Oracio Lib es: “Sistemas de protección de virus cibernéticos”.

      El tema no le interesaba. En la escuela una vez por semana tenían que estudiar cómo protegerse de las fallas e intrusiones de los sistemas informáticos. Se sonrió.

       Desde chico, Oracio había desarrollado una capacidad increíble para la Informática. Sus amigos lo consideran un hacker genial. Lograba con mucha facilidad burlar los controles de los sitios de acceso denegado para chicos de su edad y otros con claves encriptadas. Así había visto videos antiguos y películas que mostraban que la vida había sido diferente: en las ciudades se podía visitar parientes, salir a pasear, jugar con los amigos en los parques. Descubrió los aviones y los trenes con los que se podía viajar. En las clases de Historia contaban que habían quedado pocos lugares habitables después de los desastres climáticos, la desertización y la inseguridad. De a poco, se construyeron ciudades cada vez más cerradas ycontroladas para que sus habitantes vivieran tranquilos y protegidos. Las nuevas tenían todo lo que un ciudadano normal necesitaba: alimentos, casa, trabajo, escuela, centro de salud, seguridad, entretenimientos. ¡Pero viajar, imposible! ¡¿Por qué no habré nacido en otro siglo?!, se lamentaba Oracio.

      Cuando se desconectó de la escuela virtual y abrió la red social, Oracio no podía imaginar lo que ese chat con sus amigos le traería.

      —¡Hola chicos!... ¿están por ahí?

       3. Escuela Virtual Especial

      El comienzo del día para Luciana Gad era parecido al de Oracio, con excepción de que su madre trabajaba desde su casa conectada directamente al DTH (Dispositivo de Trabajo en el Hogar) con la Central de Servicios de Salud. Verificaba datos de las personas que solicitaban intervenciones médicas, que fueran aptos, que hubieran pagado sus cuotas. Para eso no necesitaba ir la Central instalada en la zona 1. Trabajaba, como tantos otros adultos, en sus unidades habitacionales atendiendo al público desde las oficinas virtuales.

      No podía entender por qué su mamá no extrañaba conocer gente y tener amigos. Después de que su marido hubiera muerto, Marga se había retraído y había empezado a usar “las pastillas de la felicidad” que el sistema de salud proporcionaba a las personas para evitar la depresión y la desdicha. La depresión debía ser una epidemia, creía Luciana, porque casi todos los adultos que conocía las tomaban. Luciana también extrañaba a su papá, pero Marga nunca logró convencerla de que le haría bien alguna pastillita de vez en cuando. Marga coleccionaba fotos de objetos antiguos. Era un hobby que tenían con su marido.

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