El faro de Dédalo. Gloria Candioti

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El faro de Dédalo - Gloria Candioti Serie verde

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para nada, trabajar así es más seguro y protegido. Cada uno en su casa, sin riesgos de contagio de enfermedades, ni accidentes. Además, puedo compartir el día con mi hija –le contestaba Marga sin sacar la cabeza de la triple pantalla que la rodeaba y sin dejar de tocar aquí o allá en cada una de ellas.

      Marga siempre estaba conectada en alguno de sus dispositivos. Cuando no trabajaba, se conectaba al Museo Virtual, de donde bajaba fotos y videos de objetos antiguos para su colección. En un cuarto de la unidad habitacional, tenía su propio museo. Cada tanto conseguía algo interesante de entre los objetos que dejaba los vecinos en las puertas de sus unidades para que el Sistema de Recolección se los llevara al Puerto de Reciclado.

      Luciana, por su parte, pasaba muchas horas del día estudiando. Investigar le apasionaba. Quería calificar para que la Central de Asignación de Empleos la destinara al Centro de Investigaciones. Le molestaba no tener cerca a sus compañeros de la escuela virtual. Se podía conectar con ellos en los foros y chats online, pero nunca se encontraban personalmente para estudiar. Ella quería discutir temas con otros chicos, cara a cara, y en los foros los alumnos la abandonaban. Preferían hacer las tareas básicas y tener más tiempo para las competencias de juegos en red. También la comunicación con amigos a través de la red social se controlaba. Para ingresar a la red personal había que llenar muchos formularios, averiguar los antecedentes de los candidatos y de sus familias. Si se lograba la incorporación, durante algún tiempo, los padres monitoreaban las conexiones con el programa obligatorio de protección parental. En la escuela virtual estudiaron los abusos a menores que habían ocurrido en el pasado con las redes sociales.

      La escuela virtual la ponía de mal humor, aunque por motivos diferentes a los de Oracio. A Luciana le fastidiaba que los responsables de la educación determinaran qué podían leer de acuerdo a la evolución psicológica y coeficiente intelectual estándar. Ella ya había superado la franja de los quince a dieciséis años y solo tenía 13. No se tomaban en cuenta intereses, inquietudes o temperamentos más inclinados al estudio como el de ella. Luciana usaba un programa de estudio voluntario que la Comisión de Escuela Virtual había creado para satisfacer exigencias de padres y alumnos que superaban el estándar. Se había inscripto hacía tiempo y había obligado a sus dos amigos a que hicieran lo mismo. Así podían charlar de algún un tema que les interesara a todos. Luciana detestaba las conversaciones sobre películas, programas y actores de moda. Con Oracio, cada tanto, entraban a la Biblioteca Central Superior y leían libros y documentos antiguos. Estaban cansados de los libros digitales, les hubiera gustado leer libros, pero ya no había.

      Cuando terminó la sesión de la Escuela Virtual Especial, quería conversar con sus amigos, pero, aunque vivían en la misma zona, no era tan fácil verse. Las salidas, que no fueran por trabajo, estaba muy reglamentadas: a determinadas horas no se podía salir por tareas de mantenimiento, limpieza de las calles y de purificación del aire.

      No había lugares de encuentro, salvo algún bar y los pabellones de deportes. Oracio y Valentín jugaban en el equipo de básquet, que todavía se mantenía. Luciana jugaba al vóley, hasta que de a poco sus compañeras abandonaron y no hubo forma de reemplazarlas.

      En realidad, la gente prefería encontrarse virtualmente. Las posibilidades de verse con amigos quedaban limitadas a los pórticos de los edificios de las unidades habitacionales. Al bloque de viviendas solo podían entrar sus residentes; no se recibían visitas. Había sistemas de seguridad muy estrictos para evitar robos y asesinatos. Pasear por las calles de la zona no era bien visto. Los adultos decían que era peligroso y cada tanto las noticias contaban algún hecho delictivo. Cuando Luciana salía a caminar, algún agente de seguridad le preguntaba si estaba perdida. Luciana sabía por las enciclopedias virtuales que, en las ciudades antiguas, había espacios naturales con toda clase de animales. El parque que estaba en el centro de su zona era un holograma. Con Oracio y Valentín habían optado por encontrarse en los pórticos de sus edificios.

      A Luciana le hubiera gustado conocer toda la ciudad. ¡Imposible! Cada zona tenía una oficina de seguridad, negocios para comprar los sobres de alimentos y todo lo que los robots sintetizadores no podían proveer. El resto de lo que se necesitaba para vivir se compraba en las Tiendas Virtuales. Solamente los adultos, y por trabajo, podían trasladarse a otra zona. Lo hacían en los UTA, Unidades de Trasporte Automatizados que circulaban por las pistas subterráneas. Marga le decía que todas las zonas eran parecidas, nada diferente o distinto que valiera la pena ver. Pero a Luciana no la conformaban esas explicaciones.

      Cuando vio el avatar de Oracio activo y escuchó su voz, no sabía que pronto haría un viaje increíble.

      —Hola, Lu –saludó Oracio.

       4. La guía turística

      —Vale, ¿estás ahí?

      Se acercó al DCF y los vio en la pantalla.

      —Hola, chicos –los saludó con el libro en la mano.

      —Terminé las clases –dijo Luciana.

      —Hoy no me enganché con el tema –dijo Oracio.

      —¿Alguna vez te vas a enganchar? –preguntó irónica Luciana.

      Oracio ignoró el comentario.

      —¿Qué estás haciendo, Vale?

      —Encontré una caja de mi abuelo, estaba escondida y miren lo que había: Guía turística dice la tapa.

      —¿Qué es una guía turística? –preguntó Luciana.

      —¡Qué raro que no sepas! –atacó Oracio esta vez.

      Valentín ya conocía los chispazos de sus amigos y estaba acostumbrado a no darles importancia. Luciana decía que Oracio era malhumorado y él que Luciana se la daba de más grande solamente porque estudiaba más.

      —No sé. Empezaba a averiguar. ¿La vemos juntos? ¿Pueden salir?

      —Mi mamá está en casa, no puedo irme mucho tiempo –dijo Luciana.

      —Vamos a la puerta de tu edificio, mis padres no están –propuso Oracio que siempre quería salir de su casa.

      —Te recuerdo que tus padres prefieren que no salgas –el holograma de Samantha apareció en la puerta.

      —No me molestes –dijo Oracio mientras atrave-saba la figura de su niñera virtual.

      Los tres amigos vivían en una de las zonas estándar para empleados de Centrales de Control. Las zonas de unidades habitacionales eran nueve. La zona Uno era el centro geográfico de la ciudad. Los empleados circulaban en sus UTA por las autopistas subterráneas de una sola dirección: a las ocho de la mañana hacia la zona uno, a las cinco de vuelta.

      Los edificios de unidades habitacionales eran similares: diez pisos, con cuatro unidades cada uno. Tenían en la entrada bancos para disfrutar del jardín artificial. Casi nadie lo hacía.

      En el pequeño jardín del edificio de Luciana, bajo un árbol del que salía una grabación de viento entre las hojas y trino de pájaros, se ubicaron los tres amigos.

      Valentín sacó el libro. Lo abrió con cuidado. Pasaba las hojas con mapas y fotos. Luciana reconocía los nombres: Londres, París, Buenos Aires. Los había estudiado en los programas especiales de Geografía antigua. Debajo de cada mapa, se indicaban los lugares que se podían visitar. Dónde comer o comprar ropa. Algunos nombres y fotos estaban

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