Redes peligrosas. Vik Arrieta
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Entonces, el recuerdo la asaltó como un aguijón en el medio de la frente: el Facebook. Hunter.
Miró el reloj. Eran las 8 y media. El primer timbre sonaba a las 9 y cinco. Y a las 9 y veinte tenían la doble hora de Computación. Tenía que volver al Facebook, tenía que ver los posts. Por primera vez en esa semana, comenzó a pensar que quizás sus amigas no la estaban engañando. Y que la única que había ocultado información importante, era ella. Completó el examen con respuestas telegráficas. No le importaba fallar esta prueba, lo único que quería era salir del aula y tener una computadora enfrente.
A las 9 y cuatro minutos Lucila ya había guardado todo en la mochila. Cuando el timbre llenó el aire con su volumen ensordecedor, ella ya estaba corriendo al baño del último piso. Tenía ganas de vomitar. Se mojó la cara, la nuca. Sentía calor, las piernas flojas. Decidió que, en los próximos quince minutos, iba a hacer del cubículo del inodoro su guarida. No quería ver a nadie, ni hablar con nadie. Eligió el más limpio y se encerró. Afuera las chicas de 5to año cuchicheaban mientras prendían un cigarrillo que compartirían entre todas, a escondidas dada la prohibición que regía para alumnos y docentes en todo el edificio. Las escuchó treparse a la mesada para abrir una pequeña ventana. El aire fresco de otoño llenó la habitación, ayudándola a respirar, contrarrestando su calor. Aguardó. Las chicas hablaban de Pipo y del recital de la noche anterior en el Marquee. Lucila sabía que era un lugar donde tocaban bandas que quedaba por Villa Crespo, porque Piru había ido una vez con su hermano. Pensó en preguntarles si habían visto a Anita y a Piru, pero enseguida supo que las chicas no iban a reconocerlas. A las chicas de 5to no les interesaba la vida de las chicas de 4to. Así funcionaban las cosas. Quizás si le preguntaba a Natacha…
El timbre que anunciaba el fin del recreo lo sintió, como un impulso eléctrico, en su espina dorsal. Salió corriendo del cubículo frente a la mirada atónita de tres chicas que no habían sospechado de su silenciosa compañía.
—No se preocupen, estoy bien –dijo Lucila mientras salía con envión por la puerta gris.
Corrió por las escaleras hasta el aula de Compu-tación y aterrizó en el lugar que tenía asignada. Cada computadora era compartida por dos personas, se sentaban todos frente a una mesa larga llena de pantallas. El profesor daba una consigna y si terminaban rápido, podían hacer tiempo navegando en Internet. Estaban apagadas porque eran el primer grupo de la mañana.
Se agachó para buscar el CPU y apretó el botón de encendido.
—No la prendas Lu, sabés que Vázquez se pone loco cuando las prendemos antes…
—Todo bien Tomi, pero es una emergencia.
Tomás era compañero de computación de Lucila. Un chico bastante tímido, de esos que no sobresalen en ningún sentido. Lucila era una de las personas del curso que más lo conocía: sabía que era cinturón verde de taekwondo, que coleccionaba avioncitos de esos que vienen en las revistas para armar y que no tenía papá. Hasta sospechaba que Tomi gustaba un poco de ella, porque siempre estaba atento a todo lo que hacía, y le regalaba chicles.
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