Los siete locos. Roberto Arlt
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El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotargado; luego, calmosamente, agregó:
–Tenés razón... el mundo está lleno de “turros”, de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...
–Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.
–No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy al mañana
Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:
–Además, ¿quién no te dice que eso sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?
–De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Y Erdosain, tomándolo de un brazo a Ergueta, exclamó:
–Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabés? He robado seiscientos pesos con siete centavos
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:
–No te aflijas. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado yo con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño?...
–Pero, decime, ¿vos no podés prestarme esos seiscientos pesos?
El otro movió lentamente la cabeza:
–¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario?
Erdosain lo miró desesperado:
–Te juro que los debo.
De pronto ocurrió algo inesperado.
El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:
–Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.
El odio
Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida extendíase hacia el horizonte entrevisto a través de los cables y de los “trolleys” de los tranvías y súbitamente tuvo la sensación de que caminaba sobre su angustia convertida en una alfombra. Así como los caballos que desventrados por un toro se enredan en sus propias entrañas, cada paso que daba le dejaba sin sangre los pulmones. Respiraba despacio y desesperaba de llegar jamás. ¿A dónde? Ni lo sabía.
En la calle Piedras se sentó en el umbral de una casa desocupada. Estuvo varios minutos, luego echó a caminar rápidamente y el sudor corría por su semblante como en los días de excesiva temperatura.
Así llegó hasta Cerrito y Lavalle.
Al poner una mano en el bolsillo encontró que tenía un puñado de billetes y entonces entró en el bar Japonés. Cocheros y rufianes hacían rueda en torno de las mesas. Un negro con cuello palomita y alpargatas negras se arrancaba los parásitos del sobaco, y tres “macrós” polacos, con gruesos anillos de oro en los dedos, en su jerigonza, trataban de prostíbulos y alcahuetas. En otro rincón varios choferes de taxímetro jugaban a los naipes. El negro que se despiojaba miraba en redor, como solicitando con los ojos que el público ratificara su operación, pero nadie hacía caso de él.
Erdosain pidió café, apoyó la frente en la mano y se quedó mirando el mármol.
–¿De dónde sacar los seiscientos pesos?
Luego pensó en Gregorio Barsut, el primo de su mujer.
Ya no le preocupaba la actitud de Ergueta. Ante sus ojos se materializaba la taciturna figura del otro, de Gregorio Barsut con la cabeza rapada, la nariz huesuda de ave de presa, los ojos verdosos y las orejas en punta como las del lobo. Su presencia le hacía temblar las manos dejándole la boca seca. Le volvería a pedir dinero esa noche. Seguramente a las nueve y media estaría en su casa como de costumbre. Y lo reveía. Amontonando una conversación abundante de pretextos vagos para visitarle, torrentes de palabras que lo entontecían a Erdosain con su pesado roce de arena.
Porque recordaba ahora que el otro hablaba interminablemente, saltando con versatilidad febril de un tema a otro, fija la aviesa mirada en Erdosain, que con la boca sedienta y las manos temblorosas, no se atrevía a echarlo de su casa
Y Gregorio Barsut debía darse cuenta de la repulsión que Erdosain experimentaba hacia él, porque más de una vez le dijo:
–Parece que mi conversación te desagrada, ¿no? –lo cual no era óbice para que fuera a su casa con frecuencia fastidiosa.
Erdosain se apresuró a negarle, y trató aparentemente de interesarse en la cháchara del otro, que conversaba horas seguidas sin ton ni son, espiando siempre el rincón sudeste del cuarto. ¿Qué es lo que se proponía con esa actitud? Erdosain a su vez se consolaba de tales momentos desagradables pensando que el otro vivía acosado por la envidia y ciertos sufrimientos atroces que no tenían motivo de ser.
Una noche dijo Gregorio, en presencia de la esposa de Erdosain, que raramente asistía a esas conversaciones, pues se quedaba en otro cuarto cerrando la puerta para no escuchar las voces:
–¡Qué notable sería que me volviera loco y los matara a ustedes a tiros, suicidándome luego!
Sus ojos oblicuos estaban fijos en el rincón sudeste del cuarto y sonreía mostrando los dientes puntiagudos, como si las palabras que antes había dicho no pasaran de una broma. Pero Elsa, mirándolo muy seria, le dijo:
–Que sea la última vez que hables de esta manera en mi casa. Si no, no volvés a pisar aquí.
Gregorio trató de disculparse. Pero ella salió y en toda la noche no volvió a dejarse ver.
Continuaron los dos hombres charlando, el otro más pálido, la frente estrecha cargada de tumultuosas contracciones pasándose a momentos la ancha mano por su cepillo de cabello color de bronce.
Erdosain no se explicaba el odio que le había cobrado a Barsut. Le suponía grosero, mas ello se contradecía con ciertos sueños de Gregorio, en los que aparecía en descubierto una naturaleza vaga, extraña, delicada, movida por los más inexplicables sentimientos. Otras veces su grosería aparente o real, trocábase en repugnante, y frente a Erdosain, que reprimía su indignación desdibujando en los labios un esguince pálido, Barsut amontonaba obscenidades sin nombre, por el solo placer de ultrajar la sensibilidad del otro.
Era un duelo invisible, odioso,