Los siete locos. Roberto Arlt

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él debía seiscientos pesos con siete centavos!

      Miraba largamente los pasamanos que en los balcones negros fulguraban redondeces de barras de oro, las ventanas pintadas de color gris perla o leche teñida con unas gotas de café, los cristales cuyo espesor debía tornar aguanosas las imágenes de los transeúntes. Las cortinas de gasas, tan livianas que sus nombres debían ser bonitos como la geografía de los países distantes. ¡Qué distinto debía ser el amor a la sombra de esos tules que ensombrecen la luz y atemperan los sonidos!...

      Sin embargo, él debía seiscientos pesos con siete centavos. Y la voz del farmacéutico repetía ahora en sus orejas:

      –Tenés razón... el mundo está lleno de turros... de infelices... ¿pero cómo remediar esto?... ¿De qué forma presentarle las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...

      La pena, como uno de esos arbustos cuyo desarrollo se acelera con la electricidad, crecía en las honduras de su pecho retrepándole hasta la garganta.

      Detenido pensaba que cada pesar era un búho que saltaba de una rama a otra de su desdicha. El debía seiscientos pesos con siete centavos y aunque quería olvidarse de ello poniendo sus esperanzas en Barsut o en el Astrólogo, su pensamiento se bifurcaba hacia una calle oscura. Hileras de luces parecían apoyarse en las cornisas. Abajo llenaba el cajón de la calle una neblina de polvo. Pero él caminaba hacia el país de la alegría, olvidado de la Limited Azucarer Company.

      ¿Qué había hecho de su vida? ¿Era ésa o no hora de preguntárselo? ¿Y cómo podía caminar si su cuerpo pesaba setenta kilos? ¿O era un fantasma, un fantasma que recordaba sucesos de la tierra?

      ¡Cuántas cosas se movían en su corazón! ¿Y el otro que se había casado con una prostituta? ¿Y Barsut con su preocupación del pez tuerto y la primogénita de la espiritista? ¿Y Elsa que no entregándosele lo arrojaba a la calle? ¿Estaba loco o no?

      Hacíase esta pregunta porque por momentos le extrañaba una esperanza que había surgido en él.

      Se imaginaba que desde la mirilla de la persiana de algunos de esos palacios lo estaba examinando con gemelos de teatro cierto millonario “melancólico y taciturno”. (Uso estrictamente los términos de Erdosain.)

      Y lo curioso es que cuando él pensaba que el “millonario melancólico y taciturno” podía observarlo, componía un semblante compungido y meditativo, y no le miraba el trasero a las criadas que pasaban, fingiendo estar inmovilizado por la atención que prestaba a un gran trabajo interior. Porque se decía que si el “millonario melancólico y taciturno” veía que él le miraba el trasero a las criadas, deduciría de ello que no estaba tan preocupado como para merecer su compasión.

      Tan es así, que Erdosain esperaba que el “millonario melancólico y taciturno” lo mandara llamar de un momento a otro al observar su semblante de músculos endurecidos por el sufrimiento de tantos años.

      Tanto creció esta obsesión aquella tarde, que de pronto creyó que un granuja de chaleco a rayas rojas y amarillas que estaba en la puerta del hotel examinándole descaradamente, era el espía del “millonario melancólico y taciturno”.

      Y el criado lo llamaba. El lo seguía. Cruzaban un jardín erizado de cactus, entraban a un salón y permanecía solo durante unos minutos. Todo el edificio estaba a oscuras. Una lámpara brillaba en un rincón del salón. Sobre la ménsula del piano, piezas de música esparcían la fragancia de los papeles tocados siempre por manos femeninas. En el alféizar de una ventana cubierta de linones violetas estaba abandonada la cabeza de mármol de una mujer. Veíanse forrados los almohadones de las fraileras de géneros que parecían pinturas cubistas, y sobre el escritorio había ceniceros de bronce negro y polichinelas de mil colores.

      ¿En qué circunstancia de su vida había estado en el interior de esa sala que ahora se presentaba a su imaginación? No podía recordarlo. Pero veía un gran marco de ébano cuyos biseles paralelos retrepaban hacia un cielo raso blanquísimo, que volcaba su luz de yeso sobre una marina: cierto siniestro puente de madera, bajo cuyos contrafuertes ciclópeos hervía una multitud de hombres borrosos, manchados por sombras rojizas, y que acarreaban grandes bultos frente a un proceloso mar de hierro colado, sanguinolento, del que se levantaba en ángulo recto un muelle de piedra obstaculizado de fraguas, rieles y guinches.

      En aquella sala se movía Elsa cuando aún era su novia. Sí quizás, pero, ¿para qué recordarlo? El era el fraudulento, el hombre de los botines rotos, de la corbata deshilachada, del traje lleno de manchas, que se gana la vida en la calle mientras la mujer enferma lava ropas en la casa. El era todo eso y nada más. Por eso lo había mandado llamar el “millonario melancólico y taciturno”.

      Erdosain, gozoso en el ensueño, en parte hecho plástico, por los espacios de tiempo e imágenes reconstruidas a expensas del gran señor invisible, no quería detenerse ya en su entrevista con el “millonario melancólico y taciturno” que le ofrecía dinero para hacer prácticos sus inventos, sino que semejante a esos lectores de folletines policiales que apresurados para llegar al desenlace de la intriga saltean los “puntos muertos” de la novela, Erdosain soslayaba determinadas construcciones ininteresantes de su imaginación, y se restituía a la calle, aunque en la calle se encontraba. Entonces, abandonando la esquina de Charcas y Talcahuano, o de Arenales y Rodríguez Peña, echaba a caminar apresurado.

      Y los excesos eran desplazados por desmedimientos de esperanza.

      Triunfaría, ¡sí!, triunfaría. Con el dinero del “millonario melancólico y taciturno” instalaría un laboratorio de electrotécnica, se dedicaría con especialidad al estudio de los rayos Beta, al transporte inalámbrico de la energía, y al de las ondas electromagnéticas, y sin perder su juventud, como el absurdo personaje de una novela inglesa, envejecería; tan sólo su rostro empalidecería hasta adquirir la blancura del mármol, y sus pupilas chispeantes como las de un mago seducirían a todas las doncellas de la tierra.

      Caía la tarde y de pronto recordó que el único que podía salvarle de su horrible situación era el Astrólogo. Esta ocurrencia removió todos sus pensamientos. Quizás el otro tenía dinero. Hasta sospechaba que pudiera ser un delegado bolchevique para hacer propaganda comunista en el país, ya que aquél tenía un proyecto de sociedad revolucionaria singularísimo. Sin vacilar, llamó un automóvil y le indicó al chofer que le llevara hasta la estación Constitución. Allí sacó boleto para Témperley.

      El edificio que ocupaba el Astrólogo estaba situado en el centro de una quinta boscosa. La casa era chata y sus tejados rojizos se divisaban a mucha distancia sobre la espesura de los árboles silvestres. Por los claros que dejaban los abultamientos, entre el auténtico oleaje de pastos y enredaderas, gruesos insectos de culo negro moscardoneaban todo el día entre la perenne lluvia de hierbajos y tallos. No lejos de la casa, la rueda del molino giraba su cojera de tres paletas sobre un prisma de hierro oxidado, y más allá, sobre la caballeriza, se distinguían los cristales azules y rojos de una mampara destruida por el orín. Tras del molino y la casa más allá de las bardas, negreaba la sierra verde botella de un monte de eucaliptos, apenachando de borbotones y cresterías en relieve el cielo de un azul marítimo.

      Chupando una flor de madreselva, Erdosain cruzó la quinta hacia la casa. Le parecía estar en el campo, muy lejos de la ciudad y la vista del edificio lo alegró. Aunque chato, éste tenía dos pisos, con ruinosa balconada en el segundo y un descascarado juego de columnas griegas en el recibimiento, hasta donde trepaba una destruida gradinata, guarnecida de palmeras.

      Los rojizos tejados caían oblicuamente, protegiendo con el alero los tragaluces y ventanitas de las buhardillas, y entre la pimpante hojarasca de los castaños, por encima de la copa de los granados

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