Los siete locos. Roberto Arlt
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Y de pronto Elsa exclamaba: “Yo también, mi querido... yo también”. Su semblante había enrojecido de desesperación, los vestidos se atorbellinaban en torno del triángulo de sus muslos blancos como la leche, y con los ojos extasiados en el rígido músculo del hombre que temblaba, ella descubrió la crin de su sexo, sus senos erguidos... ¡ah!... ¿por qué miraba?
Inútilmente Elsa... sí, Elsa, su legítima esposa, trataba con la mano pequeña de abarcar toda la virilidad en una caricia. El hombre, bajo el aullido de su deseo, se apretaba las sienes, se cubría los ojos con el antebrazo; pero ella inclinada sobre él, le clavaba este hierro candente en los oídos: “¡Sos más lindo que mi esposo! ¡Qué lindo que sos, Dios mío!”
Si lentamente le hubieran torcido la cabeza sobre el cuello para tornillar en su alma, profundamente, esa visión atroz, no podría sufrir más. Padecía tanto que de interrumpirse ese dolor, su espíritu estallaría como un shrapnell. ¿Cómo es que el alma puede soportar tanto dolor? Y sin embargo quería sufrir más. Que encima de un tajo le partieran el dorso con un hacha en varias partes... Y si en cuatro trozos lo hubieran arrojado a un cajón de basura hubiera continuado sufriendo. No había un centímetro cuadrado en su cuerpo que no soportara esa altísima presión de angustia.
Todas las cuerdas se habían roto bajo la tensión del espantoso torno, y repentinamente una sensación de reposo equilibró sus miembros.
Ya no deseaba nada. Su vida corría silenciosamente cuesta abajo, como un lago después del quebrantamiento de su dique, y, sin dormir, pero con los párpados cerrados, el desvanecimiento lúcido era más anestésico para su dolor que un sueño de cloroformo.
Notablemente latía su corazón. Con dificultad movió la cabeza para separar el cuero cabelludo de la almohada recalentada, y se dejó estar sin otra sensación de vivir que esa frescura en la nuca y el entreabrirse y cerrarse de su corazón, que, como un ojo enorme abría el soñoliento párpado para reconocer las tinieblas, nada más. ¿Nada más que la tiniebla?
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