Los siete locos. Roberto Arlt

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      –En verdad, no sé... o... sí, tengo la seguridad de que es por esto. Creo que en el corazón de cada uno de nosotros hay una longitud de destino. Es como una adivinación de las cosas por intermedio de un misterioso instinto. Lo que ahora me sucede, lo siento comprendido en esa longitud de destino... algo así como si lo hubiera visto ya... no sé en qué parte.

      –¿Cómo?

      –¿Qué decís?

      –No era porque vos me dieras motivo... no... ya te digo... una certidumbre remota.

      –No lo entiendo.

      –Yo sí me entiendo. Vea, es así. De pronto a uno se le ocurre que tienen que sucederle determinadas cosas en la vida... para que la vida se transforme y se haga nueva.

      –¿Y vos?

      –¿Usted cree que su vida?...

      Erdosain, desentendiéndose de la pregunta, continuó:

      –Y lo de ahora no me extraña. Si usted me dijera que fuese a comprarle un paquete de cigarrillos, a propósito, ¿tiene un cigarrillo usted?

      –Sírvase... ¿y luego?

      –No sé. En estos últimos tiempos he vivido incoherentemente... aturdido por la angustia. Ya ve con qué tranquilidad converso con usted.

      –Sí, siempre esperó él algo extraordinario.

      –Y vos también.

      –¿Cómo? ¿Usted, Elsa, también?

      –Sí.

      –¿Pero usted?

      –Siga, capitán, yo lo entiendo. Usted quiere decir que lo extraordinario de Elsa está ocurriendo ahora, ¿no?

      –Sí.

      –Pues está equivocado, ¿no es cierto, Elsa?

      –¿Vos creés?

      –Decí la verdad, vos esperás algo extraordinario que no es esto, ¿no?

      –No sé.

      –¿Ha visto, capitán? Siempre fue ésa nuestra vida. Estábamos los dos en silencio junto a esta mesa...

      –Callate.

      –¿Para qué? Estábamos sentados y comprendíamos sin decirnos, lo que éramos, dos desdichados, de un desigual deseo. Y cuando nos acostábamos...

      –¡Remo!

      –¡Señor Erdosain!

      –Déjense de aspavientos ridículos... ¿no se van a acostar ustedes acaso?

      –De esta forma no podemos seguir hablando.

      –Bueno, y cuando nos separábamos teníamos esta idea semejante: ¿y el placer de la vida y del amor consiste en esto?... Y sin decir nada comprendíamos que pensábamos en lo mismo... mas cambiando de tema... ¿piensan ustedes quedarse aquí en la ciudad?

      Súbitamente Erdosain tuvo la fría sensación del viaje.

      Le pareció verla a Elsa en el pasamano, bajo la hilera de vidriosos ojos de buey, contemplando el hilo azul de la distancia. El sol caía en los amarillos trinquetes de los mástiles y en los aguilones negros de los guinches. Atardecía, pero ellos permanecían con el pensamiento fijo en otros climas, a la sombra de las camareras apoyados en la pasarela blanca. El viento soplaba yodado en las olas y Elsa miraba las aguas a través de cuyo enrejado cambiante se animaba su sombra.

      Por momentos volvía la carita empalidecida y entonces ambos parecían escuchar un reproche que subía de lo profundo del mar.

      Y Erdosain se imaginaba que les decía:

      –¿Qué hicieron del pobre muchachito? (“Porque yo, a pesar de mi edad, era como un muchacho –decíame más tarde Remo–. ¿Usted comprende, un hombre que se deja llevar la mujer en sus barbas... es un desgraciado... es como un muchacho, comprende usted?”)

      Erdosain se apartó de la alucinación. Aquella pregunta que le surgió, estaba ahondada contra su voluntad en él.

      –¿Me vas a escribir?

      –¿Para qué?

      –Sí, claro, ¿para qué? –repitió cerrando los ojos. Sentíase ahora más que nunca caído en una profundidad no soñada por hombre alguno.

      –Bueno, señor Erdosain –y el capitán se levantó–, nosotros nos retiramos.

      –¡Ah, se van!... ¿Se van ya?

      Elsa le tendió su mano enguantada.

      –¿Te vas?

      –Sí... me voy... comprendés que...

      –Sí... comprendo...

      –No podía ser, Remo.

      –Sí, claro... no podía ser... claro...

      El capitán describiendo un círculo en torno de la mesa, cogió la valija, la misma valija que Elsa trajo el día de su casamiento.

      –Señor Erdosain, adiós.

      –A sus órdenes, capitán... pero una cosa... ¿se van... vos, Elsa... vos te vas?

      –Sí, nos vamos.

      –Permiso, me voy a sentar. Permítame un momento, capitán... un momentito.

      El intruso reprimió palabras de impaciencia. Tenía unos brutales deseos de gritar a ese marido: “¡A ver, firme, imbécil!”, mas por consideración a Elsa se retuvo.

      De pronto Erdosain abandonó la silla. Con lentitud fue hasta un rincón del cuarto. Luego, volviéndose bruscamente al capitán, dijo con voz muy clara, en la que se adivinaba el contenido deseo de que fuera suave:

      –¿Sabe usted por qué no lo mato como a un perro?

      Los otros se volvieron alarmados.

      –Pues porque estoy en frío.

      Ahora Erdosain caminaba de un lado a otro de la habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Ellos lo observaban, esperando algo.

      Por fin, el marido, sonriendo con un gesto, esguince pálido, continuó suavemente, languidecida su voz en una desesperación de sollozo retenido:

      –Sí, estaba en frío... estoy en frío. –Ahora su mirada se había tornado vaga, pero sonreía con la misma sonrisa, extraña, alucinada–. Escúchenme... esto no tendrá explicación para ustedes, pero yo sí le he encontrado la explicación.

      Sus ojos brillaban extraordinariamente y su voz enronqueció a través del esfuerzo que hizo por hablar.

      –Vean... mi

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