Los siete locos. Roberto Arlt

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Los siete locos - Roberto Arlt

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mordía la punta de su pañuelo. El capitán, de pie, junto a la valija, aguardaba.

      De pronto Erdosain sacó el revólver del bolsillo y lo arrojó a un rincón. La “Browning” desconchó el revoque del muro, golpeando pesadamente en el suelo.

      –¡Para lo que sirve este trasto! –murmuró. Luego, con una mano en el bolsillo del saco y la sien apoyada en el muro, habló despacio–: Sí, mi vida ha sido horriblemente ofendida... humillada. Créalo, capitán. No se impaciente. Le voy a contar algo. Quien comenzó este feroz trabajo de humillación fue mi padre. Cuando yo tenía diez años y había cometido alguna falta, me decía: “Mañana te pegaré”. Siempre era así, mañana... ¿Se dan cuenta?, mañana... Y esa noche dormía, pero dormía mal, con un sueño de perro, despertándome a medianoche para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día, mas cuando la luna cortaba el barrote del ventanillo, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho tiempo. Más tarde me despertaba otra vez, al sentir el canto de los gallos. La luna ya no estaba allí, pero una claridad azulada entraba por los cristales, y entonces yo me tapaba la cabeza con las sábanas para no mirarla, aunque sabía que estaba allí... aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera echarla a esa claridad. Y cuando al fin me había dormido para mucho tiempo, una mano me sacudía la cabeza en la almohada. Era él que me decía con voz áspera: “Vamos... es hora”. Y mientras yo me vestía lentamente, sentía que en el patio ese hombre movía la silla. “Vamos”, me gritaba otra vez, y yo, hipnotizado, iba en línea recta hacia él: quería hablar, pero eso era imposible ante su espantosa mirada. Caía su mano sobre mi hombro obligándome a arrodillarme, yo apoyaba el pecho en el asiento de la silla, tomaba mi cabeza entre sus rodillas y, de pronto, crueles latigazos me cruzaban las nalgas. Cuando me soltaba, corría llorando a mi cuarto. Una vergüenza enorme me hundía el alma en las tinieblas. Porque las tinieblas existen aunque usted no lo crea.

      Elsa miraba sobresaltada a su esposo. El capitán, de pie, cruzados los brazos, escuchaba aburrido. Erdosain sonreía con vaguedad. Continuó:

      –Yo sabía que a la mayoría de los chicos los padres no les pegaban y en la escuela, cuando les oía hablar de sus casas, me paralizaba una angustia tan atroz que si estábamos en clase y el maestro me llamaba, yo lo mirada atontado, sin darme cuenta del sentido de sus preguntas, hasta que un día me gritó: “¿Pero usted, Erdosain, es un imbécil que no me oye?” Toda la clase se echó a reír, y desde ese día me llamaron Erdosain “el imbécil”. Y yo, más triste, sintiéndome más ofendido que nunca, callaba por temor a los latigazos de mi padre, sonriendo a los que me insultaban... pero tímidamente. ¿Se da cuenta, capitán? Lo insultan a usted... y usted todavía sonríe tímidamente, como si le hicieran un favor al injuriarlo.

      El intruso frunció el ceño.

      –Más tarde –permítame, capitán–, más tarde me llamaron muchas veces “el imbécil”. Entonces súbitamente el alma se me recogía a lo largo de los nervios, y esa sensación de que el alma se escondía avergonzada dentro de mi misma carne, me aniquilaba todo coraje; sintiendo que me hundía cada vez más y mirando a los ojos al que me injuriaba, en vez de tumbarlo de una cachetada, me decía: ¿Se dará cuenta este hombre hasta qué punto me humilla? Luego me iba; comprendía que los otros no hacían más que terminar lo que había comenzado mi padre.

      –Y ahora –repuso el capitán–¿yo también lo hundo?

      –No, hombre, usted no. Naturalmente, he sufrido tanto, que ahora el coraje está en mí encogido, escondido. Yo soy mi espectador y me pregunto: ¿Cuándo saltará mi coraje? Y ése es el acontecimiento que espero. Algún día algo monstruosamente estallará en mí y yo me convertiré en otro hombre. Entonces, si usted vive, iré a buscarle y le escupiré en la cara.

      El intruso lo miró sereno.

      –Pero no por odio, sino para jugar con mi coraje, que me parecerá la cosa más nueva del mundo... Ahora, puede usted retirarse.

      El intruso vaciló un instante. La mirada de Erdosain, intensamente agrandada, estaba fija en él. Tomó la valija y salió.

      Elsa se detuvo temblorosa ante su esposo.

      –Bueno, me voy, Remo... era necesario que esto terminara así.

      –Pero, ¿tú?... ¿tú?...

      –¿Y qué querías que hiciese?

      –No sé.

      –¿Y entonces? Quedate tranquilo, te pido. Ya te dejé la ropa preparada. Cambiate el cuello. Siempre le hacés pasar vergüenza a una.

      –Pero tú, Elsa... ¿tú? ¿Y nuestros proyectos?

      –Ilusiones, Remo... esplendores.

      –Sí, esplendores... pero ¿dónde aprendiste esa palabra tan linda? Esplendores.

      –No sé.

      –¿Y nuestra vida quedará siempre deshecha?

      –¿Qué querés? Sin embargo yo fui buena. Después te tomé odio... pero ¿por qué no fuiste también igual?...

      –¡Ah!, sí... igual... igual...

      Lo aturdía la pena como un gran día de sol en el trópico. Se le caían los párpados. Hubiera querido dormir. El sentido de las palabras se hundía en su entendimiento con la lentitud de una piedra en un agua demasiado espesa. Cuando la palabra tocaba en el fondo de su conciencia, fuerzas oscuras retorcían su angustia. Y durante un instante, en el fondo de su pecho, quedaban flotando y estremecidas como en el fangal de un charco, sus hierbajos de sufrimiento. Ella continuó con la voz apaciguada por una resignación interior:

      –Ahora es inútil... ahora yo me voy. ¿Por qué no fuiste bueno vos? ¿Por qué no trabajaste?

      Erdosain tuvo la certidumbre de que en aquel instante Elsa era tan desdichada como él, y una piedad inmensa lo hizo caer al borde de la silla, aplastada la cabeza sobre el brazo estirado en la mesa.

      –¿Así que te vas? ¿De veras que te vas?

      –Sí, quiero ver si nuestra vida mejora, ¿sabés? Mirá mis manos –y desenguantando la diestra la presentó magullada por los fríos, mordida por las lejías, picoteada por las agujas de la costura, oscurecida por el hollín de las cacerolas.

      Erdosain se levantó, envarado por una alucinación

      Veía a su desdichada esposa en los tumultos monstruosos de las ciudades de portland y de hierro, cruzando diagonales oscuras a la oblicua sombra de los rascacielos bajo una amenazadora red de negros cables de alta tensión. Pasaba una multitud de hombres de negocios protegidos por paraguas. Su carita estaba más pálida que nunca, pero ella lo recordaba mientras el aliento de los desconocidos se cortaba en su perfil.

      “–¿Dónde estará mi muchachito?”

      Erdosain interrumpió su proyección de futuro:

      –Elsa... ya sabés... vení cuando quieras... podés venir... pero decí la verdad, ¿me quisiste alguna vez?

      Despaciosamente levantó ella los párpados. Sus pupilas se agrandaron. La voz llenaba el cuarto de calidez humana. A Erdosain le parecía vivir ahora.

      –Siempre te quise... ahora también te quiero... nunca, ¿por qué nunca hablaste como esta noche? Siento que te voy a querer toda la vida... que el otro a tu lado es la sombra de

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