Los siete locos. Roberto Arlt
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“Mis primeras palabras fueron:
“–¿Qué pasa aquí?
“–El señor... –mas avergonzándose, se corrigió–. Remo –dijo llamándome por mi nombre–, Remo, yo no voy a vivir más con vos”.
Erdosain no tuvo tiempo de temblar. El capitán tomó la palabra:
–Su esposa, a quien he conocido hace un tiempo...
–¿Y dónde la conoció usted?
–¿Por qué preguntás esas cosas?
–Sí, cierto –objetó el capitán–. Usted comprenderá que ciertas cosas no deben preguntarse...
Erdosain se ruborizó.
–Quizás usted tenga razón... disculpe...
–Y como usted no ganaba para mantenerla...
Apretando el cabo del revólver en el bolsillo de su pantalón, Erdosain miró al capitán. Luego, involuntariamente, sonrió pensando que nada tenía que temer, ya que podía matarlo.
–No creo que pueda causarle gracia lo que le digo.
–No; sonreía de una ocurrencia estúpida... ¿Así que también le contó eso?
–Sí, y además me habló de usted como de un genio en desgracia...
–Hablamos de tus inventos...
–Sí... de su proyecto de metalizar las flores...
–¿Por qué te vas, entonces?
–Estoy cansada, Remo.
Erdosain sintió que el furor le encrespaba la boca en malas palabras. La hubiera insultado, mas al pensar que el otro podía aplastarle la cara a puñetazos retuvo la injuria, replicando:
–Vos siempre estuviste cansada. En tu casa estabas cansada... aquí... allá... también allá en la montaña... ¿te acordás?
No sabiendo qué responder, Elsa inclinó la cabeza.
–Cansada... ¿qué es lo que tenés cansada vos?... Y todas están cansadas, no sé por qué... pero están cansadas... Usted, capitán, ¿no está cansado también?
El intruso lo observó largamente.
–¿Y qué entiende usted por cansancio?
–El aburrimiento, la angustia... ¿no se ha fijado usted que éstos parecen los tiempos de tribulación de que habla la Biblia? Así los nombra un amigo mío que se ha casado con una coja. La coja es la ramera de las Escrituras...
–Nunca me di cuenta de eso.
–En cambio yo sí. A usted le parecerá extraño que le hable de sufrimientos en estas circunstancias... pero es así... los hombres están tan tristes que tienen necesidad de ser humillados por alguien.
–Yo no veo tal cosa.
–Claro, usted con su sueldo... ¿Qué sueldo gana usted? ¿Quinientos?
–Más o menos.
–Claro, con ese sueldo es lógico...
–¿Qué es lógico?
–Que no sienta su servidumbre.
El capitán detuvo una mirada severa en Erdosain.
–Germán, no le haga caso –interrumpió Elsa–. Remo está siempre con esa historia de la angustia.
–¿Es cierto?
–Sí... ella, en cambio, cree en la felicidad, en el sentido de “eterna felicidad” que estaría en su vida si pudiera pasar los días entre fiestas...
–Detesto la miseria.
–Claro, porque vos no creés en la miseria... la horrible miseria está en nosotros, es la miseria de adentro... del alma que nos cala los huesos como la sífilis.
Callaron. El capitán, ostensiblemente aburrido, examinaba sus uñas, cuidadosamente lustradas.
Elsa miraba fijamente tras los rombos del velo, el semblante demacrado de aquel esposo que tanto quisiera un día, en tanto que Erdosain se preguntaba por qué existía en él un vacío tan inmenso, vacío en el que su conciencia se disolvía sin acertar con palabras que ladraran su pena de un modo eterno.
De pronto el capitán levantó la cabeza.
–¿Y cómo piensa usted metalizar sus flores?
–Fácilmente... Se toma una rosa, por ejemplo, y se la sumerge en una solución de nitrato de plata disuelto en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce el nitrato a plata metálica, quedando de consiguiente la rosa cubierta de una finísima película metálica, conductora de corriente. Luego se trata por el común procedimiento galvanoplástico del cobreado... y, naturalmente, la flor queda convertida en una rosa de cobre. Tendría muchas aplicaciones.
–La idea es original.
–¿No le decía yo, Germán, que Remo tiene talento?
–Lo creo.
–Sí, puede ser que tenga talento, pero me falta vida... entusiasmo... algo que sea como un sueño extraordinario... una mentira grande que empuje la realización... pero, hablando de todo un poco, ¿esperan ustedes ser felices?
–Sí.
Otra vez sobrevino el silencio. En torno de la lámpara amarilla los tres semblantes parecían tres mascarillas de cera. Erdosain sabía que dentro de breves instantes todo terminaría y escarbando en su angustia, le preguntó al capitán:
–¿Por qué vino usted a mi casa?
El otro vaciló, después:
–Tenía interés en conocerlo.
–¿Le parecía divertido?
–No... le juro que no.
–¿Y entonces?
–Curiosidad de conocerlo. Su esposa me habló mucho de usted en estos últimos tiempos. Además, nunca imaginé encontrarme en una situación semejante... en realidad, no podría explicarme por qué he venido.
–¿Ha visto usted? Hay cosas inexplicables. Yo, desde hace un rato, trato de explicarme por qué no lo mato de un tiro teniendo el revólver aquí, en el bolsillo.