Los siete locos. Roberto Arlt

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Los siete locos - Roberto Arlt

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dolorosamente los labios de ella.

      Elsa lo miró ardientemente un instante. Luego, con la voz seria de promesas:

      –Mirá... esperáme. Si la vida es como siempre me dijiste, yo vuelvo, ¿sabés?, y entonces, si vos querés, nos matamos juntos... ¿Estás contento?

      Una ola de sangre subió hasta las sienes del hombre.

      –Alma, qué buena sos, alma... dame esa mano –y mientras ella, aún sobrecogida, sonreía con timidez, Erdosain se la besó–. ¿No te enojás, alma?

      Ella enderezó la cabeza grave de dicha.

      –Mirá Remo... yo voy a venir, ¿sabés?, y si es cierto lo que decís de la vida... sí, yo vengo... voy a venir.

      –¿Vas a venir?

      –Con lo que tenga.

      –¿Aunque seas rica?

      –Aunque tenga todos los millones de la tierra, vengo. ¡Te lo juro!

      –¡Alma, pobre alma! ¡Qué alma la tuya! Sin embargo, vos no me conociste... no importa... ¡ah, nuestra vida!

      –No importa. Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu sorpresa, Remo? Estás solito, de noche. Estás solo... de pronto, cric... la puerta se abre... y soy yo... ¡yo que he venido!

      –Estás con un traje de baile... zapatos blancos y tenés un collar de perlas.

      –Y vine sola, a pie por las calles oscuras, buscándote... pero vos no me ves, estás solo... la cabeza...

      –Decí... hablá... hablá...

      –La cabeza apoyada en la mano y el codo en la mesa... me mirás... y de pronto...

      –Te reconozco y te digo: Elsa, ¿sos vos, Elsa?

      –Y yo te contesto: Remo, yo vine, ¿te acordás de esa noche? Esa noche es esta noche y afuera sopla el gran viento y nosotros no tenemos frío ni pena. ¿Estás contento, Remo?

      –Sí, te juro que estoy contento.

      –Bueno, me voy.

      –¿Te vas?

      –Sí...

      El semblante del hombre se deformó en la súbita pena.

      –Bueno, andate.

      –Hasta pronto, mi esposo.

      –¿Qué dijiste?

      –Te digo esto, Remo. Esperáme. Aunque tenga todos los millones del mundo, yo vuelvo.

      –Bueno... entonces adiós... pero dame un beso.

      –No, cuando vuelva... adiós, mi esposo.

      De pronto, Erdosain lanzado por un espasmo sin nombre, la cogió brutalmente de las manos por los pulsos.

      –Decime: ¿te acostaste con él?

      –Soltame, Remo... yo no creía que vos.

      –Confesá, ¿te acostaste o no?

      –No.

      En el marco de la puerta se detuvo el capitán. Una flojedad inmensa relajó los nervios de sus dedos. Erdosain sintió que caía y ya no vio más.

      Nunca tuvo conciencia de cómo se arrastró hasta su cama.

      El tiempo dejó de existir para Erdosain. Cerró los ojos obedeciendo a la necesidad de dormir que reclamaban sus entrañas doloridas. De tener fuerzas se hubiera arrojado a un pozo. Borbotones de desesperación se apelotonaban en su garganta asfixiándolo, y los ojos se le volvieron más sensibles para la oscuridad que una llaga a la sal. A instantes rechinaba los dientes para amortiguar el crujir de los nervios enrigecidos dentro de su carne que se abandonaba, con flojedad de esponja, a las olas de tinieblas que deyectaban su cerebro.

      Tenía la sensación de caer en un agujero sin fondo y apretaba los párpados cerrados. No terminaba de descender, ¡quién sabe cuántas leguas de longitud invisible tenía su cuerpo físico, que no acababa de detener el hundimiento de su conciencia amontonada ahora en un erizamiento de desesperación! De sus párpados caían sucesivas capas de oscuridad más densa.

      Su centro de dolor se debatía inútilmente. No encontraba en su alma una sola hendidura por donde escapar. Erdosain encerraba todo el sufrimiento del mundo, el dolor de la negación del mundo. ¿En qué parte de la tierra podía encontrarse un hombre que tuviera la piel erizada de más pliegues de amargura? Sentía que no era ya un hombre, sino una llaga cubierta de piel, que se pasmaba y gritaba a cada latido de sus venas. Y sin embargo, vivía. Vivía simultáneamente en el alejamiento y en la espantosa proximidad de su cuerpo. El ya no era un organismo envasando sufrimientos, sino algo más inhumano... quizá eso... un monstruo enroscado en sí mismo en el negro vientre de la pieza. Cada capa de oscuridad que descendía de sus párpados era un tejido placentario que lo aislaba más y más del universo de los hombres. Los muros crecían, se elevaban sus hiladas de ladrillos, y nuevas cataratas de tinieblas caían a ese cubo donde él yacía enroscado y palpitante como un caracol en una profundidad oceánica. No podía reconocerse... dudaba que él fuera Augusto Remo Erdosain. Se apretaba la frente entre la yema de los dedos, y la carne de su mano le parecía extraña y no reconocía la carne de su frente como si estuviera fabricado su cuerpo de dos substancias distintas. ¿Quién sabe lo que ya había muerto en él? Sólo perduraba para su sensibilidad una conciencia forastera a lo que le había ocurrido, un alma que no tendría el largo de la hoja de una espada y que vibraba como una lamprea en el agua de su vida enturbiada. Hasta la conciencia de ser, en él no ocupaba más de un centímetro cuadrado de sensibilidad. Sí, todo su cuerpo sólo vivía, estaba en contacto con la tierra, por un centímetro cuadrado de sensibilidad. El resto se desvanecía en la oscuridad. Sí, él era un centímetro cuadrado de hombre, un centímetro cuadrado de existencia prolongando con su superficie sensible, la incoherente vida de un fantasma. Lo demás había muerto en él, se había confundido con la placenta de tinieblas que blindaba su realidad atroz.

      Cada vez más fuerte se hacía en él la revelación de que estaba en el fondo de un cubo de portland. ¡Sensación de otro mundo! Un sol invisible iluminaba para siempre los muros, de un anaranjado color de tempestad. El ala de un ave solitaria soslayaba lo celeste sobre el rectángulo de los muros, pero él estaría para siempre en el fondo de aquel cubo taciturno, iluminado por un anaranjado sol de tempestad.

      Luego, la capacidad de su vida quedó reducida a aquel centímetro cuadrado de sensibilidad. Hasta se le hacía “visible” el latido de su corazón, y era inútil querer rechazar la espantosa figura que lo lastraba en el fondo de aquel abismo, un momento negro y otros anaranjado. Con que aflojara un poquito tan sólo su voluntad, la realidad que contenía hubiera gritado en sus oídos. Erdosain no quería y quería mirar... pero era inútil... su esposa estaba allí, en el fondo de una habitación tapizada de azul. El capitán se movía en un rincón. El sabía, aunque nadie se lo había dicho, que era un dormitorio diminuto, de forma exagonal y ocupado casi enteramente por una cama ancha y baja. No quería mirarla a Elsa... no... no... quería, pero si le hubieran amenazado de muerte no por eso hubiera dejado de estar con la mirada fija en el hombre que se desnudaba ante ella... ante su legítima esposa que ahora no estaba

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