Edgar Cayce: Hombre de Milagros. Joseph Millard

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Edgar Cayce: Hombre de Milagros - Joseph Millard

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      Lo peor era su convicción de que debía dispensar a Gertrude de su promesa marital. Nunca podría ser feliz con un marido sin voz, condenada a una vida de silencio y pobreza.

      Debido a la angustia y las preocupaciones, su salud comenzó a debilitarse. Para el otoño pesaba apenas cien libras, y todos a su alrededor estaban frenéticos de preocupación. Había perdido todo interés en lo que lo rodeaba y toda esperanza en su propia recuperación.

      De pronto, entre las tinieblas de la desesperanza, surgió un rayo de luz. W. R. Bowles, el dueño del estudio fotográfico local, lo abordó un día.

      —Edgar, necesito un asistente en el estudio. Podrías ocuparte perfectamente bien porque yo me haría cargo de la clientela. Por supuesto, no puedo pagarte mucho mientras te enseño el negocio, pero estarías aprendiendo un oficio con el que podrías continuar de por vida.

      Edgar corrió a darle la noticia a Gertrude. Ella lo abrazó feliz.

      —¡Edgar, es maravilloso! Luego podremos tener nuestro propio estudio fotográfico. Tú te haces cargo de tomar las fotografías y revelarlas. Y yo me haré cargo de hablar con los clientes y hacer el coloreado.

      Desde el primer día de trabajo Edgar comenzó a ganar peso, y la gente de Hopkinsville comentaba que el joven Cayce tenía un maravilloso optimismo a pesar de su trágica dolencia. Bowles se alegró aún más cuando Edgar demostró un insospechado talento para la mecánica de la fotografía. El negocio prosperó, y también el diminuto salario de Edgar.

      Nunca había podido olvidar la convicción temerosa de Gertrude de que su desgracia había sido un castigo o una advertencia. Ahora esta idea comenzaba a penetrar sus pensamientos en lo más profundo de la noche cuando no lograba conciliar el sueño. Comenzó a buscar nuevamente y a orar por la guía que había rechazado.

      ¿Qué camino debía seguir? Un hombre sin voz no podía hacer mucho. Obviamente, no podía ser predicador y ni siquiera médico. Su visión infantil le había prometido que sus plegarias serían respondidas, y él sólo había orado para poder ayudar a otros o sanar a los enfermos. Tomar retratos de estudio era un negocio desde el que podía ofrecer escasa ayuda y ninguna sanación. ¿Se trataba también en este caso de un camino prohibido que no haría más que llevarlo a experimentar una tragedia aún mayor? Noche tras noche oraba y escuchaba, pero no obtenía respuesta.

      —Estoy segura de que cuando llegue el momento sabrás exactamente qué hacer —lo consoló Gertrude—. No puedo explicarlo, pero tengo la sensación de que se están reuniendo grandes fuerzas para un gran propósito y que tú serás parte de ese proyecto.

      Durante el invierno, un hipnotista llamado Profesor Hart presentó su acto en el teatro local. En ese entonces estaba surgiendo un enorme interés por el hipnotismo, no sólo como entretenimiento sino también como instrumento potencial de la medicina. Muchos médicos reconocidos lo adoptaban con entusiasmo. Los periódicos y revistas incluían largos artículos sobre el tema, y el término «hipnoterapia» se estaba convirtiendo en una palabra acuñada. Por todo el país surgían como hongos las escuelas que enseñaban esta nueva ciencia, y los psicólogos mostraban un interés incipiente en este campo.

      Hart había leído mucho sobre la hipnoterapia y sentía curiosidad por el estado de Edgar. Una afonía histérica, que aparentemente no había sido causada por una enfermedad o lesión, podía ser un caso ideal para intentar una curación por hipnosis. Además, daría a su espectáculo una enorme publicidad.

      Lanzó un desafío público: devolvería la voz perdida a Edgar Cayce por unos honorarios de doscientos dólares, que no se pagarían si fallaba.

      La idea fue bienvenida, y los amigos de Edgar mostraban tanto entusiasmo que sus propias esperanzas comenzaron a resurgir. El Juez tenía dudas hasta que el doctor Brown, que había tratado la garganta de Edgar sin éxito, dio su visto bueno.

      —Juez, el experimento no puede dañar al muchacho, y quizás lo ayude. —El médico ofreció su consultorio para realizar el intento.

      Los pases de Hart tomaron algo de tiempo en hacer efecto, pero finalmente Edgar se quedó dormido. El hipnotista se inclinó hacia él, diciendo: «Dinos tu nombre en voz clara y normal».

      Edgar comenzó a responder con un graznido afónico, se detuvo a aclararse la garganta y luego dijo en voz alta y sin rastros de ronquera: « Edgar Cayce».

      El Juez dejó escapar un grito de alegría, mientras que Hart y el doctor Brown se miraban sonriendo. Después de hacerle algunas preguntas más, Hart le indicó a Edgar que se despertara.

      —Bueno, muchacho, ¿cómo te sientes ahora? —le preguntó a Edgar cuando abrió los ojos.

      —Casi igual que antes . . . —contestó Edgar con un susurro áspero.

      En el pequeño consultorio cundió el desencanto. Hart caminaba de un lado al otro rascándose la cabeza.

      —¡Ya sé qué pasó! —dijo Hart finalmente—. Debería haberle implantado la sugestión post-hipnótica de que su voz continuara siendo normal después de salir del estado de hipnosis. Si puedo volver a intentarlo por la tarde, lo lograremos. Ambos lo vieron hablar claramente mientras estaba hipnotizado.

      Volvieron a intentarlo por la tarde. Edgar habló normalmente durante el trance hipnótico y repitió obedientemente la sugestión post-hipnótica. Cuando se despertó, su voz seguía siendo el mismo susurro doloroso.

      Hart volvió a intentarlo y a fallar una y otra vez. El periódico local incluyó la noticia, que se convirtió en prácticamente una planilla de puntuaciones con el correr de los intentos, y todo el pueblo estaba pendiente y tenso. El decano de la facultad de psicología de la universidad South Kentucky College, profesor Girao, llegó para observar el proceso y tomar notas. Aunque no era hipnotista estaba cada vez más interesado en las posibilidades que tenía esta ciencia en el campo de la psicología. Finalmente envió todas sus notas al doctor John Quackenboss de Nueva York, con la sugerencia de que existía un misterio fascinante en este campo.

      El doctor Quackenboss, un médico prominente, era un ardiente aficionado del hipnotismo. Había realizado algunos asombrosos experimentos con pacientes cuyas mentes subconscientes, una vez liberadas por la hipnosis, podían diagnosticar sus propias dolencias ocultas mejor que cualquier examen físico.

      Quackenboss viajó velozmente a Hopkinsville para investigar el caso. Hart se había dado por vencido y había partido, y Edgar había regresado a un estado de sombría desesperanza. Sin embargo, antes de partir Hart había dejado un indicio: «Es bastante sencillo inducirlo en la primera y segunda etapa del hipnotismo, aunque no tanto como a un sujeto óptimo. Hasta ese punto todo está bien. Pero al intentar llevarlo a la tercera etapa, el sueño profundo en que un sujeto recibe una sugestión post-hipnótica, hay resistencia de su parte todas las veces. Si fuera posible llevarlo a esa tercera etapa . . . ».

      Quackenboss hizo varios intentos que resultaron fallidos. Edgar hablaba normalmente bajo el estado de hipnosis, pero volvía a susurrar apenas se despertaba. Al doctor se le comenzaron a ver surcos de desaliento alrededor de la boca y una expresión atribulada en los ojos. «Voy a llevarlo a esa tercera etapa, lo voy a lograr», aseguraba.

      En el siguiente intento se inclinó sobre Edgar y le dijo: «Ahora vas a dormirte con un sueño muy, muy profundo. Te dormirás en forma total y profunda».

      Inesperadamente, Edgar lo hizo. Entró en un sueño tan profundo que los esfuerzos por despertarlo no surtieron efecto alguno. El doctor Quackenboss le daba las sugestiones,

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