Edgar Cayce: Hombre de Milagros. Joseph Millard

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Edgar Cayce: Hombre de Milagros - Joseph Millard

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se preocupen —le dijo el doctor Quackenboss al Juez—. No hay posibilidad de daño. Todos los experimentos han demostrado sin sombra de duda que cuando un sujeto está inmerso en un sueño demasiado profundo como para responder a la sugestión de levantarse, simplemente se despierta normalmente en poco tiempo, después de haber dormido lo suficiente.

      Catorce horas más tarde, el doctor Quackenboss seguía repitiendo sus sugestiones y enviando mensajes de tranquilidad . . . pero Edgar continuaba dormido. La familia y Gertrude entraron en pánico.

      Al día siguiente algo después del mediodía Edgar abrió los ojos, bostezó, se desperezó, se sentó y preguntó con un susurro rasposo: «¿Por qué están todos tan preocupados?».

      El doctor Quackenboss tomó el primer tren de regreso a Nueva York, mientras murmuraba cosas inconexas. Después de más de veinticuatro horas de falta total de conciencia, Edgar supo que no lo habían curado y regresó a un estado de indiferencia pesimista.

      En ese momento ingresó en escena un hombre pequeño, frágil y enfermizo llamado Al Layne.

      La ambición de toda la vida de Layne había sido ser médico, pero el proyecto se había frustrado por motivos financieros y debido a sus problemas de salud. Ya había perdido varios empleos debido a la enfermedad. Su esposa había abierto una tienda de sombreros en Hopkinsville que comenzó a prosperar, así que contrató como asistente a Annie, la mayor de las hermanas de Edgar. Al Layne se ocupaba de los libros contables y dedicaba el resto de su tiempo a su primer amor.

      Seinscribióenuncursodeosteopatíaporcorrespondencia. Cuando el novedoso interés en el hipnotismo tomó al país por asalto, añadió un curso de hipnoterapia que dictaba una pequeña empresa emprendedora de Missouri. Las crónicas que aparecían en el Hopkinsville New Era respecto de los tratamientos hipnóticos fallidos de Edgar lo fascinaban. Comenzó a ir a toda hora a su tienda para sonsacarle a Annie todos los aspectos de la dolencia de su hermano y los esfuerzos frustrados para hipnotizarlo.

      —Soy un don nadie —dijo Layne un día —, pero creo saber dónde está el problema. Es claro como el agua si se miran los informes. Me gustaría intentar curarlo a mi modo.

      Annie transmitió estas palabras en su casa, pero el Juez se puso furioso.

      —¡Nadie volverá a hacer un espectáculo y un experimento de mi hijo! ¡La idea misma es ridícula, y no voy a volver a permitirlo!

      La madre de Edgar estaba de acuerdo.

      —El muchacho está peor que antes —dijo su madre angustiada—. Está perdiendo peso y cada vez se ve más pálido y nervioso. Todo estas intromisiones en su mente podrían volverlo loco.

      De todos modos Annie le contó a Edgar sobre Al Layne, y hubo algo en las palabras de su hermana que le dio esperanzas. Edgar habló con Layne y regresó lleno de entusiasmo.

      —Démosle una oportunidad, papá. Todos dicen que no podría dañarme, y puede ser que funcione.

      Finalmente llegaron a un acuerdo casi forzado, y se le permitió a Layne hacer su experimento en la sala de estar de los Cayce la tarde del domingo 31 de marzo de 1901. El Juez y su esposa estaban presentes y muy nerviosos. Layne también estaba nervioso, porque era su primer trabajo importante.

      —La cosa es así —explicó Layne—: todos los otros se dieron cuenta de que a Edgar le llevaba algo de tiempo llegar al estado ideal. Dijeron que cada vez que intentaban llevarlo a la tercera etapa, parecía resistirse y trataba de hacerse cargo él mismo. Pienso que ahí está la respuesta. Si él quiere hipnotizarse a sí mismo, se lo voy a permitir. Tal vez así logremos lo que nos proponemos.

      —Podría ser —dijo el Juez—, ahora que recuerdo, cuando se dormía sobre los libros y aprendía de ellos, siempre se inducía el sueño él mismo. Y cuando lo golpearon con la pelota de béisbol y se encontraba claramente alterado, habló dormido y nos dijo cómo preparar la cataplasma que lo iba a curar. Tal vez esté en lo cierto.

      —Siempre he sido yo el que me inducía el sueño —dijo Edgar sorprendido—, incluso para todos ellos. Mentía mientras hacían sus pases y nada ocurría. Así que finalmente me cansaba y me daba la orden de dormir, y enseguida lo lograba.

      Los ojos de Layne brillaron.

      —Entonces . . . ¿qué esperamos? —exclamó Layne.

      Edgar cayó fácilmente en el sueño liviano. Luego Layne le susurró al oído: «Ahora tienes que inducirte un sueño más profundo, un sueño total, el sueño del trance profundo».

      Edgar respiró profundamente un par de veces haciendo temblar su pecho, y luego todo su cuerpo se relajó. Con voz temblorosa, Layne le dijo: «Tu mente inconsciente está observando tu cuerpo. Está observando tu garganta. Nos dirá lo que está mal en la garganta y qué se puede hacer para solucionar el problema».

      Pasado un momento, se escuchó la voz clara y natural de Edgar: «Sí, podemos ver el cuerpo. El problema que vemos es una parálisis parcial de las cuerdas vocales, debido a tensión nerviosa. Para curar esta afección sólo se necesita darle una sugestión al cuerpo para que aumente la circulación sanguínea en el área afectada por un breve período de tiempo».

      Layne se escurrió el sudor de la frente y se inclinó aún más hacia él. «Aumentará la circulación sanguínea en las áreas afectadas y la dolencia desaparecerá».

      De inmediato el área de la garganta de Edgar se puso de un color rosado fuerte que rápidamente pasó a un profundo rojo carmesí a medida que la sugestión hipnótica enviaba sangre a esa región. Después de unos momentos Edgar dijo: «La afección ya ha sido curada. Sugiera ahora que la circulación regrese a la normalidad y que el cuerpo se despierte».

      Pasados unos momentos, Edgar se despertó.

      —¿Qué ocurrió esta ve . . .? —Se detuvo de inmediato con los ojos bien abiertos por la incredulidad y gritó—: ¡Puedo hablar! ¡Puedo hablar! ¡Puedo hablar!

      Saltó del sofá, abrazó a su madre, palmeó al Juez en la espalda y apretujó la mano de Layne, que resplandecía de orgullo. Su voz era tan clara y fuerte como siempre. Gritó hasta que las ventanas vibraron, y en su garganta no había ni un rastro de aspereza.

      —Sabes —dijo Layne cuando se calmó el tumulto—, mientras te encontrabas en trance hablaste exactamente como un médico entrenado que estuviera mirando el interior de tu garganta. Me puse a pensar en la historia que contó tu padre sobre cómo podías autoinducirte el sueño y ver el interior de libros cerrados. Si puedes hacerlo con un libro, ¿por qué no podrías hacerlo con el cuerpo de otra persona, el mío por ejemplo?

      Edgar se rió, en parte por la alegría de poder emitir sonidos nuevamente.

      —Es la idea más absurda que he escuchado. ¿Por qué querría hacerlo? —dijo Edgar.

      —Para encontrar dolencias —explicó Layne—, lesiones o fuentes de infección que los médicos no encuentran en los exámenes habituales. Hay muchas personas como yo que han estado enfermas por años, pero los médicos no pueden encontrar la causa. Tal vez no funcione, pero si lo hace, piensa en la maravillosa oportunidad que tendrías de curar a los enfermos.

      ¡Curar a los enfermos! Las palabras de su visión infantil volvieron a resonar en sus oídos: Sé sincero contigo mismo. Ayuda a los enfermos y a los afligidos.

      —De

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