Edgar Cayce: Hombre de Milagros. Joseph Millard

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Edgar Cayce: Hombre de Milagros - Joseph Millard

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porque he visto a tantos médicos que conozco todos sus diagnósticos de memoria, y podré decirte al instante si estás o no en el camino correcto.

      Layne se retiró, y Edgar corrió a mostrarle su voz recuperada a Gertrude. Seguía conmocionado por la enormidad del milagro. Unos pocos minutos de sueño hipnótico lo habían elevado de las profundidades del desaliento y lo habían devuelto a un mundo de pláticas, risas y canciones, un mundo donde una vez más podía tener esperanzas de realizar sus sueños.

      En el curso de la velada, le contó a Gertrude sobre la idea loca e imposible de Layne. Ella lo escuchó ávidamente y con los ojos brillantes de emoción.

      —Oh, Edgar, es la idea más maravillosa que he escuchado. El señor Layne es un genio por haberlo pensado. Tal vez sea la respuesta que has estado buscando, la razón y propósito de esos extraños dones que tienes. Piénsalo, Edgar, si pudieras simplemente ponerte a dormir y decirle a los enfermos cómo sanarse, ¿no sería maravilloso?

      —Dios mío, ¡no! —dijo Edgar horrorizado—. Ahora todos piensan que soy un sujeto raro. ¿Qué pensarán de mí si comienzo a hacer algo tan disparatado?

       7

       El médico durmiente

      Al Layne colocó un lápiz sobre un cuaderno de notas y se inclinó hacia el sofá donde Edgar yacía profundamente dormido. Cuando Layne habló su voz sonaba aguda por la tensión nerviosa acumulada.

      «Tienes en esta habitación el cuerpo de Al C. Layne. Lo recorrerás con atención, tomando nota de su afección y especialmente de toda parte que sufra alguna dolencia. Darás la causa de tales dolencias y sugerirás tratamientos para su curación». Se detuvo y se sentó conteniendo la respiración. La mano que sostenía el lápiz temblaba por la tensión. Los resultados que esperaba eran tan fantásticos que temía permitirse pensar en un éxito.

      Edgar Cayce habló súbitamente y con claridad en estado de trance: «Sí, aquí tenemos el cuerpo de Al C. Layne. Lo hemos recorrido detenidamente. Ahora bien, aquí están las dolencias de este cuerpo según lo que hallamos . . .». Habló en forma exacta e incisiva. El lápiz de Layne volaba sobre el cuaderno de notas. Una tras otra, las páginas llenas de anotaciones aterrizaban en el suelo.

      Edgar abrió los ojos, parpadeó, bostezó y tomó asiento.

      —¿Pudo conseguir algo? —dijo Edgar mientras miraba a Layne ansiosamente.

      —¿Algo? —dijo Layne con la voz cargada de asombro—. ¡Todo! Nunca ha habido algo igual en la historia del mundo. Tu eres . . . eres un fenómeno, Edgar. Has descrito todos mis síntomas mejor de lo que podría hacerlo yo mismo. Me dijiste exactamente lo que tenía mal y luego me diste un detallado plan de dietas, medicinas y tratamientos que pueden curarme. Está todo aquí en estas páginas, tal como lo dijiste. Se me acalambraron los dedos por tratar de escribir a tu ritmo. Tuve que pedirte que fueras más lento un par de veces, y lo hiciste.

      Edgar examinó rápidamente algunas de las hojas garabateadas y se dejó caer en el sofá boquiabierto.

      —No es posible que yo haya dicho todo esto —exclamó al fin—. Hay muchas palabras que nunca antes había visto ni escuchado. No tengo la menor idea de lo que significan y ni siquiera puedo pronunciarlas.

      —Pudiste hacerlo mientras dormías. Algunos son términos médicos que designan órganos o partes del cuerpo, el resto son medicamentos o hierbas. Sé lo suficiente de medicina como para saber que todo lo que dijiste es absolutamente correcto.

      —¡Oh, no! —exclamó Edgar con súbita preocupación—. ¿Ha dicho medicamentos? Por favor, no se ponga a tomar un montón de píldoras simplemente porque lo escucho en la jerigonza de mi sueño. Que yo sepa, algunas de esas cosas pueden ser venenosas.

      —No te preocupes —dijo Layne sonriendo—. Conozco todos los que mencionaste, y no hay ningún elemento dañino en ellos. Me voy a casa y comenzaré a seguir las instrucciones hoy mismo. Si funciona en mí, luego lo intentaremos en alguien más que esté enfermo.

      Layne se retiró para reunir los medicamentos que había recetado la voz desde los sueños. Edgar se sentó en el sofá, con los ojos vidriosos fijos en la pared. Estaba atónito, desconcertado y muy asustado, más asustado que nunca antes en su vida.

      —No quiero ser un fenómeno —murmuró. Todo lo que quería era ganarse la vida correctamente, casarse con Gertrude y tener una familia, como cualquier otro joven normal. A los veinticuatro años ya había esperado demasiado.

      Incluso Gertrude quedó impactada por la realidad de lo que ella misma había sugerido.

      —Simplemente es demasiado increíble como para que sea cierto —exclamó Gertrude con asombro—. Sin embargo es cierto, y has comprobado que puedes diagnosticar a otras personas. Así que finalmente has encontrado el propósito de tu vida, el motivo por el que Dios te dio poderes especiales.

      —No lo sé —dijo Edgar muy angustiado mientras se retorcía las manos—. Es todo demasiado fantástico. Si tuviera un don para hacer alguna cosa normal mejor que cualquier otra persona, lo aceptaría. Pero es completamente desquiciado. ¿Por qué Dios elegiría a un muchacho poco educado del campo como yo para darle un poder especial que nadie más en todo el mundo parece tener?

      Gertrude lo calmó apoyando su mano fresca sobre las tensas de Edgar.

      —José era un carpintero —le recordó con dulzura—, y los discípulos no fueron elegidos por sus grados universitarios ni por su posición social.

      A pesar de la confianza de Gertrude, Edgar continuó atormentado por dudas y temores. La idea misma era tan increíble que desafiaba la razón. Sólo deseaba tomar a Gertrude e irse bien lejos, para escapar de esta pesadilla afiebrada que estaba distorsionando su vida.

      Durante una semana evitó a Layne y se sumergió en su trabajo en el estudio de fotografía. Pero un día Layne entró con paso apresurado hasta donde él estaba.

      —¡Mírame! ¡Sólo mírame! —exclamó Layne abriendo los brazos—. Después de seguir durante una semana los tratamientos que me diste me siento mejor que en años. Incluso me veo mucho mejor, tanto es así que la gente me detiene por la calle para preguntarme qué estoy haciendo.

      —No les habrá contado sobre mí —dijo Edgar mientras perdía el color de su rostro—, ¿verdad?

      —¿Contarles? —exclamó Layne—. ¡Estoy proclamando tus maravillas a los cuatro vientos! Tengo a todo el pueblo alborotado con las noticias. ¡Si sigo mejorando así, todo el país vendrá en oleadas a buscar diagnósticos psíquicos!

      —¡Tiene que detenerlos! —dijo Edgar angustiado—. Nada de eso es verdad. Me engañé a mí mismo hasta que me di cuenta. Tengo un poder, es verdad, el poder de leer las mentes mientras estoy hipnotizado, eso es todo. Usted sabe de medicina, y sabe lo que los médicos le dijeron sobre su problema estomacal. Todo lo que hice fue recoger ese conocimiento en su mente y decirlo de un modo un poco diferente. Usted mismo admitió que lo que dije estaba totalmente de acuerdo con lo que los médicos le habían dicho anteriormente.

      Layne inclinó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

      —Muchacho, tendrás que pensar en algo más convincente. Es verdad que mucho de lo que me dijiste era idéntico

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