Edgar Cayce: Hombre de Milagros. Joseph Millard

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Edgar Cayce: Hombre de Milagros - Joseph Millard

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tuvo que interponerse entre ellos para tranquilizarlos con palabras suaves. En medio de la disputa, Ralph se escabulló y se dirigió a su casa. Todavía furioso, Edgar se arrojó en el sofá sin quitarse siquiera la chaqueta o los zapatos.

      Poco después de medianoche, se despertó abruptamente y encontró todo el sofá en llamas y la habitación llena de humo. Saltó con un grito de alarma, tomó el sofá que se quemaba y lo llevó afuera por la puerta principal. Pronto un banco de nieve fresca extinguió las llamas.

      Su grito había despertado a toda la casa, pero para cuando salieron el fuego ya estaba apagado. Extrañamente, no se había dañado la casa y Edgar no tenía ninguna quemadura en el cuerpo, aunque su traje nuevo se había comenzado a quemar en una docena de sitios. No había razón aparente para que el fuego comenzara en el sofá. Edgar no había estado fumando y la estufa se encontraba al otro lado de la habitación.

      El día siguiente lo acometió otro de sus curiosos cambios de personalidad, marcado por el mismo deseo frenético y poco natural de estar en compañías poco recomendables. Esa noche en lugar de ir a casa a cenar y luego al tabernáculo, se dirigió derecho hacia el salón de billar y comenzó a hacer amigos entre la muchedumbre que lo visitaba. Aprendió el juego casi de inmediato y estuvo tan listo como cualquiera para apostar y mostrar sus habilidades.

      La mañana siguiente terminó su segunda breve rebelión contra su propia naturaleza. O tal vez simplemente había sido canalizada en una nueva dirección. Ese día se percató abruptamente de la cantidad de muchachas bonitas que pasaban por la calle o que entraban a la tienda para conseguir libros o artículos de escritorio. Después de la cena se ocupó especialmente de lustrarse los zapatos y cepillarse el cabello. Camino al tabernáculo, tomó las calles más alejadas para evitar que lo acosaran sus compañeros más recientes.

      En el encuentro le prestó más atención a las jovencitas de la audiencia que al sermón. Era el primer interés que sentía por el sexo opuesto desde que había sufrido su desengaño amoroso. Al regresar a casa, se quedó despierto largo rato, pensando en la mujer cubierta por el velo que caminaba a su lado en el sueño.

      Uno o dos días después pasó por la librería Ethel Duke, una joven maestra que había sido vecina suya en el pueblo.

      —Edgar, me dijeron que estabas trabajando aquí, y quise pasar a saludarte. Quiero que conozcas a mi prima, Gertrude Evans.

      Edgar observó a la otra muchacha que se encontraba en el carruaje, y sintió que lo atravesaba una descarga eléctrica. Gertrude era pequeña, delicada y encantadora. Tenía cabello castaño y grandes ojos café enmarcados por un rostro dulce. Cuando lo miró seriamente y le devolvió el saludo, Edgar pensó que nunca había visto a una joven tan bella. El toque de su mano perduró como una caricia en su piel.

      —Estoy . . . ehhh . . . encantado de conocerla —tartamudeó, sintiéndose de pronto torpe y falto de modales.

      —Habrá una fiesta al aire libre en casa de Gertrude el viernes por la noche —anunció Ethel Duke—. Edgar, ¿quieres venir? Nos gustaría que asistieras, y conocerías a muchos jóvenes de por aquí. Seguramente te agradará.

      —Prométame que vendrá —dijo Gertrude en voz baja mientras lo observaba seriamente.

      Era la voz más tierna y suave que Edgar jamás había escuchado.

      —Me gustaría —alcanzó a contestar Edgar con un hilo de voz.

      —Bien. A las ocho entonces. Gertrude vive en la vieja casa de los Salter, al este de la ciudad, justo antes de llegar al Hospital Western State. Sé puntual.

      Edgar se quedó mirando el carruaje que se alejaba, mientras sentía un súbito sofoco.

      Los días siguientes fueron difíciles para Edgar. Fluctuaba entre un deseo febril de que llegara el viernes y un temor paralizante. Cuando más información obtenía sobre la familia de Gertrude más se asustaba.

      El padre había sido un arquitecto de renombre hasta su muerte. Su madre era Elizabeth Salter, hija de una de las familias más prominentes y líder innata de la alta sociedad. Vivían en la exquisita mansión familiar con dos tías de Gertrude y sus hermanos Hugh y Lynn.

      Edgar pensaba en lo que era, un pobre muchacho del campo con una educación elemental y sin ninguna preparación para el futuro, torpe e incómodo en su único traje. Con los quince dólares que ganaba por mes en la librería apenas podría comprarle un vestido a Gertrude. Se imaginó trastabillando entre los finos, educados y divertidos invitados a la fiesta, tímido y falto de modales, y se le cubrió la frente de transpiración.

      Sólo su intenso deseo de volver a ver a Gertrude evitó que enviara sus excusas y regresara corriendo a la seguridad de la granja.

      Esa noche volvió a tener su sueño. La muchacha continuaba cubierta por el velo, pero esta vez él escaló el acantilado frenéticamente y había llegado mucho más arriba al despertarse. Parecía un buen presagio.

      Caminó la milla y media hasta la fiesta a paso lento, luchando contra el pánico que amenazaba con abrumarlo. Casi se dio la vuelta para huir cuando llegó al cercado de la gran casona que se había iluminado con faroles, pero Ethel Duke lo divisó y ya no tuvo escapatoria. Se pasó los minutos siguientes en presentaciones y amonestándose mentalmente por sus temores completamente infundados.

      Desde la señora Evans hasta el último de los invitados, todos se mostraron cálidos y amigables. Nadie fue excesivamente amable o condescendiente, nadie pareció notar su traje ordinario ni lo hizo sentir de otro modo que bienvenido. Poco después estaba conversando tan naturalmente como cualquier otro invitado y se había relajado por completo.

      De pronto se encontró cara a cara con Gertrude, y perdió el habla porque su corazón latía tan fuerte que se había quedado sin aliento. La joven tenía un vestido blanco y una rosa roja en el cabello. Edgar estaba seguro de que ningún ángel del cielo podía ser ni la mitad de hermoso y encantador.

      —Me alegra que estés aquí —le dijo Gertrude con toda sinceridad.

      Apoyó una mano en su brazo, y el contacto lo hizo temblar.

      —Como ya he saludado a todo el mundo y cumplido con mis obligaciones —continuó ella—, tengo algunos momentos libres. Caminemos hasta donde podamos ver la luna elevarse desde el horizonte. Puedo hacerte todo tipo de preguntas sobre ti mismo y lo que quieres ser y todo eso. Me gusta saber de todo sobre las personas.

      Edgar recuperó la confianza y se encontró hablando con facilidad y sin restricciones. Descubrió con creciente gozo que tenían muchos intereses en común.

      Gertrude amaba los libros y las librerías. También ella era una ardiente lectora de la Biblia y le sorprendió su récord en ese campo. No creía que Edgar fuera inculto, a pesar de su escasa instrucción escolar, y señaló que el aprendizaje a través de los libros no era para ella un criterio para medir el carácter o valía de un hombre.

      —¡Dios mío! —exclamó Gertrude de pronto—, ¡ya terminó la fiesta y todos están despidiéndose! No entiendo cómo voló el tiempo.

      —¿Podría . . . ? —se apresuró a decir Edgar en un arrebato de coraje—. ¿Podría volver a verte pronto? ¿Tal vez invitarte a salir?

      La mano grácil de Gertrude se posó sobre la suya. Sus bellos ojos café sonrieron a la luz de la luna.

      —Así lo espero, Edgar, y espero que sea muy pronto.

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