Edgar Cayce: Hombre de Milagros. Joseph Millard

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Edgar Cayce: Hombre de Milagros - Joseph Millard

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pero eso ocurrió hace muchísimo tiempo», razonaba alguno de los niños. «Todos saben que ya no existen los milagros. Edgar, tú podrás orar hasta perder el aliento, pero nunca lograrás que un ciego vea o que un paralítico camine. Tú no puedes hacerlo».

      «¡Sí que puedo!», gritaba Edgar mientras comenzaba a atacarlo a puñetazos para demostrarle que estaba en lo cierto.

      La escuela, bajo una interminable sucesión de maestros y maestras, se convirtió en una gran lucha para el muchacho larguirucho y taciturno. Sin el aliento y encanto de la señora Ellison, Edgar avanzó a grandes pasos hacia el logro del récord de llamadas de atención del condado de Christian. Pasaba más tiempo en el rincón de castigo que en su propio pupitre. No es que fuera lerdo o rebelde, simplemente no podía evitar sumergirse en un mundo propio, alejado del salón de clases y de sus problemas. La lectura era la única asignatura en la que mostraba progresos, debido a que pasaba cada minuto de su tiempo libre leyendo la Biblia de su madre.

      Al menos en esto Edgar contaba con la aprobación absoluta de su padre el Juez. Finalmente le regaló al niño su propia Biblia. Edgar nunca olvidaría aquel día memorable: el 14 de enero de 1887, dos meses antes de su décimo cumpleaños.

      La familia había vuelto a unirse después de la dispersión. La abuela tenía una casa nueva y confortable. Los hermanos del Juez, que eran varios, habían ido a darle una mano para construir una casa más pequeña para su familia en el bosque junto a la casa grande. Una de las consecuencias de esta reunión fue que Edgar comenzó a ir a la iglesia con su familia. Lo que para otros muchachos era un suplicio resultaba para él una fuente inagotable de gozo. Asistían a la iglesia cristiana, una rama que se separó de la iglesia presbiteriana junto con los campbellitas; tan rotundamente fundamentalista como los baptistas más intransigentes.

      Para ese entonces a Edgar se le ocurrió el proyecto de leer la Biblia de principio a fin al menos una vez por cada año de su vida. Al comienzo tenía la tendencia de evitar las interminables genealogías, pero a su debido momento comenzó a interesarse incluso en el linaje de sus héroes. Para su decimotercero cumpleaños se había puesto al día y ya tenía bien avanzada su decimotercera lectura. Nunca se aburría, porque cada nueva lectura le permitía obtener nuevas perspectivas de pensamiento y le revelaba nuevos puntos de vista que no había descubierto anteriormente y que le entusiasmaban.

      Con fe implícita, oraba cada día para obtener el poder de curar y nunca dudó ni por un instante que sus plegarias serían respondidas. Su madre estaba de acuerdo en esto. Pidan y se les dará. Busquen y encontrarán. Estas afirmaciones eran claras e inequívocas, y ella tenía la convicción inquebrantable de que algún día la verdad que reflejaban se manifestaría en su hijo.

      Pero mientras gran parte de su tiempo transcurría en el mundo espiritual, Edgar también vivía una existencia física completamente normal y la encontraba llena de escollos. En una de las tan frecuentes ocasiones en que faltaban maestros, el Juez mismo se hizo cargo de la escuela y tuvo la oportunidad de ver bien de cerca las peculiaridades y limitaciones de su hijo.

      Leslie Cayce nunca había tenido la virtud de la paciencia. La tendencia de su hijo a soñar despierto en clase fue causa de frecuentes y violentos enfrentamientos. Parecía que cuando más intentaba el niño aprender sus lecciones y mantener su atención en los libros, más lejos deambulaba su mente.

      Poco tiempo después, el Juez le cedió el puesto en la escuela a su hermano Lucian con una severa advertencia: «No sé qué falla con ese hijo mío, pero fíjate que aprenda sus lecciones, incluso si tienes que metérselas en la cabeza a golpes». Por supuesto, el tío Lucian hizo su mayor esfuerzo para cumplir con ese pedido.

      Un domingo, Edgar llegó a casa desde la iglesia particularmente movilizado por el mensaje dado ese día. Salió al bosque y pasó la tarde leyendo la Biblia y orando por tener la posibilidad de sanar a los enfermos. Al retirarse a dormir esa noche, su mente seguía llena de fervor.

      Algo después de medianoche, se dio cuenta de que su habitación se encontraba inundada de un extraño resplandor, más brillante que la luz del plenilunio. Se sentó de repente y vio una figura que se alzaba al pie de su cama. Era una mujer, y en un primer momento pensó que era su madre. Edgar comenzó a hablar y la figura pareció desvanecerse.

      El niño saltó de la cama y corrió a la habitación de su madre. Su primer pensamiento fue que alguien estaba enfermo y lo necesitaba. Tanto su madre como su padre se encontraban profundamente dormidos y las bebés estaban tranquilas. Regresó a su cama, temblando, sin saber qué había visto pero atemorizado de todos modos.

      Mientras se encontraba acostado el resplandor regresó, y se hizo cada vez más brillante hasta que superó a la luz de la luna. De repente regresó la figura. Era una mujer, y en la espalda tenía sombras curvadas que se parecían a las alas de los ángeles en las imágenes bíblicas. Edgar trató de hablar pero tenía la boca seca, y se quedaba sin aliento por el miedo.

      La mujer sonrió: «No tengas miedo. Tus plegarias han sido escuchadas. Tendrás lo que deseas si sigues siendo fiel. Sé sincero contigo mismo. Ayuda a los enfermos y a los afligidos».

      La luz se desvaneció y la mujer desapareció. Edgar corrió hacia el patio exterior que se encontraba bañado por la luz de la luna y cayó de rodillas para agradecer la visión y la promesa.

      A la mañana siguiente, después del desayuno, llamó aparte a su madre y le contó lo que había sucedido.

      —Hijo, sabía que estabas llamado a realizar un gran trabajo —le dijo abrazándolo con alegría—. Siempre he sentido que Dios te había escogido para un propósito. Pero trata de estudiar tus lecciones con más ahínco para no disgustar a tu padre.

      Aquel día Edgar se encontraba tan maravillado por su visión que los libros y el tío Lucian bien podrían no haber existido. Para el resto de los estudiantes, el día estuvo condimentado por más choques que lo habitual, que tuvieron su clímax en una larga sesión de castigo después del horario de clases. Cuando finalmente Edgar obtuvo permiso para retirarse, el tío Lucian se dirigió con firmeza a la tienda para contarle al Juez lo sucedido.

      —Lamento decirlo, Leslie, pero cada vez me convenzo más de que ese hijo tuyo es sencillamente tonto. Una de dos: o no quiere aprender, o no puede. Hoy tenían que estudiar deletreo, y él estuvo sentado todo el tiempo con la mirada fija en la lección. Bueno, pensé que esta vez tendría las cosas bien claras, así que le pedí que deletreara la palabra «cabaña». Cabaña, una palabra tan sencilla. ¿Y sabes lo que hizo? ¡Se quedó sentado con la boca abierta y sin siquiera saber cómo comenzar!

      —Cabaña . . . ¡Cabaña! —murmuró el Juez asombrado.

      —Perdí la paciencia por completo —dijo Lucian—. Después de reprenderlo, hice que se quedara después de clases para escribir «cabaña» en la pizarra quinientas veces. Lo hizo sin quejarse, pero estoy seguro de que si le pidiera que deletreara esa palabra en este momento no podría hacerlo.

      —Mañana va a poder —dijo el Juez entre dientes, y añadió—: Lucian, hiciste lo correcto, pero te prometo que voy a hacerlo aún mejor.

      En la casa hubo una escena violenta. El Juez era un hombre orgulloso, y saber que su único varón era considerado como apenas mejor que un idiota lo hería profundamente. Arrojó a Edgar sobre una silla, y comenzó el entrenamiento.

      Una y otra vez el Juez deletreó las palabras de la lección.

      —Cabaña: C-a-b-a-ñ-a. Deletréala.

      —Cabaña —decía Edgar con gran seriedad—: C-a-b-a-ñ-a.

      Estudiaba

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