Edgar Cayce: Hombre de Milagros. Joseph Millard

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Edgar Cayce: Hombre de Milagros - Joseph Millard

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y el mal, y no toleraba desvíos.

      Carrie Cayce era exactamente lo opuesto: una mujer dulce y gentil, paciente y comprensiva, con un carácter que incluía notas de misticismo. Comprendía a su hijo como nadie. Lo animaba cuando se desalentaba y le indicaba el camino correcto cuando estaba confundido. Sin sus sabios consejos espirituales, tal vez los extraños poderes de Edgar Cayce nunca se hubieran desarrollado, o quizá se hubieran malgastado o convertido en fuerzas destructivas.

      Además de su madre, quienes mejor lo comprendían eran la abuela y el abuelo Cayce, con quienes se sentía muy cercano. La abuela se parecía a Carrie Cayce en muchas cosas. Ambas poseían la misma sensibilidad para detectar sentimientos e impresiones demasiado sutiles para la mente común.

      El abuelo era de esos hombres que más de uno considera extraño de cabo a rabo. Por un lado, era un zahorí de renombre en el condado. A menudo, los vecinos acudían a la granja y le preguntaban al abuelo dónde deberían excavar sus pozos para encontrar agua de buena calidad y de fácil acceso. A veces su nieto lo acompañaba en estas expediciones.

      Durante el camino, el abuelo se detenía y cortaba una horquilla delgada de hamamelis, «el arbusto adivino», y la deshojaba. Cuando llegaba al sitio donde alguien deseaba abrir un pozo, el abuelo cogía los dos extremos de la horquilla de hamamelis, la sostenía frente a su pecho y mantenía el garrón de la rama principal apuntando bien hacia el frente. Luego, mientras Edgar corría sin aliento a su lado y los hombres lo seguían de cerca, comenzaba a pasearse detenidamente sobre el área elegida.

      De repente exclamaba: «¡Momento, muchachos! Creo que empiezo a sentir algo».

      En ese momento comenzaba a moverse con más lentitud y cuidado, hasta que Edgar veía que la horquilla de hamamelis se estremecía y se sacudía hacia abajo. El abuelo indicaba excavar en ese lugar. Poco después, los hombres encontraban agua pura, abundante y cerca de la superficie.

      El abuelo podía hacer otras cosas aún más extrañas. Uno de los primeros recuerdos de Edgar era haber visto cómo el abuelo hacía que una mesa pesada se elevara en el aire, tras haber apenas rozado la tabla con los dedos. En otras ocasiones, se ponía de pie y clavaba la vista por un minuto en una escoba que estaba apoyada contra la pared. De repente, la escoba se enderezaba y comenzaba a danzar por toda la habitación sin que hubiera nadie cerca.

      Al ver estas cosas, el pequeño Edgar sentía a la vez fascinación y temor. «Abuelito, ¿cómo lo haces?», le decía. «¿Por qué pasa eso? ¿Me enseñas cómo hacerlo?».

      Y el abuelo le decía: «Muchacho, no tengo idea de dónde viene este poder, pero no hay que tomarlo a la ligera».

      El abuelo había hecho estos trucos en algunas fiestas cuando era más joven, pero poco a poco comenzó a tener más reservas hasta que en un momento determinado, cuando Edgar era muy pequeño, decidió no volver a hacerlo más: «No sé qué es ni de dónde viene, pero este poder es algo demasiado grande como para andar malgastándolo en vanas demostraciones. No sé porqué se me fue dada esta misteriosa habilidad, pero no volveré a burlarme de ella».

      El abuelo murió poco después de decir estas palabras, ante los ojitos atónitos de su pequeño nieto.

      Ocurrió en el mes de junio, después del cuarto cumpleaños del niño, cuando los dos habían salido a caballo para efectuar algunas tareas en el campo. El abuelo iba sentado en la montura de su gran caballo, con Edgar rebotando detrás de él, como solían cabalgar juntos. El niño hacía lo que podía para aferrarse al cinturón de su abuelo. En el regreso a casa, pasaron por un estanque profundo. El sol estaba bien alto, y los pantalones de Edgar se habían empapado con el sudor del animal.

      —Voy a dejar que el caballo beba un poco de agua en el estanque —dijo el abuelo—. Es mejor que te bajes y aguardes en la sombra. A veces el agua lo pone un poco nervioso.

      Edgar descendió del caballo y observó cómo, sin desmontar, el abuelo guiaba al cuadrúpedo hasta el agua limpia, más allá de las matas de totoras y los macizos de lirios. El caballo arqueó el cuello y comenzó a beber con avidez.

      De repente algo asustó al animal, una rana o una tortuga o tal vez su propio reflejo ondulante. El caballo se encabritó y entre furiosos relinchos alzó las patas delanteras por el aire. Sus cascos quebraron la superficie del estanque al descender con fuerza. Luego cambió de dirección y encaró embravecido hacia la orilla. Mientras tanto el abuelo se mantenía en la silla, tiraba de las riendas y le decía: «¡Tranquilo! ¡Quieto! ¡Quieto!».

      El caballo giró velozmente sobre las patas traseras y volvió a hundir los cascos en el estanque. Temblando de miedo, Edgar vio como el caballo tropezaba. Al detenerse en seco, se inclinó hacia delante con tal fuerza que la cincha se partió en dos. El abuelo y su montura fueron lanzados con fuerza por sobre el cuello del animal y cayeron al agua. Aún más aterrorizado, el caballo volvió a encabritarse e hizo impacto con sus cascos en el sitio exacto donde yacía el abuelo. Luego dio media vuelta y se alejó a galope con las riendas sueltas.

      Edgar corrió a la orilla del estanque y llamó al abuelo lo más fuerte que pudo. No hubo respuesta. Únicamente pudo ver que una masa informe sobresalía bajo la superficie ondulante y que el agua comenzaba a teñirse de rojo. Se dio cuenta de que algo andaba terriblemente mal. Comenzó a llorar y corrió a casa lo más rápido que pudo.

      A la mañana siguiente, vio a todos sus familiares que lloraban reunidos alrededor de un gran cajón en el vestíbulo. Le costaba comprender lo que le decían: que el abuelo había muerto. Para Edgar lo único que estaba claro era que el abuelo no iba a cumplir con la promesa de llevarlo a cazar en el otoño y dejarlo disparar con un arma verdadera por primera vez.

      Pasarían varios meses antes de que el abuelo volviera a la granja y le explicara por qué no había podido hacer lo prometido.

      Después del funeral, Leslie y su familia fueron a vivir con la abuela, ya que la casa era demasiado grande para ella sola. A Edgar le gustó el cambio porque con la abuela podía hablar de cosas que nadie salvo su madre entendía. El Juez se había hecho cargo de la tienda del cruce de rutas y Carrie Cayce se encontraba ocupada dándole a Edgar nuevas hermanas a intervalos mínimos. De todos modos, siempre encontraba tiempo para hablar con él y darle impulso a sus sueños.

      Edgar se estaba convirtiendo en un niño serio, flacucho e intenso que prefería acurrucarse en un rincón y escuchar las conversaciones de los hombres antes que corretear con los niños de su edad. Muchos comentaban que parecía más un anciano pequeño que un niño, y algunos miembros de su familia comenzaron a llamarlo «Viejo» en lugar de Edgar.

      El Juez realizaba valientes esfuerzos para hablar con su hijo, pero generalmente terminaba desconcertado por las cosas extrañas que el niño decía o preguntaba. Un día, después de esas sesiones de política y filosofía, le contó al grupo acerca de su hijo Edgar.

      —Ese niño pasa demasiado tiempo solo, soñando despierto e imaginando cosas —dijo el Juez preocupado—. Cualquier niño que pase demasiado tiempo en ese estado: tarde o temprano termina algo chiflado. Necesita compañeros de juego que le den una buena tunda y lo hagan salir de sí mismo.

      —Es evidente que no le gustan las canicas ni ningún otro juego —comentó un hombre—. Mis muchachos se la pasan gritando y metiéndose en problemas todo el día. El único momento en que se quedan quietos es cuando tu Edgar los reúne para contarles historias sobre lugares como Egipto y otras cosas que seguramente ha inventado. Lo he escuchado un par de veces y, válgame Dios, cuenta las cosas de un modo tan real que uno creería que ha estado ahí y las ha visto él mismo.

      —Sí, lo sé —asintió el Juez—. Y lo más

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