La Tercera Parca. Federico Betti
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Aunque podía trabajar siempre con el calendario que él mismo decidía, le resultaba, de todas formas, una pequeña fuente de estrés.
Desde hacía poco tiempo había conocido, aunque últimamente sólo hablaban por teléfono o no se encontraban nunca en persona, a esta persona que le había hecho algunos servicios, todos bastante sencillos, y que, para ser sinceros, pagaba incluso bien y puntualmente.
Cada vez que se ponía en contacto con él le daba un encargo, incluso bastante detallado, y sabía que en el transcurso de pocos días le pagaría.
Un día lo llamaba para darle un trabajo que hacer, él lo llevaba a término y el hombre le pagaba.
Además de eso, lo había ya recibido hacía poco, pero nunca dos veces consecutivas en la misma cuenta bancaria.
Pensándolo bien, entendía su necesidad de anonimato, porque él se encontraba en la misma situación... y también él poseía más de una cuenta bancaria, luego tarjetas de débito... en fin, lo fundamental eran dos cosas: que le pagasen y no ser rastreado.
Se habían conocido por casualidad en una fiesta de personas de una cierta clase social.
Él debía encontrarse con un cliente, así que le habían invitado, mientras que el otro estaba en el mismo lugar porque conocía a una de las personas presentes en la fiesta y se había colado de alguna manera.
Habían charlado mientras tomaban un cocktail y esta persona le había propuesto trabajar para él, explicando enseguida que serían encargos muy sencillos, no regulares y que deberían ser llevados a cabo sin dejar rastro.
Era la manera de trabajar que le gustaba más, por lo que se pusieron de acuerdo inmediatamente.
Por los motivos enunciados, volver a Italia sabiendo que debería trabajar para esta persona le dio al hombre la certeza de una ganancia asegurada, pero sabía también que ahora sería más complicado de lo habitual: a diferencia de todas las otras veces, este servicio contemplaba un objetivo que podría ser una molestia en el caso de que no consiguiese hacer todo de la manera correcta. Además, el objetivo en cuestión era de un nivel de dificultad superior respecto a los estándares de los últimos tiempos. Por esto, hablando por teléfono, había preferido poner en claro enseguida los aspectos relativos a la remuneración, precisando, obviamente, que se trataría de un precio más alto con respecto a las otras veces.
Y su cliente se lo tomó con calma.
III
La comprobación del material con respecto a Daniele Santopietro seguía adelante sin que Zamagni y Finocchi encontrasen nada aparentemente útil para comprender la conexión que podía haber entre este criminal y la Voz.
–¿Crees que podríamos hacer un trabajo cruzado? –propuso el agente Finocchi, llegados a un cierto punto.
–¿Qué quieres decir? –preguntó el inspector.
–Podríamos alternar este trabajo de oficina que ya estamos desenvolviendo con un trabajo más dinámico, por ejemplo hablando con personas que hayan conocido a Santopietro o que, de alguna manera, hayan tenido que ver con él –explicó Marco Finocchi –¿Todavía tenemos la dirección del piso en el que se encontraba Santopietro al comienzo de la investigación que llevó luego a su muerte?
–¿A la que fue Alice Dane? –preguntó Zamagni.
El agente asintió.
–Seguramente, sí –dijo el inspector –Estará escrito en el informe del caso.
–Perfecto. Por lo tanto en esa dirección puede haber alguien que todavía se acuerda de Santopietro y que sabría darnos alguna información útil.
–También podríamos intentar seguir ese camino, a pesar de que existe una probabilidad bastante baja de que lleguemos a algún sitio.
–Ahora ya somos expertos en la búsqueda de agujas en los pajares, ¿no?
El agente se refería a la investigación sobre Marco Mezzogori cuando, para buscar al culpable, habían ojeado los diarios del muchacho hemiplégico quedándose a trabajar incluso hasta bien entrada la noche.
–Es verdad –asintió Zamagni –pero primero debemos hablar con el capitán. Por lo menos deberá ser informado sobre esto.
–Entonces, vamos –lo exhortó Finocchi.
Dejando sobre el escritorio todas las cosas desordenadas Zamagni y el agente fueron a buscar al capitán para contarle su propuesta.
Se cruzaron con él en el pasillo que llevaba a su oficina y le dijeron que le querían hablar. Los tres continuaron hasta la oficina del capitán, luego Finocchi cerró la puerta a sus espaldas y el inspector explicó lo que habían pensado hacer.
–Cada camino puede ser bueno –dijo Luzzi después de que el inspector hubiera terminado de exponer su idea –pero recordemos que ahora ya nuestro objetivo es encontrar a la Voz y que cada recurso, temporal o de otro tipo, debe apuntar a este objetivo. Por el momento no tenemos nada que nos pueda llevar en una dirección o hacia otra, por lo tanto cada idea puede ser la correcta. Lo importante es no perder de visto nuestra meta final.
Zamagni y Finocchi asintieron.
–Mientras tanto, volved a revolver en aquellas cajas, ya iréis mañana a hablar con las otras personas que habitan en el edificio donde hemos encontrado a Santopietro la primera vez –respondió Luzzi –Allí podrá haber algo que nos pueda ayudar a encontrar una conexión entre Santopietro y la Voz. Si realmente los dos se conocían, deberemos hallar una pista.
–Haremos todo lo posible, como siempre –concluyó el agente Finocchi saliendo de la oficina y volviendo a cerrar la puerta a sus espaldas por segunda vez en poco tiempo.
Independientemente del material que recibirían en los días sucesivos, lo que ya tenían a su disposición parecía mucho pero, de todas formas, aunque seguían hurgando no encontraban nada aparentemente útil para su investigación.
Y los interrogantes aumentaban: ¿estaban realmente seguros de que aquellas indagaciones les llevarían a algún sitio o estarían perdiendo un tiempo valioso? ¿Qué podrían encontrar, en aquellas cajas, que tuviese, aunque fuese una mínima utilidad, para encontrar a la Voz?
Los efectos personales de Santopietro parecían ser sólo objetos que podrían haber pertenecido a cualquiera.
A continuación, a Zamagni le volvieron a la mente el libro rojo y el artilugio que, por el informe de Alice Dane, el criminal utilizaba para mantener atadas a sus víctimas.
–Deberemos preguntar al capitán para hacernos con estas dos cosas –dijo Finocchi, asintiendo en dirección al inspector.
Después de un par de horas de búsquedas infructuosas, los dos hicieron una última pausa para comer algo y exponer su petición al capitán.
Fueron al bar cercano a la comisaría para consumir velozmente un bocadillo, luego volvieron y encontraron a Giorgio Luzzi en su oficina.
Cuando Zamagni terminó de explicar su idea, el capitán consintió y aseguró que haría buscar el libro rojo en los archivos de la policía y añadió que para el artilugio al que se refería el