De la Oscuridad a la Luz. Marino Sr. Restrepo

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De la Oscuridad a la Luz - Marino Sr. Restrepo

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iba con los “salvadores del mundo”, no me preocupaba de nada. Cual sería la sorpresa que me llevé cuando me di cuenta que “mis salvadores” eran vistos como los más terribles criminales por su propia gente. Una mujer formalmente vestida y del mismo aspecto de las mujeres que conocí en la YMCA, donde me enseñaron inglés y amaban a Cristo, me llevó a solas a una oficina y me preguntó si alguno de estos jóvenes que estaban afuera me había ofrecido drogas alucinógenas como marihuana, LSD y no sé cuantas otras que yo nunca había oído mencionar. La miré y empecé a darme cuenta de cosas delicadas. Le dije: “No, nunca había oído nada de eso”. Ella me comentó: “Ellos son parte de la perdición y usted no debe irse con ellos a ningún lugar; le recomiendo que regrese a su casa y continúe su vida como si nunca los hubiera conocido”. Cuando salí de allí y los miré a todos ya se sabía que nos habíamos bajado de nuestra nube de cielo, para caer en una superficie hosca, que se llama realidad. Salí de allí de la mano de Dona y ninguno habló nada por mucho rato. Dos días después, quedé en un estado de soledad alarmante luego de dejarlos en el aeropuerto. Me dejaron el dinero que iban a gastar para pagar mi tiquete a Miami junto con suficiente marihuana como para encerrarme en un cuarto y escuchar música de los Beatles que Dona me regaló con su estéreo.

      No duró mucho mi soledad, pues dos días después me despertaron unos golpes en mi puerta y me encontré con otro par de ojos azules, aún más lindos que los de Dona. Esta nueva “misionera del amor” se llamaba Cindy. Conoció a Dona y a mis otros amigos en el aeropuerto de Miami, el día que ellos llegaron. Cindy iba para Perú a donde un amigo que había conocido en California, pero después de hablar con ellos cambió su tiquete y se vino para Bogotá a pasar un tiempo conmigo. Todo esto era como de otro mundo. Cindy me dijo que Dona le había recomendado muy especialmente que fuese muy amorosa conmigo que estaba muy solo. Inmediatamente continué una relación tan íntima con ella como si fuera la misma Dona y como había sido recomendado por ella todo parecía perfecto. ¿Cómo podría explicar esto a la gente que me conocía? Era imposible. Así como Dona fue la que me introdujo en la marihuana, Cindy llegó con algo aún más sorprendente. Primero me preguntó: “¿Has tomado un viaje alguna vez?”. La miré un poco sorprendido y le respondí: “Tan solo aquí dentro de Colombia”. Ella se rió a carcajadas por mucho rato y no me explicaba por qué. Después de un momento, sacó un libro grande sobre las ruinas de los incas. De dentro de éste extrajo unas páginas que estaban llenas de puntos redondos de diferentes colores: una página era naranja y la otra, púrpura. Me dijo: “Cada puntito que tú ves aquí contiene 400 microgramos de LSD y al tomarlo vas a viajar en la forma más increíble, pero con tu mente, sin tener que ir a ninguna parte. Yo he tomado cerca de diez viajes con mis amigos en California y la última vez vi que tenía que viajar a Suramérica, porque aquí está la magia, la energía del Amazonas, los secretos de los incas”. Y así me siguió dando una lección esotérica sobre toda mi región. Luego me dijo: “En dos días cumpliré 17 años y quiero celebrarlos con un viaje del punto púrpura, pero al lado del mar”. Yo le respondí: “El mar queda muy lejos de aquí y el tiquete vale mucho”. Ella aseguró: “No importa, yo te invito”.

      Vivía en una fantasía de nunca acabar y cada día me gustaba más. Al día siguiente, estábamos de viaje a Santa Marta, una ciudad en el mar Caribe de Colombia. En esa ciudad experimenté con ella los anunciados viajes de LSD, que me llevaron a una dimensión completamente nueva, a lo que pudiera llamar la apertura de las puertas de la percepción, las que no necesariamente administré bien y, aún más, no creo que sean administrables. La gran mayoría de mis amigos de esa época entraron por esas puertas y nunca pudieron regresar.

      Mientras tanto, sin percatarme mucho, pasaron un poco más de tres meses desde que di este salto al más allá con ese grupo de mensajeros sicodélicos. No me había afeitado mi barba de adolescente que no estaba del todo desarrollada y tampoco me había vuelto a cortar el pelo. Mi aspecto estaba transformado. Usaba la ropa de Cindy y algunas camisas y bluyines que me dejó Dona. Con razón los meseros creían que era un extranjero. Cindy alquiló un pequeño apartamento al norte de la ciudad de Bogotá, que para mí valía una fortuna, pero a ella no parecía importarle. Cindy era la hija de un famoso cardiólogo de San Francisco que la apoyaba en todo.

      El apartamento de Cindy se convirtió en el lugar central de una increíble actividad que nunca paraba. Ella me dejó encargado del tesoro que tenía a todo el mundo girando alrededor de nosotros, las dos famosas hojas de color púrpura y naranja. En pocas semanas, empezaron a aparecer más y más jóvenes estadounidenses, muchos escapándose del ejército y otros detrás de un rumor de que Colombia tenía la mejor marihuana. Lo más curioso era que nosotros nunca la encontrábamos. La primera marihuana que yo fumé la trajeron de los Estados Unidos, Dona y sus amigos. Poco a poco, fueron llegando los manuales para sembrarla, impresos en San Francisco por una compañía que se llamaba High Times. En poco tiempo, empezó a brotar la famosa marihuana de Colombia que no era más que un mito nacido en California porque fueron ellos los que la trajeron y los que enseñaron a cultivarla.

      Mi vida con Cindy empezó a tomar otro rumbo. Era mucha la gente que pasaba por nuestro apartamento y que se quedaba por días “viajando”. Todo esto empezó a mezclarnos de una forma que muy pronto terminamos en intensos encuentros amorosos con otros “ángeles sicodélicos”. Siempre fuimos como hermanos y esta aventura en su apartamento duró dos años, hasta que nos trasladamos a una pequeña finca en el campo, en las afueras de Bogotá, donde todo tomó una dimensión mística por el encuentro con los hongos alucinógenos de un lugar que se llama La Miel, a orillas de un río cristalino del mismo nombre y que era un paraíso de pescadores. Pero nosotros lo convertimos en un centro de actividades sicodélicas, que años después terminó en grandes tragedias. La primera vez que fuimos a esa región con mis amigos de Bogotá, nos quedamos algunos de nosotros por tres meses, comiendo hongos todos los días, con una Biblia debajo del brazo y hablando hasta con los árboles.

      Al regresar a Bogotá, muchos de nuestros compañeros fueron llevados a clínicas de reposo y algunos nunca regresaron a su normalidad. Los siquiatras eran totalmente ignorantes del fenómeno de las drogas alucinógenas y cometieron grandes errores con muchos de ellos a quienes prácticamente destruyeron con sus tratamientos erróneos. Los que permanecimos alejados no tuvimos problemas para recuperar el campo de realidad después de un período de tiempo. En el curso de dos años, mi pelo caía sobre mi espalda y mi barba, sobre mi pecho. Era 1970 y toda la explosión del rock and roll había invadido a Colombia. Cientos de jóvenes se fugaron de sus casas y se unieron a diferentes comunas y lugares en la ciudad, donde vivían juntos muchos de ellos. Se creó una calle en Bogotá que se llamaba la Sesenta y era un centro sicodélico explotado por ávidos comerciantes jóvenes, vestidos de hippie, como se llamaban todos. Las drogas, como la marihuana y el LSD, ya habían caído en manos de gente que las comercializaban únicamente por dinero, sin el espíritu de paz y amor que las propagó en un principio.

      Cindy salió de Colombia rumbo a San Francisco ese año y cayó en la adicción a la heroína que la llevó a una muerte por sobredosis al final del mismo año. La noticia de su muerte causó un gran dolor en mi corazón y empecé a preocuparme mucho, sobre todo por lo que me rodeaba. Varios de nuestros héroes del rock and roll habían muerto también de la misma forma, pero nadie parecía preocuparse. Cada día la actividad era más intensa en esa revolución de la juventud que ahora abarcaba todo el mundo.

      La siguiente etapa que fue la más peligrosa de todas, comenzó cuando otro grupo de estadounidenses llegó con el tarot, antiguos tratados esotéricos, prácticas del vudú y del candombeé, además toda clase de ramas del paganismo oriental con su hinduismo, budismo, sintoísmo, taoísmo y cientos de escuelas de yoga de los siete niveles.

      Todos los líderes del paganismo oriental o gurúes se lanzaron, en su hora de oro, a conquistar almas por todos los países del mundo occidental y Colombia fue uno de ellos. La metafísica ocultista, toda clase de magia y superstición fueron los reyes y guías que capturaron todo el espíritu de paz y amor de los años sesenta. Muchos de los amigos de esa época en Colombia

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