De la Oscuridad a la Luz. Marino Sr. Restrepo

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De la Oscuridad a la Luz - Marino Sr. Restrepo

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y discutir entre ellos, incluso escuché que esperarían un día más y si no me matarían. Gracias a Dios no fue así. Yo no tenía la mínima idea de qué se trataba todo esto. Día de por medio, subían y me daban algo de comer, lo cual, poco a poco, aprendí a aceptar. Mi vida en la cueva me convirtió en un murciélago más de la casa. Ya conocía la comunicación que mantenían los adultos con los jóvenes por medio de frecuencias muy intensas que ya reconocía y que a veces me producían grandes dolores de cabeza, por estar como en el centro de recepción de todo ese tráfico de señales. El excremento que llovía en el día, después de comer todo lo que traían los adultos al amanecer, era de un olor horrible y aumentaba la actividad de todos los bichos en el suelo, los cuales me incluían a mí en su recorrido como si fuera parte de su gran zona de alimentación. A veces sentía cuando inmensas delegaciones de bichos entraban desde la parte de afuera, seguramente para sacar el alimento para su grupo. Podía casi que entender todas las negociaciones que tomaban lugar para decidir el tipo de tamaño y presa que iban a transportar fuera de la cueva: pedazos de mi piel o gotas de mi sangre, entre ellas.

      Pasaron quince días en mi nueva residencia del terror y en la noche del día 15 de mi cautiverio sentí que arribó un inmenso tropel de gente, que en principio sonó como un galope de caballos, pero luego descubrí que habían llegado a pie.

      Me sacaron de la cueva, me desataron y quitaron la capucha de mi cabeza. Sentí un gran alivio y mi circulación, al estar desatado, empezó a llegar a lugares de mi cuerpo, por donde había corrido con escasez. Esto me causó grandes dolores y calambres. Estar fuera de esa cueva, desatado y sin capucha, fue como encontrarme en el cielo, aunque lo que me esperara pudiera ser un fusilamiento. Me encontré rodeado por unos ochenta hombres, todos vestidos con ropa militar camuflada. Con facilidad pude observar los suficientes detalles para darme cuenta de que no eran militares, más bien parecían el set de una película de Pancho Villa, sólo que esto era la vida real. No creo que tuviesen más de 18 años de edad. El único que parecía estar alrededor de los 30 años era el hombre que me empezó a hablar. Me dijo que él era el comandante, lo cual me sonó tan ridículo, tanto como si uno de los murciélagos se hubiera parado firmes frente a mí y me hubiese dicho que era el presidente de Colombia.

      Este hombre no me miraba a los ojos cuando hablaba y caminaba en círculo, como para que todos los que estuvieran allí escucharan con claridad cada palabra. Me explicó que yo estaba secuestrado y que los hombres que me habían llevado hasta allí me habían vendido a ellos. Se identificó con uno de los nombres que usan estas pandillas ahora.

      El caricaturesco comandante procedió a mostrarme una lista con los nombres de todas mis hermanas, con sus direcciones y teléfonos correctos. Me dijo que tendría que pagarle una suma de dinero increíblemente exagerada, que yo no tenía, pero de la que ellos insistían tener conocimiento que esa era una pequeña parte de mi inmensa riqueza. Además agregaron que los hombres que me vendieron habían exigido que después de que yo pagara esa suma debían matarme, pues no querían que fuera al pueblo a buscarlos. Después me enteré que esos hombres que me vendieron eran los miembros de una familia muy conocida en mi pueblo, que habían fracasado como narcotraficantes y ahora estaban pagando con secuestrados sus inmensas deudas. También me amenazó con empezar a matar una por una a mis hermanas si yo me negaba a pagarles lo que me exigían. No podría describir con palabras todo lo que pasó por mi mente durante este juicio absurdo en medio de esa oscura noche selvática. Las emociones, que cambiaban aceleradamente de la ira al miedo, del dolor a la angustia, de la venganza al valor, parecían no tener fin. Sentía la mirada de todos estos chacales desnutridos encima de mí como si no tuviese la suficiente carne para devorarme. Todas las cosas que decía el absurdo comandante eran celebradas a risotadas por el grupo de chacales. Después de un largo rato y de ofrecerme un trago de aguardiente que llevaba en una botella de refresco, ordenó que me ataran de nuevo, me encapucharan y me regresaran a la cueva, asegurando que volverían en uno o dos días a recogerme para trasladarme a otro lugar. Los seis hombres que me vendieron se fueron y un grupo de estos muchachos se quedó fuera de la cueva, prestando guardia. Todos los demás se marcharon.

      MI EXPERIENCA MÍSTICA, gracias a la visión y revelación de nuestro Señor

      Al caer en la cueva después de haber pasado algo más de una hora, comencé a vivir una realidad más cruda de la que había vivido durante los últimos quince días. Muy en el fondo de mi ser albergaba la esperanza de sobrevivir a esta horrenda experiencia; pero después del encuentro con los delincuentes ésta se desvaneció. Iba a enfrentarme a una situación en la que cometer un pequeño error causaría no sólo mi muerte sino también la de mis hermanas. Esto complicó mucho más mi estado, que ya era lo suficientemente macabro; no sólo era yo el que estaba en problemas, sino igualmente toda mi familia. A partir de ese momento debía cuidarme hasta de mi misma desesperación; era un hecho que mi sentencia de muerte me había sido dictada de la forma más dura y cruel; no cabía duda que me podía considerar un hombre muerto. Sólo que no sabía en qué momento ni en qué forma esta orden de asesinato iba a tener lugar.

      No hay palabras para describir el horror que viví en esos momentos. Toda mi vida, de repente, se derrumbó ante mí, y sólo podía contemplar las cenizas de lo que quedaba. No podía concebir, ni siquiera por un instante, lo absurdo que era estar en la selva de Colombia a no mucha distancia del pueblo que me vio nacer y del cual me había ido hacía 33 años. Toda mi vida glamorosa que acababa de dejar en Hollywood, todo mi recorrido por tantos lugares del mundo, tanta carrera por alcanzar tantas metas, tantas ambiciones, todo se había reducido a una pila de cenizas. Nada podía cambiar mi realidad de ese momento, por trascendental que hubiese sido la experiencia, ni siquiera el dinero podría solucionarlo porque después de pagar la suma que pedían me ejecutarían de todas maneras. Y no tenía ni la tercera parte de la suma que pedían.

      Una gran soledad embargaba todo mi ser; una inmensa desesperación cubría todo el universo que podía concebir a mi alrededor y dentro de mí. No podía expresar nada de este inmenso torbellino de dolor. Me encontraba amarrado, encapuchado e incapacitado para moverme, caminar o realizar cualquier otro tipo de movimiento que diera algo de aire a mi indescriptible pena. Mi angustiada alma buscaba apoyo, algo que me diera la fortaleza que con gran desesperación necesitaba. Todo ese inmenso recorrido de mi pasado, sobre todo espiritual que yo había considerado de gran sabiduría y a veces hasta de gran santidad, no venía a mi rescate. Ninguna de las innumerables fórmulas mágicas, tratados esotéricos, conocimientos metafísicos del ocultismo, mantras que en otras ocasiones parecían haberle dado paz a mi interior, cartas astrológicas que, escasos dos meses, atrás me presentaron un cuadro de grandes éxitos en mi vida, cristales traídos de muchos lugares del mundo, con el fin de proteger mi integridad física y espiritual, toda clase de misteriosos talismanes que me habían sido entregados en medio de grandes rituales inundados de misticismo, un número incontable de amuletos coleccionados en el transcurso de los años de los cuatro rincones de la tierra y cuanta posible presencia mágica pasó por mi vida, no podían ayudarme. Nada, absolutamente nada, vino a salvarme. ¿Dónde estaban los espíritus que por tantos años de espiritismo guiaron mi destino?

      Sin más opción que abandonarme completamente en las manos de lo que parecía ser el abismo interminable de mi viaje final, llegó el momento crucial de toda esta experiencia. Lejos de imaginarme que lo que empezaba a sucederme era un llamado, un encuentro con Dios, comencé a vislumbrar con una claridad asombrosa un momento de mi infancia, en el patio interior de la casa, en el pueblo donde nací. Recordemos que llevaba quince días con la cabeza tapada, en la más absoluta oscuridad. Lo único que tenía visibilidad era mi mente, a la que no podemos cerrarle los ojos interiores por mucho que tratemos. Estaba despierto, con plena conciencia del macabro cuarto infestado de murciélagos y los millones de bichos selváticos, pero verme con tan perfecta claridad en mi infancia me colmó de la más angustiosa desesperación.

      En este momento tenía 47 años de edad y no alcanzaba a explicarme cómo podía verme con tanta nitidez tantos años atrás. ¿Qué me estaba sucediendo?

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