De la Oscuridad a la Luz. Marino Sr. Restrepo

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De la Oscuridad a la Luz - Marino Sr. Restrepo

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25 de diciembre estaba en Anserma, el pueblo donde nací que queda a una hora de distancia de la ciudad donde vivían mis hermanas, y después de haber pasado un día de farra, cuando ya no tenía mucha vitalidad almacenada para más alcohol y baile, y en medio de un gran cansancio y mareo por toda la fiesta navideña de la noche anterior que se prolongó hasta la mañana, me trasladé a la finca de un tío a pasar la noche. Era media noche ya. Esta finca queda a la entrada sur del pueblo, casi en la zona urbana. Al llegar a la puerta la encontré cerrada, algo que me extrañó, pues generalmente cuando iba de visita al pueblo y anunciaba mi estadía en la finca, mi tío se aseguraba de dejar la puerta abierta para que no tuviese que bajar del auto a altas horas de la noche. Un sobrino me acompañaba y le pedí que se bajara para abrir la puerta. En el mismo instante en que él la abrió, saltó de la oscuridad un grupo de hombres armados con pistolas y su rostro encapuchado. En un segundo, lanzaron a mi sobrino a la parte de atrás de mi auto. Habían abierto todas las puertas y estos hombres andaban como perros hambrientos, saqueando cuanto encontraban. A mí me sacaron del auto, me ataron las manos, me encapucharon la cabeza y me quitaron todo lo que llevaba puesto. Parecía un atraco, algo muy común en Colombia. Pero después, la situación comenzó a tomar otro color porque los seis hombres se subieron a mi auto, me sentaron en la parte de atrás y salimos carretera abajo, a gran velocidad. Ya en las afueras del pueblo pararon y cuatro de ellos se bajaron conmigo y los otros dos continuaron en el vehículo con mi sobrino. Al quedar en esa carretera, sin oír ninguna explicación de lo que querían de mí, lo primero que pensé era que me iban a matar y lanzar en algún lugar del monte. Pero nada de esto sucedió. Procedieron a ponerme alrededor de la cintura una soga como las que se usan para el ganado y uno de ellos la sostenía adelante y otro atrás.

      Me condujeron por el monte durante toda la noche hasta el amanecer del 26 de diciembre. Llegamos a lo que parecía ser la casa de una finca, en algún lugar del campo y fui lanzado dentro de una habitación que sentía vacía por el eco que escuchaba. Allí fui dejado todo ese día sin que nadie regresara, hasta tarde en la noche cuando me sacaron y me llevaron a una carretera para arrojarme en la parte de atrás de un vehículo, en el cual viajamos por largo rato. Yo escuchaba que comentaban y decían que el Ejército y la Policía me andaban buscando y que por eso me tenían que internar más en el monte. Después de viajar por un buen rato a gran velocidad por una tortuosa y destapada carretera quedé bastante maltrecho, dado que me fue imposible evitar los golpes secos, algunos de los cuales hicieron sangrar partes de mi cuerpo. Salimos del auto y comenzamos a caminar durante muchas horas mas, por lo que podía presentir que era la selva, ya no eran los pajaritos urbanos los que se oían, sino serios sonidos que sólo se escuchan en la profundidad de una zona selvática. A pesar de haber nacido en un pueblo pequeño y haber vivido en contacto con el campo toda mi niñez, enfrentarme a la selva en la noche, amarrado y sin poder ver por dónde caminaba, era algo que tan sólo aumentaba el pánico en el que me encontraba con toda esta espantosa odisea que apenas comenzaba.

      La humedad de la selva hacía muy difícil respirar con esa capucha acrílica que cubría mi cabeza. La circulación de la sangre empezaba a sufrir y a tener dolorosos calambres en mis brazos y mi espalda. Todo el alcohol y abuso de los últimos tres días de farra me habían dejado sin una gota de energía y, a cada paso, creía que iba a caer fulminado por un ataque al corazón. Después de muchas horas o, mejor, de una eternidad, llegamos a un lugar donde me quitaron la capucha, para mostrarme en dónde me iban a esconder. Cada vez parecía que todo se complicaba más. El lugar que me mostraron no era exactamente el hotel Ritz Carlton. Era una casa que había sido abandonada, al parecer, hacía muchos años, pues estaba consumida por la selva y le salían ramas y maleza por lo que debieron ser puertas y ventanas. Se parecía más a una cueva. Me cubrieron la cabeza de nuevo y me subieron por un pequeño barranco, encima del cual estaba la casa o, mejor, la cueva. Me lanzaron adentro y se bajaron, me imaginé, a descansar en la parte de afuera. Al caer dentro de esta cueva, sentí un inmenso aleteo y me di cuenta que estaba plagada de murciélagos, por miles. El piso en que caí estaba podrido y cubierto de excremento.

      El descanso que tanto anhelaba lo había recibido en él más horroroso hotel de la selva que jamás había visto, ni siquiera en una película de terror. No sabía por cuál de todos los aspectos aterrarme más. El olor de esa cueva era la combinación de una horrible podredumbre de todas las dimensiones y una constante lluvia de excremento que aumentaba cuando yo hacía el menor movimiento. La amenaza de que en cualquier momento fuera a ser atacado por todos esos bichos, me traía a la memoria el horror de Los pájaros, película de Alfred Hitchcock. Mientras tanto, del excremento salían millones de bichos que empezaron a meterse dentro de mi ropa y a picarme de pies a cabeza. Cada uno me producía una sensación diferente de picazón. Unos parecían darme choques eléctricos, otros me generaban grandes inflamaciones en extensas áreas del cuerpo, algunos más me producían una rasquiña aguda. En fin, un montón de diferentes ataques y sensaciones, todos llenos de diferentes venenos. En muy poco tiempo estuve completamente cubierto de toda clase de picaduras e hinchazones. No podía rascarme porque estaba atado y mi cuerpo se empezaba a dormir por la falta de circulación en mis brazos. Tampoco podía moverme mucho porque alborotaba a los murciélagos. La situación no podía ser peor.

      Así pasaron los primeros días, sin que yo quisiera recibir la comida que me ofrecían una vez al día. Todo lo que yo deseaba con todas las fuerzas que me quedaban era morir y que esto terminara. Al tercer día, algo en mí me llenó de esperanza y pensé que, de pronto, si lograba convencerlos de que me tuvieran en la parte de afuera con ellos, podría escaparme en cualquier oportunidad que me ofrecieran. Llamé por un rato para que alguno subiera. Mi voz no tenía energía, y de sólo pensar en el estado de pánico en que entraban todos “los habitantes” de esa cueva al mínimo movimiento no hice mucho esfuerzo. Después de un rato, subió uno de ellos. No sé si lo decidió por sí mismo para ofrecerme algo de comer o si escuchó mi tenue voz. Me haló de los pies hacia fuera, algo que no habían hecho en los días anteriores, me quitó la capucha y me preguntó que si quería comer. Por un buen rato, no pude ver absolutamente nada. Además, me daba miedo enfrentarme a la luz, pues estaba completamente enceguecido por las tinieblas de esos tres días en la cueva. Después de un rato, me di cuenta de que era como el atardecer y con esa luz pálida del sol pude mirar hacia dentro de la cueva, para llevarme un susto aún más grande que en el que me encontraba. La cueva estaba cubierta de unas telarañas que según se veía pudieron haber sido tejidas hacía muchos años. Nunca había visto algo así; parecían cortinas del escenario más macabro que uno pudiera soñar. Por su superficie corría una baba verdusca y poco a poco me empecé a encontrar con las arañas más grandes y peludas que jamás había visto. Parecía que supieran que las estaba mirando, pues a medida que fijaba mis ojos en la que descubría, se quedaba estática. Vi cómo en el lugar donde estuve tirado esos tres días, al caer hice un inmenso roto, en una de esas telarañas.

      El criminal que me sacó fuera de la cueva me explicó que no había más comida porque yo debía haber sido recogido unos días atrás y estaban retrasados, por eso ya se habían acabado los alimentos. No me contó a quién esperaban ni qué estaban planeando hacer conmigo. No me atreví a preguntarle nada, había perdido la poca ilusión de escape que tenía y me daban ganas de salir corriendo, para que de una vez me fusilaran, pero ni para eso tenía alientos.

      Después de un rato, llegó otro de ellos con unos plátanos silvestres y en un tarro, que encontró seguramente abandonado en algún lugar, traía un agua sucia para darme de tomar. Me imagino que en otras circunstancias alguien que no hubiera comido ni bebido por varios días, inmediatamente habría aceptado esta propuesta alimenticia como si fuera el más grande banquete, pero yo había perdido toda mi fuerza y nada me interesaba. Al ver que no aceptaba la comida, me encapucharon de nuevo, me amarraron esta vez las manos hacia adelante, lo cual me dio una mejor circulación. Mis brazos estaban morados y creo que se dieron cuenta de que tenían que aflojarme las ataduras.

      La sensación que estos hombres me daban era como la de unos lobos hambrientos que habían cazado su presa para varias semanas y después de husmear en el monte por mucho rato encontraron

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