El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5). L. G. Castillo

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El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5) - L. G. Castillo

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y Resort Hu Beach.

      —Oye, ¿sabes qué? Te dejo mi coche para que lo pruebes. Te gustará. Pero asegúrate de darte una ducha antes de cogerlo. Los asientos son de un cuero especial.

      Ignorando el paseo en coche que Candy le proponía, Leilani se frotó el pecho. El dolor continuaba ahí. Siempre estaba ahí. Desde el mismo día en que se despertó en el hospital y vio el rostro de la tía Anela, un inmenso dolor se instaló en su pecho.

      Tiene gracia cómo las cosas que una vez odiaste de repente se convierten en las cosas que más deseas.

      Tras la muerte de sus padres, se encontró sentada sola en el puesto, deseando tener su antiguo trabajo. Deseaba que su madre saliera de la cocina bromeando sobre su corte de pelo y la fastidiara con el tema de las mesas. Deseaba que su padrastro apareciera barriendo el suelo y se acercara sigilosamente a su madre por detrás para agarrarla por la cintura y darle una vuelta en el aire. Deseaba poner los ojos en blanco cuando este besara a su madre intensamente y Sammy gritara "¡Eh! ¡Viejos!".

      «Los deseos son sueños que jamás se hacen realidad».

      Cogió una bayeta y secó enérgicamente el ya limpio mostrador, luchando contra el escozor de sus ojos.

      Fue una estúpida al pensar que podría sacar adelante el puesto de tacos con la ayuda de la tía Anela. La realidad le abofeteó en la cara cuando averiguó que su padrastro tenía una enorme hipoteca y una deuda espectacular. Además, la tía Anela vivía gracias a una ayuda estatal. Apenas tenían lo justo para mantenerse. ¿Y qué banco iba a hacer un préstamo a una chica de quince años?

      Sí, eso fue muy estúpido. Desear, soñar. Ya se había acabado toda esa tontería de niña pequeña.

      —¡Dios mío! —Candy se inclinó y le susurró—: Hablando de ser una chica afortunada. Kai te lleva a casa todas las noches.

      Kai estaba junto a la puerta de la cocina, vestido con su traje de la danza del fuego. Sus enormes bíceps exhibían su fuerza mientras se ajustaba el haku lei, un tocado hecho de hierba.

      Candy batió las pestañas tan deprisa que estuvieron a punto de despegarse.

      La verdad era que no podía culpar a Candy por babear por Kai. Un montón de chicas caían rendidas a sus pies cada vez que le veían, especialmente cuando llevaba el malo rojo, un pareo que dejaba al descubierto sus musculadas piernas.

      Era todo músculo y la verdad era que había trabajado muy duro para conseguirlo. Entrenaba todos los días en el jardín levantando pesas y haciendo flexiones con Sammy como entrenador personal.

      Se rió entre dientes al recordar como Sammy se subía en su espalda a contar, mientras Kai le levantaba por encima de la cabeza. Si no fuera sido porque Kai le pidió a Sammy que le ayudara con el entrenamiento, Sammy probablemente se habría quedado sentado en el salón viendo la tele sin ni siquiera prestar atención a lo que veía.

      —Te queda muy bien el traje nuevo. Sabía que lo haría. ¡Oh! ¡Me encanta el tatu! —Candy pasó los dedos con sus uñas rojas sobre el tribal que Kai llevaba tatuado en la parte superior del brazo.

      Él frunció el ceño. —Entonces, ¿esto fue idea tuya? ¿Pediste el tamaño microscópico o algo?

      —No seas tonto. Fue idea mía y tenía razón. Te queda fabuloso.

      Leilani puso los ojos en blanco. Si Candy le miraba boquiabierta un poco más, se le iban a salir los ojos de las órbitas.

      Mmm... Pensándolo bien. Tal vez podría pedirle a Kai que flexionara los músculos solo un poquito más.

      —Es demasiado pequeño y compacto. Apenas puedo moverme con esta cosa. —Dio un tirón del malo, sintiéndose todavía más incómodo.

      —Yo puedo ayudarte con los temas de vestuario cuando quieras.

      ¡Santo Cielo! Esa loca estaba ligando con él. Kai era el típico bailarín de fuego que tenía esa chispa de chico malo y atraía a Candy y a todas las chicas que estaban a un radio de quince kilómetros. Pero para Leilani solo era Chucky.

      —¿Qué te ocurre, Leilani? —preguntó Kai, ignorando a Candy.

      «Que voy a vomitar».

      —Nada. —Puso una sonrisa. A lo largo de los años había conseguido ser realmente buena a la hora de fingir sonrisas.

      —¡Oye, Candy! Tranquila. Puedo arreglármelas solo —dijo, separándole las manos de su malo antes de volver a dirigir su atención a Leilani—. ¿A qué hora termina tu turno? —le preguntó.

      —¡Bien! —Candy resolló mientras se dirigía hacia la cocina—. El espectáculo comienza en quince minutos, Leilani.

      —Vas a hacer que me despidan, Kai —dijo Leilani cuando Candy hubo desaparecido.

      —Ladra pero no muerde. No te preocupes. Yo te cubro. Entonces, ¿cuándo acaba tu turno?

      —Justo después del espectáculo.

      —Vale. ¿Me esperas en los aparcamientos?

      —Sí, claro. —Ella le hizo un gesto con la mano para que se fuera con los demás bailarines, que estaban haciendo un último ensayo. Cuando se fue, se quitó el delantal y lo arrojó sobre el mostrador.

      Sonrisas fingidas. Gracias fingidos. Todo fingido. Eso era su vida ahora.

      «Gracias por el trabajo, señor Hu. Gracias por derribar el puesto de tacos y cubrirlo con asfalto. Gracias por dejarme bailar hula con Candy todos los viernes y sábados por la noche».

      Recordaba que hubo un tiempo en el que bailar era lo único que quería hacer. Ahora tan solo era una forma rápida de ganar unos pavos extra. El día en que sus padres murieron fue el día en que su mundo se oscureció al igual que toda la magia que había en él.

      El vestuario era un lío entre las chicas y la laca. El aire estaba tan cargado que apenas se podía respirar.

      —¿Así que ahora Kai y tú sois pareja? —Candy se sentó frente al espejo mientras se ponía polvos bronceadores en su enorme escote.

      —¡No! Solo somos amigos. —Se sentó junto a Candy en la única silla que quedaba libre.

      —¿Ah, de verdad? Pensaba que erais pareja porque él solo queda contigo.

      Estupendo. Nunca iba a superar la vergüenza de haber permitido a Kai llevarla al baile graduación del instituto.

      —Solo fue una cita. —Leilani dio un tirón de la goma con la que tenía el pelo recogido. Al quitarla, pasó los dedos por su abundante melena, ahuecándola.

      —¡Ah! La cita por pena. Lo pillo.

      «Necesito este trabajo. Necesito este trabajo».

      En realidad, no podía enfadarse con Candy porque sí que fue una cita por pena. Desde que sus padres murieron, Kai hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudarles. Fue un hermano mayor para Sammy; les ayudaba con la casa

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