El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5). L. G. Castillo

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El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5) - L. G. Castillo

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lo que tú digas. Ahora mismo no puedo ni mirarte. Tengo que volver al trabajo. Sammy, te dije que me esperaras en la cocina.

      —Yo puedo quedarme con él —dijo Jeremy—. Así podremos ponernos al día.

      —¡Sí! —El rostro de Sammy se iluminó.

      —No. No volveremos a caer en sus redes.

      —Ay, vamos, Leilani. Por favor —suplicó Sammy.

      —Seguro que tiene mejores cosas que hacer. ¿Tal vez en otra isla?

      Leilani estaba muy molesta, y con toda la razón. Él sabía que tenía que irse de allí, pero no quería hacerlo; al menos no si ella estaba así. Estaba a punto de defenderse cuando alguien gritó y el sonido de los tambores empezó a sonar por los altavoces.

      El público gritó y chifló cuando cinco hombres vestidos con unos pareos cortos que les llegaban a mitad de los muslos corrieron rápidamente entre el público.

      Cuando subieron corriendo al escenario, uno que llevaba un tribal tatuado en la parte superior del brazo se colocó en el centro dando vueltas a un bastón de fuego. Se detuvo sosteniéndolo sobre su cabeza para a continuación llevárselo a la boca. Escupió un líquido y el fuego se expandió por encima de su cabeza. La audiencia rugía con deleite.

      —No te vayas todavía, Jeremy. Tienes que ver la danza del fuego de Kai. Yo le he ayudado con sus movimientos —dijo Sammy, orgulloso.

      «¿Ese es Kai?»

      Miró sorprendido al hombre que giraba dos bastones de fuego. Era casi tan grande como él. Giraba los bastones tan rápido que parecía un gran círculo de fuego.

      ¿Ese era el chico a quien Leilani llamaba Chucky? Ya no era ningún niño. Era un hombre.

      Los otros bailarines que estaban a su lado hicieron que las chicas del público gritaran todavía más. Parecían pequeños comparados con el cuerpo de Kai.

      Se movían a la vez mientras el fuego daba vueltas sobre sus cabezas, alrededor de sus cuerpos, y bajo sus piernas.

      —¿No es genial? —Los ojos de Sammy brillaron al contemplar a Kai.

      Echó un vistazo a Leilani, que de repente estaba muy callada, y se le paró el corazón.

      A ella también le brillaban los ojos.

      Obligó a su corazón a latir de nuevo. Eso era lo que él quería. Así era como debía ser. No quería que estuvieran solos. Ahora tenían a Kai.

      Debería estar feliz por ellos. De hecho, debería irse y dejarles vivir sus vidas.

      Pero, ¿por qué no era capaz de hacer que sus pies se movieran?

      ¿Y por qué no podía apartar la vista de Leilani?

      4

      Naomi se encontraba sentada en uno de los grandes ventanales de la habitación con las piernas colgando hacia el exterior cuando una lágrima rodó por su mejilla.

      «¿Por qué, Welita? ¿Por qué me has abandonado?»

      Se produjo un leve repiqueteo en el suelo, y a continuación algo húmedo le dio unos empujoncitos en el codo.

      —Hola, Bear —le saludó con voz ronca.

      Mirase adónde mirase, siempre veía algo que le recordaba a Welita. Si veía una flor, lloraba porque recordaba lo mucho que le gustaba a Welita trabajar en su jardín. Tampoco podía cocinar porque todo lo que sabía hacer se lo había enseñado ella. Y apenas era capaz de mirar a la pequeña chihuahua sin venirse abajo.

      Bear lloriqueó mientras le daba con la patita en el regazo a Naomi.

      —Estoy bien, de verdad. —Cogió a Bear en brazos y la puso sobre su regazo. Bear estaba preocupada. Pobrecita. Había olvidado lo sensible que era la pequeña.

      Bear inclinó hacia un lado su diminuta cabecita, mientras sus húmedos ojitos negros la miraban y parpadeaban.

      —¿No me crees?

      Bear ladró.

      —No puedo esconderte nada, ¿verdad? —suspiró—. Welita se ha ido. ¿Puedes sentirlo?

      Lloriqueó de nuevo y escondió la cabeza en el regazo de Naomi.

      —¿Los animales lo saben?

      —Sí, así es. —La voz de Lash se manifestó detrás de ella—. Bueno, al menos Bear lo sabe con toda seguridad. Lleva de bajón desde que regresamos. Ayer ni siquiera gruñó cuando Gabrielle la acarició.

      Se secó las lágrimas rápidamente. No podía dejar que Lash la viera llorando otra vez. Estaba segura de que verla así le estaba destrozando.

      —¿Gabrielle estuvo aquí? No la oí.

      —Llevas un tiempo ausente. —Se sentó junto a ella y la rodeó con el brazo.

      Cuando no estaba llorando, estaba deambulando como un zombi. Lash y Rachel se fueron turnando para asegurarse de que al menos comía algo.

      —Sé que necesito pasar página. Pero es que me resulta muy difícil hacerlo. No quiero olvidarla.

      Él le dio un beso en la parte superior de la cabeza. —Nunca la olvidaremos. Ella siempre estará con nosotros.

      —Sé que tienes razón. Ojalá pudiera hacer que mi corazón también lo creyera.

      —Puedes hacerlo. Sé que puedes. Welita querría que fueras feliz.

      Él tenía razón. Ella aún podía escuchar a Welita diciendo: "Ay, mijita, la vida es muy valiosa. No descuides a aquellos que te aman".

      Tenía que esforzarse un poco más.

      —Bueno, ¿y qué quería Gabrielle?

      —Ella solo, esto..., se vino a cerciorarse de que estabas bien.

      Ella levantó la cabeza y miró sus dulces ojos color miel. Había algo que no le estaba contando.

      —¿Y?

      —¿Y qué? —Cogió un mechón de pelo que se le había soltado y se lo pilló detrás de la oreja.

      —Lash, no hay secretos entre nosotros, ¿recuerdas?

      —Lo sé. Lo sé. Es solo que...

      —¿Qué?

      —Pues que quería contarme dónde se encontraba Jeremy y cómo le iba.

      Se puso tensa. Por un lado, no quería oír hablar de Jeremy, pero por otro, sí.

      Estaba muy confundida. Ella fue quien quiso que se fuera. Quiso que su rostro, el recordatorio de la muerte de Welita, saliera de su vida.

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