El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5). L. G. Castillo

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El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5) - L. G. Castillo

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bolsillo de su vestido de andar por casa mientras le daba una palmadita a Kai en la mejilla.

      Sospechaba que la tía Anela y Kai planearon juntos lo del baile de graduación, pese a que era la última cosa que le apetecía hacer. Kai se lo pidió en la cena, delante de su tía. Le resultó muy difícil negarse especialmente después de que su tía dijera que sí por ella e inmediatamente fuera a su habitación y apareciera con un vestido que le había comprado para la ocasión.

      Sí, fue totalmente premeditado.

      —¿Sabes si se está viendo con alguien?

      —No que yo sepa. Si estás tan interesada en él, deberías invitarle a salir.

      —Mmm..., puede que lo haga. —Candy miró su reflejo pensativamente durante un momento—. Date prisa y ponte la falda. No llegues tarde como la última vez. ¡Oh! —Cogió un labial del mostrador y se lo lanzó a Leilani—. Ponte esto. Esa baratija que llevas no te queda nada bien. Tenemos que dar buena imagen. Necesitamos mantener el sitio lleno, ya sabes. ¿Has visto a las chicas del nuevo resort que hay al otro lado de la isla? Están buenísimas.

      El ojo de Leilani volvió a temblar otra vez. «Necesito este trabajo. Necesito este trabajo».

      Candy quitó el vestidor provisional justo antes de que Leilani pudiera lanzarla al suelo.

      «¡Increíble! Las cosas que hay que hacer para pagar las facturas». Se pintó los labios y se miró fijamente en el espejo.

      ¡Maldita sea! Candy tenía razón. Ese color no le sentaba nada bien.

      Tiró el labial sobre la mesa, se sacó los zapatos, se puso el traje y caminó hacia el escenario sin hacer ruido.

      Echó un vistazo al público. Todas las mesas de la terraza cubierta estaban llenas. Eso pondría muy contento al señor Hu.

      Algunos de los ayudantes de camarero estaban ocupados encendiendo las antorchas que rodeaban la parte exterior del perímetro. El público hacía ruido entusiasmado mientras algunas chicas del hula se mezclaban con los invitados.

      Odiaba esa parte del trabajo. Se sentía como si fuera un florero para los turistas. Estaba a punto de unirse a ellas cuando una extraña sensación se apoderó de ella.

      Algo iba mal.

      «¡Sammy! ¿Dónde está Sammy?»

      Examinó al público, inquieta.

      Entonces dejó escapar un suspiro al verle sentado en la mesa donde le había dejado.

      Pobre niño. Parecía estar aburrido. Estaba retrepado hacia atrás contra la silla con los pies apoyados sobre la mesa mientras leía un libro de cómics. Estaba acostumbrado a esperarla hasta que acabara su turno, ya que había veces que la tía Anela no se sentía bien para cuidar de él. Él nunca se quejaba.

      Sin embargo, la sensación de ansiedad no desapareció. De hecho, se iba haciendo cada vez más fuerte.

      Miró entre el público, preguntándose qué había diferente. Cerca del escenario había cinco mesas llenas con lo que parecían ser chicos de una hermandad que llevaban camisetas con letras griegas. Como no, Candy estaba en una de las mesas escribiéndoles su número de teléfono en una servilleta.

      El corazón de Leilani latía con fuerza. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Ella nunca se ponía nerviosa.

      Empezó a sonar la música de fondo. Era la señal de que el espectáculo de hula estaba a punto de comenzar. Su corazón latió aún más deprisa cuando Candy y las otras chicas subieron al escenario y se colocaron cada una en su lugar.

      —¿Te encuentras bien, Leilani? —preguntó una de ellas.

      Ella asintió con la cabeza mientras miraba fijamente al fondo de la terraza cubierta. Justo detrás de un par de antorchas, vio una sombra.

      Entornó los ojos, tratando de ver quién era. El fuego danzaba bloqueándole la vista, como si le estuviera tomando el pelo. La silueta se movió y ella dio un respingo hacia atrás conforme los recuerdos se le venían a la cabeza.

      El chirrido de los neumáticos. Los gritos de Sammy. El todocaminos girando y quedándose del revés. El crujido del metal. Los cristales rotos. El fuego abrasador. Y entonces... él.

      Un cabello dorado surgió entre el humo. Un fuego abrasador con la forma de las alas de un ángel dio paso a su perfecto y esculpido cuerpo. Sus ojos zafiro le miraban con ternura.

      «¡No! Ahora no».

      Se presionó los ojos con las palmas de las manos, tratando de mandar todos esos recuerdos a donde debían estar: en lo más profundo de su mente, enterrados.

      Era el mismo sueño que había tenido cada noche desde que ocurrió el accidente. Le había llevado meses para que desapareciera.

      No sabía por qué soñaba con Jeremy. El tonto del culo ni siquiera se molestó en ir a ver si estaban bien. Simplemente se fue sin decir una sola palabra.

      Tanto ella como Sammy estaban mejor sin él de todos modos. Era una tontería pensar que el Chico dorado se había preocupado por ellos alguna vez. No era más que otro estúpido haole.

      La música comenzó a sonar más alto, así que arrancó la mirada de la silueta que había detrás del fuego. Probablemente era otro estúpido turista con un cuerpo similar al suyo. No tenía tiempo para detenerse a pensar en el pasado.

      Esta era su vida ahora.

      2

      Jeremy miraba fijamente hacia donde se encontraban los aparcamientos. ¿Estaba en el lugar equivocado?

      Retrocedió hasta la playa. Estaba seguro de que se trataba del mismo camino. Pero en el momento en que salía del espeso follaje, sus pies caminaban sobre un negro asfalto en vez de encontrarse con la puerta del puesto de tacos.

      Frunció el ceño.

      Ya no estaba allí. Ni rastro. ¿Es que ya no quedaba nada para él? El único lugar en el que sabía que podía encontrar la paz, un lugar donde olvidar que era un arcángel, ahora se había convertido en un aparcamiento lleno de todocaminos y coches deportivos como el rosa chillón que había cerca de la puerta del restaurante.

      ¿Qué iba a hacer ahora? Había estado vagando sin rumbo por Texas y Nuevo México sin saber por qué. Cada lugar le recordaba la fría mirada de Naomi cuando se fue.

      Cuando se encontró volando hacia Nevada, escuchó la voz de Gabrielle susurrándole en la cabeza, advirtiéndole. De modo que se fue al único lugar donde se sentía como en casa: Kauai.

      Soplaba una brisa que hacía que el olor de la comida se dispersara en el aire. Su estómago rugió de hambre. Había prometido quedarse en la isla manteniendo su forma humana. No quería tener nada que ver con ser un ángel. Pero eso también significaba tener que alimentarse constantemente.

      Se le encogió el corazón al recordar los regordetes mofletes de Sammy, así como su sonrisa cuando se chupaba los dedos mientras se comía su taco de carne misteriosa.

      Ahora

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