El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5). L. G. Castillo

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El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5) - L. G. Castillo

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escapar un suspiro de frustración mientras se pasaba la mano por su cabello despeinado por el viento.

      Claro que sabía por qué. Quería ver cómo estaban Sammy y Leilani. Quería asegurarse de que ambos se encontraban bien.

      Fue una estupidez pensar que el puesto seguiría allí. Claro que no estaría. ¿Quién se habría encargado del local tras la muerte de Lani y Samuel? Sammy y Leilani eran tan solo unos niños.

      Su estómago rugió nuevamente.

      «Vale, de acuerdo. Es hora de cenar». Se dio unas palmaditas en el estómago y se dirigió hacia el restaurante.

      Cuando se aproximaba a la entrada, soltó una carcajada al ver el enorme cartel que había en la pared justo al lado de la puerta de dos hojas.

      Al lado de las palabras "Restaurante Candy" había una caricatura de Candy Hu con un traje de hula y un bocadillo que decía: "¡HUestra comida te encantará!".

      Esperaba que Leilani no supiera nada sobre este lugar. Tal vez tuvieron suerte y su tía se los llevó a vivir a otro lugar. Ver esto la habría matado.

      —¡Aloha! ¡Bienvenido al restaurante Candy! —Una recepcionista con un top de bikini y pareo le dio la bienvenida acercándose a él apresuradamente—. Puede esperar al resto de su grupo en el bar, si lo desea.

      —Soy solo yo.

      —¡Vaya! ¿En serio? —Se pasó los dedos por la cuerda del top.

      —Sí.

      —Bien, sígame entonces. —Le guiñó un ojo antes de girarse y dirigirse al restaurante—. Le llevaré hasta la mejor mesa. Está justo frente al escenario. Esta noche tenemos un espectáculo de hula. Le encantará —dijo conduciéndole hasta la terraza cubierta.

      —Espere. Si no le importa, preferiría algo más privado. ¿Qué tal la mesa que hay al fondo?

      Su rostro resplandecía mientras batía las pestañas. —Por supuesto.

      «Maldita sea». Probablemente la chica pensó que él quería estar a solas con ella.

      Tuvo que hacer algunas maniobras y fingir que estaba muy centrado en la carta de menús hasta que finalmente la chica captó la indirecta y le dejó a solas. Afortunadamente, el camarero fue eficiente y le trajo la comida rápidamente.

      Dio un bocado a su hamburguesa. Estaba buena, pero no tanto como lo estaban las hamburguesas que hacía la madre de Sammy.

      Sus ojos examinaron al público. El lugar estaba lleno de familias, en su mayoría turistas. Todos sonreían y parecían pasarlo bien. Él era el único que estaba sentado solo y por alguna razón eso le molestaba.

      Dio otro bocado a su comida. Bien, ahora tenía que acostumbrarse a estar solo. De ninguna manera iba a regresar a casa.

      Casi se ahoga al escuchar una risita aguda que le resultó familiar.

      «¿Candy está aquí?»

      Se puso de pie y vio a Candy Hu hablando con un grupo de chicos que estaban cerca del escenario. Claro que estaba allí, el restaurante llevaba su nombre. Se fijó en el ajustado top de bikini que llevaba, que apenas le cubría.

      Bien, parecía que había crecido.

      Su corazón latió más deprisa. Si Candy estaba allí, tal vez, y solo tal vez...

      Alejándose de su mesa, examinó toda la zona cuidadosamente, esta vez buscando el pelo de punta y los ojos marrones de Leilani.

      La música sonó por los altavoces que había cerca de su mesa. Candy chilló y salió corriendo hacia el escenario. La música cambió y una voz comenzó a cantar. Candy bailaba en el escenario seguida de un grupo de chicas. Todas iban vestidas de forma similar, con un pareo rojo y una flor blanca pillada detrás de la oreja. El fluido movimiento de sus brazos y el balanceo de sus caderas era hipnótico.

      Leilani debería haber estado allí. Debería haber sido una de las que estaban en el centro del escenario.

      —¡Sí, nena! —gritó uno de los chicos de la mesa de delante.

      Pensándolo bien...

      Jeremy frunció el ceño al ver la mesa de chicos con los que Candy había estado flirteando. Se sintió mal por las chicas. Esos imbéciles cargados de testosterona no apreciaban la belleza de su danza. La música, la luz, el movimiento... era algo angelical.

      Tragó saliva con dificultad, tratando de quitarse el nudo de la garganta. Parecían ángeles y sus brazos eran las alas. Eran muy elegantes; sus brazos ascendían y descendían de tal forma que parecía que estaban danzando en el aire, especialmente una de las chicas que se encontraba al fondo.

      «¡La conozco!» Dio un paso adelante, manteniendo la mirada fija sobre la joven.

      No podía ser ella.

      ¿O sí?

      Se quedó petrificado junto a un par de antorchas mientras la voz cantaba sobre el amor de Kalua. El torso de la joven se balanceaba con las delicadas ondas de sus brazos, imitando las olas del océano. Una oscura y abundante melena, brillante como la seda negra, caía sobre su hombro. Sus labios rubí estaban ligeramente abiertos, como si estuvieran listos para ser besados. Estaba perdida en la música y sus ojos miraban hacia abajo como si estuviera perdida en un sueño.

      Se frotó los ojos, pese a que sabía perfectamente bien que su vista celestial no le engañaría. Podía ver cada una de sus pestañas oscuras, cada curva de sus sensuales labios, y cada poro de su piel en su hermoso rostro.

      Esperó conteniendo la respiración hasta que la joven levantó la cabeza. Sus largas pestañas se elevaron y sus enternecedores ojos marrones miraron a la audiencia.

      «Leilani».

      Lo había conseguido. Estaba haciendo lo que siempre quiso hacer. Estaba bailando.

      Se quedó fascinado. Incluso cuando se movía hacia atrás, dejando a Candy colocarse en el centro del escenario, no podía apartar los ojos de Leilani. Algo en su interior se removió.

      «No. Eso no».

      Inmediatamente, dio un paso atrás, tratando de sacarse esos sentimientos de mierda que se estaban propagando por todo su ser.

      Estaba solo. Sí, eso era lo que estaba sintiendo. Leilani era una buena amiga, así como lo era Sammy. Solo estaba allí para asegurarse de que ambos estaban bien. Ahora podía irse. Leilani jamás permitiría que le ocurriera algo a su hermano pequeño.

      La música paró, y el público rugió con aplausos.

      Se había terminado. Ya había llegado el momento de marcharse de allí. No había ninguna razón por la que quedarse. Ya había visto lo que necesitaba ver.

      Se dio media vuelta, listo para abrirse camino hacia el otro lado de la isla, cuando un niño desgarbado de ojos azules y manchas de chocolate en las comisuras de los labios le bloqueó el paso.

      —¿Jeremy?

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