¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу ¿Sientes Mi Corazón? - Andrea Calo' страница 11

¿Sientes Mi Corazón? - Andrea Calo'

Скачать книгу

quedaré en un hotel. Estoy de paso, me quedaré solo unos pocos días —respondí orgullosa de haberme dirigido, por primera vez, hacia el camino correcto, de haber elegido yo misma qué hacer; era una sensación nueva para mí, increíblemente poderosa, fantástica, un alud de energía.

      –Ah, comprendo. Por pocos días. ¡Bien, entonces puedes venir a quedarte conmigo, en mi casa!

      –¡No, de ninguna manera! No quiero ser un estorbo para nadie. Te agradezco la oferta, pero, realmente, no puedo aceptarla, lo siento.

      –¡Ningún estorbo, Mel! ¡Nosotros, los de Ohio, somos así! ¡Ojo con rechazar nuestra hospitalidad!

      –Nosotros, los de West Virginia, en cambio, somos un poco diferentes.

      –¡De West Virginia! ¿Vienes de allí? ¿De qué ciudad?

      Mi vida, a estas alturas, se había vuelto de dominio público. Hasta el anciano había apartado su periódico para ver la cara de aquella prófuga que estaba llenando con sus palabras el aire de ese espacio angosto. Sin defensas, vomité también aquello. Luego, ella agregó:

      –¡Qué cool!

      –¿Qué significa “cool”?

      –Significa ‘estupendo’, ‘fantástico’. Pero, disculpa, ¿de qué planeta eres? ¿No has escuchado nunca esta palabra?

      Le mentí diciéndole que la había escuchado, pero que nunca la había incorporado a mi diccionario, por lo tanto, no estaba interesada en su verdadero significado. En realidad, conocía muy bien el significado de aquella palabra usada, principalmente, por los adolescentes; lo que no comprendía era qué encontraba ella de cool en lo que yo estaba diciendo. ¿Por qué aquella muchacha lograba encontrar las cosas buenas o bonitas en las cosas, lugares o situaciones que yo siempre había odiado? Comencé a pensar que, tal vez, quedarme un tiempo con ella podría hacerme bien. Quizás podría aprender a vivir un poco, robando lecciones de vida gratuitas de una muchacha más joven que yo, al igual que un parásito social. Acaso ella realmente sabía cómo vivir en el mundo, en este mundo del que ambas formábamos parte con nuestras innumerables diferencias.

      –Y tú, ¿dónde vives? —le pregunté.

      –A orillas del lago Erie. Es un lugar muy bonito, sobre todo a la noche, cuando los sonidos de la ciudad disminuyen y sientes solo aquellos provenientes del lago. Mi casa mira hacia el lago y, desde el jardín, puedes disfrutar de espléndidos y muy coloridos atardeceres. Te gustará, ya verás. Y, además, vivo sola, asique no habrá nadie que nos moleste —concluyó con una sonrisa maliciosa que había visto en algunas quinceañeras víctimas de sus primeros sobresaltos hormonales.

      Le sonreí y, de ese modo, le confirmé que aceptaba su invitación. Le devolvería el favor de alguna manera, dividiría con ella los gastos para la comida y el alojamiento, trabajaría, etcétera. En ese momento, pensé que sería una permanencia breve y que, en el interín, buscaría un lugar para mí. Además, en caso de ser necesario, podría encontrarme con mi amiga cada vez que quisiera. ¡Mi amiga! Parecía algo muy raro de decir y casi surrealista de sentir. Pero me equivocaba, ya que, en esa casa del lago Erie, pasé buena parte de mi vida.

      En un solo día había logrado poseer dos cosas completamente mías: una amiga y una vida. Y todo esto, por mérito o culpa de Cindy, de esa descarada presencia suya que había logrado demoler todas mis barreras, así como cualquier deseo de aislamiento. De su molesta presencia que ahora me daba seguridad, como el amor de una madre o el abrazo de la hermana que nunca había tenido. De su modo violento para entrar en mi vida con sus palabras, con su mirada, con toda su energía y con su goma de mascar. Le pregunté si tenía un chicle para mí y me lo ofreció. Era la primera vez en mi vida que mascaba uno. Sabía a frutillas.

      4

      Cuando dejé mi trabajo de enfermera, después de ocho años de actividad, mis colegas me organizaron una fiesta sorpresa. También participaron los médicos, por turnos, para no dejar sin atención al servicio de asistencia a los enfermos internados en el hospital. Duró aproximadamente una hora, sesenta minutos de estruendo y alegría que otros vivían en mi lugar. Me habían despertado de un letargo, metiéndome, por primera vez, en el centro de un círculo, volviendo aún más complicada mi partida. Con los años, había comprendido que cuando los otros te organizan una fiesta es porque, al fin de cuentas, sienten algo de afecto por ti. Ellos lo llaman amistad.

      Había comprendido, entonces, que la amistad es ese sentimiento primitivo que se siente hacia otra persona con la cual se comparte algo, una suerte de relación humana. De manera que, tal vez, había tenido alguna amistad en mi juventud, pero yo era demasiado reacia para darme cuenta. O quizás no, tal vez se trataba solo de una relación de convivencia, de recíproca aceptación y tolerancia que no iba más allá de un simple saludo o de una hora de juego compartida. Si un amigo es aquel que te escucha y que se preocupa por ti, que comparte todas tus alegrías y temores, entonces, ese amigo había sido mi peluche, ese que me había defendido, todo lo que pudo, del mismo ogro que me lo había regalado. Mi padre, el ogro, me había obsequiado mi única arma de defensa, para que pudiera defenderme de él. Me había brindado una amistad de tela y pelo sintético, pues nunca hubiera estado a la altura de darme algo más. También Ryan fue mi amigo, el dulce muchacho que había conseguido provocarme una emoción, a pesar de desconocer su significado.

      Cortaron una torta decorada que llevaba escrito con un hilo de chocolate negro mi nombre y un deseo para mi futuro. Pero ¿qué futuro? Y, sobre todo, ¿el futuro de quién? Sirvieron bebidas sin alcohol en vasos de plástico, hacían ruido como locos borrachos y desenfrenados ante la verbena del pescado del pueblo. Por un instante, mi mente volvió a las noches de llanto, cuando mi padre entraba en casa y desahogaba su ira sobre el cuerpo de mi madre que lo esperaba sobre la cama, resignada y lista para aceptar, una vez más, y no la última, su destino. «Bienaventurado el que sufre, porque podrá ver el reino de los cielos», escuchaba decir en el sermón de la iglesia. Y ella sonreía al escuchar esas palabras, aceptaba su vida tal como le había sido entregada y se sentía aliviada por el hecho de creer que cada golpe, bofetada o patada, cada abuso sufrido, la acercaba un poco más a las puertas de ese paraíso tan bonito descrito por los hombres. En ese paraíso, los ogros jamás entrarían.

      Alguien se percató de mí; en medio de ese alboroto, notaron una lágrima furtiva que se escapaba de mis párpados y se deslizaba siguiendo el perfil de mi rostro. Me dijeron: «¡Qué bonito es verte conmovida por la fiesta! Siempre has sido tan dulce, nos harás falta. ¿Lo sabes?». Una vez más, no había sido comprendida, no me conocían en absoluto, no compartíamos nada. Por lo tanto, no podíamos considerarnos “amigos”. Ese sentimiento tan importante no tenía ningún valor para nosotros. El hospital se había transformado en un burdel. El jaleo y los gritos me hicieron pensar que, tal vez, esa gente estaba más contenta que triste por mi partida, por mi elección de quitarme del medio por propia voluntad. Era un ser incómodo para todos, muy distinto y, por lo tanto, anormal. Algunos habían formado un trencito, entonando melodías carentes de sentido y musicalidad para mí, cada uno con los brazos extendidos y las manos apoyadas sobre los hombros del que estaba adelante; el “jefe del tren” llevaba un cono dado vuelta sobre la cabeza. Parecía un helado caído por tierra. Sonreí sin un motivo aparente. Sobre el cono, una hábil mano había escrito con bonita caligrafía: «¡No te olvidaremos nunca, Melanie!». Yo, por un instante, les creí.

      Al finalizar la fiesta, cuando los locos volvieron a encerrarse en sus celdas para purgar la convalecencia de sus enfermedades, vi ese cono de cartón, todo arrugado, en el cesto de la basura. Pude ver solo mi nombre entre las arrugas, manchado con mantequilla de maní. Sonreí, lloré, no recuerdo bien. Tiré encima otros desechos de la fiesta hasta cubrir por completo mi nombre, eliminando cualquier rastro de él. Admiré mi obra, suspiré satisfecha

Скачать книгу