¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'

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¿Sientes Mi Corazón? - Andrea Calo'

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una amenaza que como una invitación amigable dictada por un verdadero interés hacia mí. La tiré junto al resto de los papeles usados, porque ese era su lugar, así quedaba completo el cesto de la basura y, una vez cerrado, comencé a olvidar. Olvidar, como todos ellos me olvidarían a mí, de un momento a otro. De existir, nos encontraríamos en el paraíso; asumiendo que el infierno no me volvería a succionar antes de tiempo, así, solo por el gusto de divertirse un rato más conmigo. No volví a encontrarme con ninguno de ellos en toda mi vida, nunca supe quién había sobrevivido a esa jornada, a esa fugaz hora de euforia de catálogo, a parte de una persona: Melanie. Hasta el infierno me había rechazado, ni siquiera el diablo se divertía jugando conmigo.

      Esa noche, volví a casa agotada. Hubiera querido hacer las valijas y partir en ese mismo momento hacia un lugar nuevo, así, sin pensarlo, sin una meta precisa. Lo hacían muchos jóvenes, era algo que estaba de moda, casi una obligación para quien había logrado ahorrar un poco de dinero. Por consiguiente, habría podido hacerlo yo también. Pero postergué la preparación de las valijas, aplacé esa partida para un momento mejor. Dejé el regalo que me habían dado antes de saludarnos y desearnos “buena suerte para el futuro”, frase que sabía un poco a resignación y llevaba oculta una nota amarga que decía: «Tú, desde hoy, ya no eres de nuestra incumbencia».

      Me regalaron un reloj. También le habían regalado un reloj a los que se habían ido antes que yo, a los que se habían casado, a los que habían tenido hijos. ¿Por qué siempre se regala un reloj? ¿Es tan importante recordarle a una persona que su tiempo está destinado a pasar y que, al final, uno expirará como un cartón de leche que ha sido abandonado por todos en el fondo del estante, en un pequeño supermercado de pueblo? Solo en los funerales, el difunto no recibe un reloj de regalo, quizás porque para él, el tiempo ya no existe. El tiempo no es nada comparado con la eternidad misma que lo contiene. Abrí el paquete, miré el reloj, marcaba la hora exacta. Alguno se había preocupado de ponerlo en hora para que estuviera listo para usar y yo no me viese obligada a perder tiempo. Perder el tiempo ajustando el tiempo, ¡qué curiosa paradoja! Apoyé la caja cerrada sobre el estante de la chimenea, de donde la recogería antes de partir. Quizás.

      5

      Cleveland ya estaba cerca. Cindy se había adormecido durante el último tramo del viaje. Habíamos quedados solas en el vagón, y yo la observaba atentamente ahora que ella no podía verme. La envidiaba porque la veía feliz, segura de sí misma, de su existencia. Una muchacha más joven que yo, que había vivido mucho más de lo que yo había sabido vivir, que había hecho elecciones, consciente de tener su vida entre las manos. Su vida. Me preguntaba por qué razón había hablado con ella, respondiendo a sus preguntas y, a la vez, haciéndome otras sobre ella. No encontraba una respuesta a este interrogante. Era evidente que no me conocía lo suficiente.

      Sudaba, a pesar de que las turbinas llenaban nuestro vagón de aire fresco y lo hacían penetrar hasta los huesos. Ella permanecía allí, tranquila, dichosamente mecida por sus sueños. Luego, el tren comenzó a disminuir la marcha, acompañado del fastidioso chirrido que producen las ruedas y los frenos, ese ruido que anticipa la llegada a la estación. Cindy se despertó y estiró los brazos como solía hacer yo de niña, cada mañana, durante los primeros segundos que seguían al despertar, cuando aún los temores de la noche no habían reaparecido en mi cabeza para recordarme cuál era mi realidad. Me sonrió.

      –¡Me he quedado frita, discúlpame!

      Le devolví su sonrisa con una mía. Era sincera y, al mismo tiempo, me sentía sorprendida por ello.

      –Has descansado un rato —confirmé.

      Ella asintió.

      –¿Tú que has hecho?

      –He mirado por la ventanilla.

      –¿Todo el tiempo? ¿Cuánto he dormido?

      Miré el reloj.

      –Casi dos horas.

      –¡Epa! ¡Nada mal!

      No entendí a qué se refería. ¿Qué era lo que no estaba mal? ¿El hecho de haber dormido durante casi dos horas, sentada sobre un montón de hierros en movimiento, en medio de la campiña de Ohio? La miré frunciendo el ceño.

      –Tu reloj. ¡Nada mal!

      –Ah, gracias. Es un regalo.

      –¿De tu pareja?

      Bajé la mirada. Esa joven estaba desenterrando lentamente todos los cadáveres que yo, con paciencia, dedicación y esfuerzo, había tapado con tierra y había olvidado. Respondí por la mitad.

      –No tengo pareja, estoy soltera. Es un regalo de mis excolegas del hospital, me lo entregaron el día en que dejé el trabajo, durante una fiesta de despedida.

      Ella me miró, escuadrándome de la cabeza a los pies. Me estaba observando, me sentía estudiada en detalle como un conejillo de Indias, al cual se le ha inyectado un virus letal y se mide el tiempo que le lleva morir. De improviso, pareció desinteresarse de mi reloj; ahora estaba concentrada en mí, en mi aspecto, en mi infelicidad tal como ella la percibía en ese momento. Tal vez estaba pensando en “sacrificarse” por mí, en tomar las riendas de mi vida para conducirla hacia algún lugar. Mi vida, una vez más. Alcé mis barreras, o lo poco que quedaba de ellas: no quería volver a sufrir. A esta altura, ya era una experta; reconocía, con absoluta seguridad, los síntomas que anticipaban la llegada del sufrimiento. En cuanto a este, era verdaderamente infalible, alguien con quien se podía contar. Decidí que el nuestro sería solo un encuentro casual. No me iría con ella, no iría a su casa. O quizás sí, pero por pocas horas, pocos días, pocos años, o tal vez para siempre.

      El tren se detuvo, y una voz mal grabada anunció por los parlantes del vagón que habíamos llegado. Cindy se levantó y se acomodó la blusa dentro de los pantalones. Estaba curiosamente prolija, a pesar de las muchas horas que había pasado sentada en su butaca. Sentí su perfume. Era fresco, parecía recién puesto. En ese momento, noté las dos grandes valijas que había traído consigo para ese viaje, me asombró pensar que las había transportado sola, sin la ayuda de nadie. Me levanté y sentí que mi cuerpo, en cambio, desprendía un desagradable olor a sudor. Me avergoncé tanto que decidí volver a sentarme. Decidí esperar a que ella se baje del vagón para volver a levantarme sin temor a bautizar el aire con mi olor a cloaca. Pero ella no se fijó en mí. Quizás había comprendido mi problema o quizás no. Nunca lo supe.

      –Me voy adelantando, nos vemos afuera —me dijo con una sonrisa.

      –De acuerdo, busco mi valija y te alcanzo en seguida.

      Ella me miró mientras yo estiraba el brazo hacia el compartimiento situado arriba de mi butaca, sobre mi cabeza. No se movió.

      –¿Eso es todo? ¿Este es todo tu equipaje?

      –Sí. Traje pocas cosas. El resto las dejé en casa, no me servirán de mucho aquí.

      Ella se mostró perpleja.

      –¡Si tú lo dices, Mel! ¡Vamos, adelante, vámonos antes de que el caballo decida partir con los asnos arriba!

      –¿Cómo?

      –Nada, es algo que decimos aquí. ¡Nosotras seríamos los asnos, eso es todo!

      Se echó a reír, era evidente que se sentía feliz por volver a casa, a su casa, por restablecer la vida, su vida. Y por llevarse a rastras los escombros ajados de mi existencia. Caminaba delante de mí, y yo la seguía, como un perro sigue a su dueño, unido por una

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