¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'

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¿Sientes Mi Corazón? - Andrea Calo'

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podía decirle que mi “primera vez” había sido a los cinco años, a manos de mi padre? Él me había dicho que se trataba de un juego. ¿Cómo podía convencerla del hecho de que ese juego que él había pensado para mí y que consistía en la desvergonzada exploración de mi intimidad, en realidad, no me gustaba para nada porque yo, a esa edad, hubiera preferido jugar con las muñecas, como cualquier otra niña? ¿Cómo podía echarle en cara que, si yo no hubiera jugado con él de ese modo, él habría obligado a mi madre a someterse a la misma práctica, al mismo juego, pero con reglas distintas y mucho más severas, apropiadas para los adultos?

      –Es un tema del que no quiero hablar, no hay ninguna razón en particular. Tal vez aún no estoy lista o no lo estaré jamás. Suficiente.

      –De acuerdo, Mel, como quieras. Esta noche nos encontraremos en una fiesta de pijamas. ¿Te gustaría venir?

      –¿Habrá hombres?

      –No.

      –¿Se hablará de sexo?

      –No lo sé, pero temo que sí.

      –Entonces no, gracias. No tendría nada para decir y seré una molestia para todas.

      Cuando regresé a casa esa noche, cogí el disco de Elvis y lo arrojé al cubo de la basura.

      Escuché sonar el timbre una vez y, luego, una segunda antes de que pudiera llegar hasta la puerta.

      –¡Ya voy! —exclamé en voz alta.

      Cuando abrí la puerta me encontré de frente con un policía. Llovía a cántaros. El policía tenía el uniforme empapado, a pesar de que recién había bajado de la patrulla estacionada a pocos pasos de la puerta de mi casa. Un colega suyo estaba sentado en el lugar del conductor y miraba hacia nosotros, con el cuerpo erguido hacia adelante y los ojos en dirección hacia arriba para encuadrar mejor la escena a través del marco de la ventana.

      –Buenas noches, agente —dije sorprendida.

      –Buenas noches. ¿Usted es la señorita Melanie Warren?

      –Sí, soy yo, agente, ¿qué sucede?

      Estaba asustada y distraída por la luz intermitente de su vehículo que me cegaba. Esa luz diseñaba sombras azules en la noche, que se proyectaban sobre el piso y contra la fachada de la casa. Eran sombras palpitantes, lentas, como el latido de mi corazón.

      –Soy el agente Parker, señorita. ¿Puedo pasar, por favor? —preguntó mientras me mostraba la placa con una foto suya de unos años atrás.

      Lo dejé entrar y entorné la puerta, sin cerrarla.

      –¿Y su compañero, allá afuera?

      –No se preocupe, me esperará allí. Estoy aquí por su padre, el señor Brad Warren.

      Permanecí en silencio, inmóvil, esperando para que continúe su discurso, para que diga todo lo que tenía que decir. Me hice mil preguntas. Me pregunté si el ogro podría estar involucrado en algún asunto y quién podría haber sido su víctima. Pensé en su participación en alguna pelea. Temí que hubiera regresado para buscarme, que hubiese contactado con la policía y que, a través de ellos, me hubiera hallado para obligarme a volver a su lado.

      –¿Qué ha hecho mi padre? —exclamé mientras frotaba nerviosamente la tela de mi falda con las manos cerradas en forma de puño, liberando un sudor frío.

      –Ha sido asesinado, señorita Warren, lo siento. La dinámica del hecho aún no es clara. El caso permanece abierto y todas las investigaciones del caso están en curso. Ha sido asesinado de tres disparos, de los cuales uno ha impactado directamente en la cabeza y le ha provocado la muerte. Los vecinos escucharon los disparos, tres tiros ejecutados de cerca desde un vehículo en marcha. Cuando salieron, vieron el cuerpo de su padre tirado en el piso, inmerso en un charco de sangre. Había perdido el sentido, pero se encontraba aún con vida. Murió poco después, durante el traslado al hospital. Parece haber sido una verdadera ejecución, un arreglo de cuentas.

      Permanecí en silencio, extrañamente tranquila, casi relajada. No traicionaba ninguna emoción. Mis ojos miraban fijo hacia mis piernas, sin verlas, el sudor frío había desaparecido, las manos se habían abierto dejando finalmente libre la tela de mi falda, el corazón había vuelto a latir de modo regular. Estaba bien, endiabladamente bien. Me arrepentí por ese sentimiento de cruda maldad, me arrepentí también de haberme arrepentido por haber expresado ese sentimiento de forma natural.

      –Señorita, ¿se siente bien?

      Afirmé con la cabeza, todo estaba muy bien.

      –¿Estaba borracho?

      –No, no estaba borracho; el nivel del alcohol en sangre era el normal.

      Lo miré a los ojos. No podía creer en ese cuento con final feliz, donde todos los malos se vuelven buenos de improviso y viven el resto de sus días felices y contentos. ¿O, acaso, mi padre había cambiado realmente después de mi partida?

      –¿Su padre bebía? ¿Se emborrachaba con frecuencia?

      ¡Mentir! ¡Negar el dolor de la marca ardiente de la mentira impresa sobre la piel del alma! ¡Imperativo!

      –Sucedió, como puede sucederle a todos, incluso a las mejores familias.

      –¿Qué relación tenía usted con su padre?

      Segundos de evidente inseguridad, búsqueda de palabras falsas y, por consiguiente, ausentes. Búsqueda de una verdad que no me pertenecía. Deseo de escribir para siempre la palabra “fin” a todo. Era el momento justo, ese que había estado esperando.

      –Una relación normal, como cualquier relación entre un padre exmilitar y una muchacha.

      –¿Su padre era muy severo con usted?

      No respondí, dudé. Lo miré por un instante, casi enfrentándolo, luego cedí y alejé nuevamente la mirada de él.

      –¿Le ha hecho daño? ¿La ha golpeado?

      ¡Mentir una vez más! ¡Insistir en la vergüenza para preservar la dignidad!

      –No…

      –¿No? ¿Está segura?

      –Sí, estoy segura, agente…

      –Bien. ¿Desde hace cuánto tiempo ha dejado la casa paterna?

      –Desde hace cinco años.

      –Desde 1955, entonces —repitió mientras tomaba nota en su libreta.

      –¿Puedo preguntarle el motivo?

      –¡Para tener una vida propia, agente! Tenía veintiséis años, no tenía casa, ni familia, ni trabajo. Ansiaba mi independencia, mi autonomía. Estaba cansada de que me mantengan y de tener que implorarle a la gente para poder tener algo para mí, para satisfacer mis gustos y demás.

      El agente tomaba nota, imperturbable y sin mirarme, como un periodista durante una entrevista hecha al campeón de béisbol del momento. Me fastidiaba profundamente esa actitud de normalidad y soberbia, ese hacerle preguntas a la gente que llevaba a cabo sin problemas.

      –Antes de dejar

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