¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'
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Claire se tumbó apoyando su cabeza sobre mis piernas. Movía los ojos siguiendo las trazas del cielo para contar las estrellas que ya podían vislumbrarse, a pesar de que la luz del día aún no se había apagado por completo. Tal vez buscaba una estrella más en el cielo, aquella que aún no había sido vista por ningún observatorio, por ningún telescopio. Se dice que cuando uno muere, se convierte en una estrella. Es bonito pensar que podría ser realmente así. La acaricié y percibí que estaba llorando, entonces, comencé mi relato.
2
Era la mañana del 13 de septiembre de 1964 cuando tomé el tren que lleva desde Charleston, en West Virginia, hacia Cleveland, Ohio. Tenía treinta y cinco años: debería haber sido una mujer madura a esa edad. Había crecido desde un punto de vista biológico, eso sí. Por momentos, hasta me sentía envejecida. Huía de algo o de alguien. Me escapaba de una existencia equivocada, de un cúmulo de eventos y situaciones que no me pertenecían más. Había escuchado decir que uno realmente comprende que se está alejando para siempre de un lugar si, en el momento de la partida, no siente el deseo de voltear la mirada para apreciar, por última vez, la fotografía definitiva de su propio pasado. Me preparé durante días, imaginando ese momento crucial que me conduciría a un nuevo comienzo. Llevaba la mirada fija hacia adelante mientras el tiempo transcurrido se iba borrando a cada paso que daba.
Si la vida hubiese sido una cinta de seda, al mirar hacia atrás en la mía, habría encontrado solo un trozo de tela lacerado, arrugado y carente de su color original. Anudado, aquí y allá, para indicar las principales etapas de mi existencia, para que no pudieran ser olvidadas por error o por propia voluntad. Etapas de mi vida o de la de aquellas personas que siempre habían decidido todo en mi lugar, tutores y defensores de mi existencia, asistentes de una pobre joven discapacitada, incapaz de entender ni desear. Se habían apropiado de mi vida y, en ella, habían buscado y encontrado una posibilidad para rescatar su miserable realidad. No percibía ninguna diferencia entre mis elecciones y aquello que se me imponía, por más que me esforzara, continuamente, en buscarlas para convencerme de que eso era lo correcto, que me habían enseñado las cosas adecuadas, que yo realmente era su hija y que, por lo tanto, tenían todo el derecho y el deber de ejercer su dominio sobre mí. Incluso un dominio extremo.
Muchas veces escuché a mi madre llorar, escondida en su habitación, cuando mi padre no estaba. Sollozos y amargas lágrimas sofocadas en un trozo de tela, de esas mismas sábanas que la envolvían durante sus noches de insomnio, aquellas que pasaba reflexionando sobre su existencia, sobre su vida robada a manos de un hombre que no la trataba mejor que a sus propios zapatos. (A esos, al menos, cada tanto, les sacaba brillo; y cuando no lo hacía él, debía hacerlo mi madre, de lo contrario, llegaban los golpes).
Muchas noches lo escuché regresar a casa muy tarde, completamente borracho, convertido en un tambaleante residuo de vida ahogada en estallidos de gin y whisky. Gritaba, sin importarle la hora ni tampoco si su mujer dormía o si, tal vez, se había quedado despierta preocupada por él, temerosa de cómo lo habría encontrado a su regreso o de qué le habría hecho esa noche. Mi padre la golpeaba con frecuencia. Le pegaba si ella fingía dormir cuando él entraba en la habitación, en la oscuridad como un fantasma, golpeando la puerta contra la pared en el intento de mantenerse en pie. Le pegaba si ella iba a ayudarlo para sostenerlo, cambiarlo o acostarlo vestido. Todo iba bien con tal de que la noche pasara rápido. Pero con la noche, también se iba un trozo de su vida.
Mi madre esperaba hasta que el ogro se durmiera, luego, iba al baño y, con un trapo humedecido con agua fresca, curaba las señales de los golpes recibidos. Yo la escuchaba, oía sus sollozos de dolor, producto de esos azotes estampados sobre un rostro que ya no mostraba más expresión, forma o color. Luego, mi madre venía a mi cuarto. A menudo, me encontraba despierta, con los ojos de par en par, a merced del terror que me causaba aquello que veía impreso en su rostro. Entre los brazos, yo sofocaba a mi osito de peluche, imaginando y deseando que la víctima de esa noche fuera mi padre. Ese osito era uno de los pocos regalos que había recibido de su parte, tres años atrás, para mi cumpleaños, cuando aún era un hombre ocasionalmente sano.
Gracias a mi padre aprendí a odiar al prójimo, cuando, en realidad, una niña debe hacer lo contrario, debe aprender a amar. Mi madre me consolaba, me decía que todo acabaría pronto y que no había nada que temer, pues mi padre solo estaba un poco cansado, porque había tenido un día difícil y una vida complicada; porque había tenido que soportar situaciones dolorosas, como cuando su comilitón y mejor amigo había muerto entre sus brazos, desmembrado por una de las decenas de miles de granadas que habían explotado durante la segunda guerra mundial, en la que mi padre había combatido.
Siempre me contaba esa historia, nunca se la ahorraba. Casi como queriendo justificar el comportamiento de ese hombre en el que ya no reconocía ninguno de los rasgos que, muchos años atrás, la habían atraído, haciéndola enamorarse de él, convenciéndola de que era la persona justa para ella y de que se casarían. Y yo, para complacerla, fingía escucharla por primera vez, permanecía acurrucada en mi cama, en silencio, y cuando mi madre terminaba el relato de esa noche, yo me acercaba a ella para abrazarla y para acariciar las marcas de los golpes, para comprender cuánto dolor le causaban. Ella, en cambio, interpretaba ese simple gesto de mi parte como un inmenso acto de amor que la recompensaba por todo, que la convencía de que, al final de cuentas, valía la pena seguir viviendo por alguien. Por mí.
Se disculpaba mientras abandonaba lentamente mi habitación; solo más tarde comprendí que, en realidad, se estaba disculpando por haberme traído al mundo. Los labios dibujaban en su rostro amoreteado una débil sonrisa que, para mí, resultaba alentadora porque aún no comprendía, al menos, no todo. ¡Pero sabía! Sabía que mi madre regresaba a la guarida del ogro. Escondía mi cabeza bajo las mantas, temblando. Veía un ogro hambriento con rasgos humanos, los de mi padre, que yo embrutecía aún más con el poder de mi fantasía infantil. El ogro se hacía un banquete con los restos de mi madre, haciendo jirones la carne con sus dientes puntiagudos. Eran imágenes tan reales que hasta me parecía sentir el olor de la sangre derramada en mi cama. El ogro me llamaba, me ordenaba entrar en su guarida y me ofrecía un pedazo del cuerpo de mi madre, la mano. Esa misma mano que unos minutos antes me había acariciado, ahora estaba allí, inanimada, delante de los potentes ojos de mi mente. Esa pesadilla me acompañaba, a menudo, durante toda la noche y todo el día posterior, a pesar de que las sombras y los espectros que habitaban el silencio hubieran dado lugar a la entrada de la luz del día. Era una tortura destinada a perdurar por toda mi vida.
Pero luego sucedió un hecho que logró destruir ese maléfico encantamiento. Todo desapareció el día en que, al regresar de la universidad, encontré a mi madre muerta en el baño. Estaba inmersa en un charco de sangre con las muñecas desgarradas por el frío perfil de una cuchilla de acero. El ogro había entrado en su cuerpo y, desde adentro, la