¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'

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¿Sientes Mi Corazón? - Andrea Calo'

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sentían el deseo de encontrarse, de hablar, de contarse cómo transcurrían vuestras jornadas?

      –¿Pero usted es policía o psicólogo? —exclamé.

      Mi nivel de paciencia había sido superado profundamente desde hacía rato; y un río más ancho que sus propios márgenes no puede seguir conteniendo el agua y haciéndola correr a lo largo de su recorrido sin derramarla y sembrar muerte y destrucción.

      –Ambos, en efecto. Le ruego, Melanie, responda a mis preguntas. Serán de ayuda para cerrar el caso. Confío en su colaboración y me doy perfectamente cuenta del momento difícil que usted está viviendo.

      No había comprendido nada en absoluto. Me resigné, como siempre, y respondí a sus preguntas con distancia, como si realmente no me importara nada de nada.

      –A partir del día en que dejé esa casa, no tuve nada más para compartir con mi padre. Tomé las riendas de mi vida, mis cosas y me fui. Encontré este pequeño apartamento donde vivo ahora y un trabajo como enfermera en el hospital. Comencé a tener una vida independiente, todo parecía ir bien. Mi padre, por su parte, pudo retomar su vida, sin tener más una hija a la que mantener. Nunca nos buscamos, ni siquiera cuando vivía con él, jamás nos relacionamos. ¿Por qué motivo deberíamos haberlo hecho tras mi partida?

      –Comprendo. Antes de dejar la casa, ¿percibió, alguna vez, algo en su padre que no estuviera bien o algún problema que pudiera tener con alguien por algún motivo?

      –No, no que yo sepa, agente. No.

      –Gracias, Melanie. Ahora querría hacerle unas preguntas sobre su madre, si no le disgusta.

      En realidad, me disgustaba ¡y cuánto! No quería molestar, una vez más, a mi madre; ya había sido mortificada durante mucho tiempo a lo largo de su vida. Temí las preguntas que podría hacerme, pero igual acepté someterme a ese interrogatorio.

      –Su madre, Jane, se quitó la vida en 1951. En las actas figura que fue precisamente usted la que encontró el cuerpo sin vida al volver de la universidad. ¿Fue así?

      –Sí, fue así. Mi madre me entregó el manojo de llaves de casa por primera vez esa misma mañana.

      –Por consiguiente, queda claro que su madre había premeditado su accionar, no se trató de un simple impulso del momento.

      –Sí. Creo que sí…

      ¡Respuesta equivocada, Melanie!

      –De acuerdo. ¿Podría hablarme de la relación que había entre usted y su madre, y entre su madre y su padre, por favor?

      Jaque mate al rey. La reina había sido derrotada. No respiré, traté de encerrarme en mi caparazón buscando la vía de acceso más rápida. Pero el caparazón había permanecido abierto y el hombre me veía, me seguía, me aferraba y me tiraba hacia afuera. Todo el tiempo: no tenía escapatoria. Mentir, mejor seguir mintiendo.

      –Mi madre estaba enferma. No era mala, ¡todo lo contrario! Pero era débil, y su mente, a menudo, la abandonaba. Solía escucharla llorar por las noches, pero yo era muy pequeña para poder ayudarla.

      –Comprendo. De las actas surge que se oía gritar a su padre con frecuencia y que solía regresar al hogar, entrada la noche, completamente borracho. ¿Es así?

      –Sí, alguna vez sucedió.

      –Alguna vez sucedió, de acuerdo. Esto, según su parecer, ¿podría haber influido en el gesto extremo que tuvo su madre?

      –No lo sé. Era muy pequeña, ya se lo he dicho.

      –Melanie, cuando su madre murió usted tenía veintidós años, no era pequeña.

      Se equivocaba. El alma de mi madre ya había muerto desde hacía muchos años, lo que quedaba de ella y lo que yo había hallado, frío e inmóvil, inmerso en su sangre, era solo el envase de su fantasma.

      –Agente, estoy muy cansada ahora —contesté tratando de huir por la única vía de escape que me quedaba.

      –Comprendo, Melanie, comprendo. Le pido que me responda una última pregunta, por favor. ¿Cómo siguió la relación entre su padre y usted después de la muerte de su madre, antes de que usted abandonara la casa?

      ¡En la cama, a golpes limpios en el corazón de la noche! He aquí como había continuado nuestra relación. Los animales que iban camino al matadero recibían más respeto de lo que yo jamás había recibido, porque a los animales, al final, se los mataba y se los comía, por lo tanto, desaparecían. Yo, en cambio, seguía viva, herida por dentro y por fuera, obligada, cada mañana, a pararme ante el espejo para detectar las nuevas señales que habían dejado las palizas, esas que se añadían a mi singular colección. Una última mentira, una más, la última. O quizás no.

      –Mi padre cambió después de ese día. Se volvió completamente ausente. Se sentía incapaz de acompañarme porque pensaba que había fallado por completo en el intento de salvar a su mujer. Me lo confesó una noche, mientras lloraba.

      –Explíquese mejor.

      –Lo que dicen las actas es cierto. A menudo, mi padre volvía tarde por la noche y, la mayoría de las veces, había bebido mucho. Gritaba contra mi madre, desahogaba con ella toda su rabia por no poder ayudarla, por no poder amarla como hubiera debido o querido hacer. Los gritos resonaban en la casa e, incluso, se escuchaban desde afuera; los vecinos siempre me miraban de un modo extraño a la mañana siguiente, como compadeciéndose, como si sintieran piedad por mí. Cuando mi madre murió, mi padre firmó su rendición. Quizás, en cierto sentido, también él murió ese día junto a ella. Se alejó completamente de mí, pasaba días enteros leyendo, sentado en el salón.

      «Y pensando en cómo me violentaría nuevamente esa noche», pensé, pero me aseguré de no decirlo.

      –Entonces usted, sintiéndose abandonada, decidió dejar su casa y armar su vida.

      –Sí, así es, agente.

      Por primera vez me sentía a flote.

      –Gracias, Melanie. Me disculpo por todas las preguntas inoportunas que le he hecho en un momento como este, pero como usted podrá imaginar, eran necesarias. Ahora el cuadro está más completo.

      Me miró con afecto y yo le respondí de igual forma. Un afecto, el mío, mezclado con frustración. Escondía mi rostro, manchado de mentiras, entre las arrugas de mi cobardía, allí donde todavía había quedado un poco de espacio para sumergirse completamente y desaparecer de la vista. Había traicionado a mi madre, una vez más. Como ese día en que, protegida por la oscuridad de una noche sin luna ni estrellas, había permanecido quieta, detrás de la puerta de la guarida, mientras observaba cómo el ogro desmembraba a su presa. Como el día en que salí de casa, orgullosa, con las llaves en la mano por primera vez, desinteresándome de todo, principalmente, del motivo que había impulsado a mi madre a dármelas. Como todos los días en los que había querido decirle que la amaba, pero no lo había hecho.

      –Debería venir a la comisaría para completar el expediente y firmar el deceso, luego se le solicitará identificar el cadáver, así como el resto de las cosas necesarias para la sepultura.

      –De acuerdo, iré mañana por la mañana.

      Me sonrió y se fue. Permanecí de pie, quieta, con la puerta abierta; el aire, saturado de lluvia, me humedecía el rostro, confundiéndose

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