¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'

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¿Sientes Mi Corazón? - Andrea Calo'

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había encontrado el modo de vencer al ogro. Lo había hecho a su modo, justo ese día. Y fue su victoria más grande. Esa mañana, por primera vez, mi madre me entregó su manojo de llaves. Finalmente, había alcanzado mi meta, mi madurez, sentía que había conquistado su confianza, incluso sin ningún mérito en particular. Pero, a mis espaldas, también ella había alcanzado su objetivo.

      Tenía veintidós años cuando comencé a cuidar del ogro, a satisfacer sus deseos, incluso el más cruel. Las manos, los pies, todo su cuerpo ahora estaba dedicado a mí, solo a mí. Me había quedado sola. Mi compañera de desventura me había abandonado, ya muy cansada para continuar a mi lado dentro de ese juego. Cansada de todo, cansada de la vida.

      Pasaron tres largos años hasta que, finalmente, logré liberarme de él; años que me dejaron sin dignidad, desnuda como mujer y como ser humano. Busqué trabajo en el hospital como enfermera y, extrañamente, me aceptaron de inmediato. Esa fue mi primera salvación verdadera. Tiré los recuerdos de mi dura infancia en el contenedor de basura que estaba justo delante de mi casa y junté las pocas ropas que me quedaban en buen estado, esas que nunca había usado mientas él abusaba de mí, aquellas que no apestaban a su esperma, a su vómito impregnado de alcohol y a mi sangre. Encontré una casa en alquiler fuera de la ciudad, poco digna, pero en la que se podía vivir. Al fin de cuentas, ¿qué sabía yo de dignidad?

      Pagué el anticipo con el poco dinero que había logrado reunir gracias a los pequeños trabajos que personas de buen corazón, que me conocían, habían querido asignarme. Conocían mi condición de huérfana de madre suicida y la mala situación en la que, seguramente, debía encontrarme a causa de un padre indigno, con el cual también ellos habían tenido que lidiar más de una vez. Había guardado celosamente ese dinero en una caja de metal escondida bajo una tabla del piso, a la espera del momento justo para poder utilizarlo. El ogro nunca me había permitido trabajar, no quería que yo ganara mi propio dinero, que me vuelva autónoma y, quizás, lo suficientemente fuerte como para encontrar el coraje de denunciarlo ante las autoridades. Afirmaba ser él mismo la autoridad, yo le pertenecía y así debería haber permanecido por el resto de mi vida o, al menos, hasta que él hubiera decidido echarme a patadas de su casa.

      Cuando todo estuvo listo, aguardé con impaciencia la llegada de la noche. Seguí cada uno de sus pasos mientras se preparaba para salir, tratando de no traicionar mis emociones. Reflexionaba sobre las noches anteriores, sobre cómo me sentía al ver salir de casa a mi padre y sobre lo que vendría después, cuando, en su lugar, fuese un ogro el que regresara a su guarida. Deseaba representar todo, incluso en ese momento, como lo habría hecho un mimo durante uno de sus números, inclusive las expresiones de mi rostro. Se acercó a la puerta y la abrió. Luego se detuvo y se giró hacia mí.

      –¿No vas a la cama?

      –Aún no.

      –¿Por qué?

      –Porque no tengo sueño. Iré en un rato.

      –Como quieras, pero no te canses. Sabes que me siento mal si te veo cansada, me haces sentir un mal padre.

      El corazón se me detuvo un instante. Si en ese momento me hubiera llegado la muerte, la habría recibido con los brazos abiertos. No respondí, lo miré y luego asentí con un tímido movimiento de cabeza.

      –¿He sido un mal padre, Melanie? —continuó como si sintiese placer en proseguir con aquel sanguinario interrogatorio—. ¡Respóndeme, coño! ¿He sido un mal padre?

      –No —respondí llorando y moviendo frenéticamente la cabeza para confirmar una respuesta en la cual, obviamente, no creía.

      Temblaba. Agarró mi oreja torciéndola con fuerza, con tanta violencia que comencé a pensar que ese día me la arrancaría de la cabeza.

      –Bien, muy bien. Ahora está mucho mejor. Siempre has sido una buena niña, muy buena. Debes obedecer siempre a tu padre. Al final de cuentas, soy yo quien te mantiene, así como he mantenido a la puta de tu madre durante toda una vida, como a un parásito. ¡Y asegúrate de estar en la cama para cuando vuelva, si no te meterás en serios problemas! ¿Entendido?

      Dejó mi oreja y salió golpeando la puerta. Permanecí sentada unos minutos para asegurarme de que no regresaría para recoger algo que se había olvidado, como otras veces había sucedido. Recuerdo una vez que entró después de unos minutos para coger una pistola que tenía guardada en un cajón, ya cargada con las balas, lista para usar. Fue la primera y la última vez que vi esa arma, nunca supe dónde había acabado o si la había usado contra alguien. Él se dio cuenta de que lo estaba mirando mientras guardaba la pistola en la cintura del pantalón. Yo era muy pequeña. Me miró.

      –¿Y? ¿Qué miras? ¡Debes agradecerle al Padre Eterno que aún no la he usado en contra de ustedes!

      Permanecí inmóvil, petrificada, con los ojos y la boca bien abiertos, con una expresión de asombro similar a la que había tenido cuando recibí mi primer peluche, pero, esta vez, sin la sombra de la sonrisa. Me sorprendió que de su boca pudiese salir el nombre de Dios. Antes de ese día, solo había visto la imagen de un revolver en algunos carteles; aún no existía la televisión y, por lo tanto, no tenía idea de para qué servía ese objeto ni porqué él se había enojado tanto al ser descubierto. Llegó mi madre en mi ayuda.

      –Ven tesoro, ven conmigo. Papá tiene muchas cosas que hacer, no está enojado contigo. No debes pensar eso, ¿de acuerdo?

      –De acuerdo, mamita.

      Mi madre había colocado las manos abiertas sobre mi boca y las apretaba tan fuerte —casi como si quisiera acallar una frase mía pronunciada fuera de lugar— que apenas logré responderle. O como si quisiera sofocarme para ahorrarme todos los dolores que, estaba segura, habría sufrido en el transcurso de los años. Sus manos olían a jabón. Amaba ese perfume porque olía a flores, olía a mi madre.

      No regresó. En esos minutos de espera había engañado al tiempo saboreando mis lágrimas, tratando de recordar en qué otro momento del pasado ya les había sentido ese mismo sabor. Tenía un amplio catálogo de sabores entre los que podía elegir, pero, en ese momento, ninguno parecía asemejarse a uno conocido. Había descubierto un nuevo sabor: mis lágrimas se habían endulzado levemente.

      Corrí hacia mi habitación, recogí el dinero y lo guardé en la valija. Bajé las escaleras en puntas de pie, abrí la puerta y miré hacia afuera, temerosa de encontrármelo allí, delante de mis ojos, listo para decirme: «¡Te lo advertí, debiste haberme hecho caso, mocosa! ¡Ahora te has metido en apuros!». Pero su sombra no estaba, ya no estaría nunca más. Un paso, dos pasos, tres pasos. Cada vez más rápidos, casi corriendo. Enfilé hacia la calle de la derecha, vi al señor Smith en la puerta de su casa mientras acomodaba las flores en las macetas situadas sobre las escaleras de ingreso. Sus hijos, Martin y Sandy, le daban vueltas alrededor como las mariposas a las flores. Él bromeaba con ellos y con su madre, que los había alcanzado en el umbral de la casa y los miraba sonriente. Disminuí el paso para observar mejor esa imagen de familia feliz, esa que yo jamás había tenido, para llevarla conmigo fingiendo que también me pertenecía un poco.

      En los cinco años que siguieron, mi padre nunca vino a buscarme. Por lo menos, ninguno me dijo jamás que lo hubiera hecho. El día que, a desgana, regresé a casa para su funeral, los vecinos me contaron que cuando regresó aquella noche en la que escapé, completamente borracho como siempre, comenzó a gritar alarmando a todo el vecindario. Nadie me había visto salir, ninguno fue capaz de responder a las preguntas que masculló con su boca envenenada de alcohol. Mi dijeron que, a través de sus siniestros contactos, había logrado averiguar mi paradero, pero que había decidido dejarme en paz, no perseguirme, porque sabía que no había sido un buen padre y que solo me causaría más daño si me obligaba a regresar. Había tomado la decisión de irme, y para él estaba

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