El Aroma De Los Días. Chiara Cesetti

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El Aroma De Los Días - Chiara Cesetti

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y desde las escaleras había escuchado todo.

      –¿Cómo? ―dijo volviéndose hacia Lucia aunque hubiese entendido perfectamente.

      Fue Giulia la que respondió.

      –Han entrado en casa del doctor Marinucci…

      –¿Cómo está el doctor? ―la interrumpió.

      –Yo no lo he visto. Han subido a su casa Andrea con Cencio della Menna y Carlone, para ayudarlo. Han dicho que tenía un labio partido y se lamentaba.

      –Voy con ellos ―dijo Giovanni y en un momento estuvo fuera de casa.

      –Ten cuidado, por favor.

      Las palabras, tantas veces repetidas, esta vez ni las escuchó.

      Cuando volvió era casi la hora de comer.

      Giulia oyó llegar la carreta antes incluso de verla. Había estado toda la mañana esperando aquel sonido, moviéndose mecánicamente en el interior de la casa, con los ojos continuamente vueltos hacia la ventana. Los muchachos habían intuido su nerviosismo pero sólo Antonino se había atrevido a pedir una explicación:

      –¿Algo va mal, mamá?

      Ella le contó lo que sabía.

      –Voy al pueblo ―había sido la reacción del chaval.

      –Tú no te mueves de aquí.

      La respuesta tenía el tono perentorio de quien no acepta réplicas y Antonino comprendió que cualquier otra insistencia habría complicado la situación.

      El trote veloz del caballo los hizo salir corriendo. Con Giovanni venía también Andrea y el aire atemorizado del muchacho iba parejo con aquel preocupado del hombre.

      –¿Y bien… cómo está el doctor… qué ha ocurrido…?

      –Marinucci está en la cama. Se ha asustado mucho y está dolorido. Lo han agredido hacia las dos de la madrugada. Ha dicho que había oído llamar a la puerta, se levantó pensando que alguien lo necesitase y se ha encontrado de frente con cuatro hombres que no conocía. Lo han empujado dentro de la casa y han comenzado a golpearle con patadas y a puñetazos gritando: Maldito subversivo, ahora aprenderás. ―Se quedó en el suelo aturdido y los ha escuchado ir hacia la habitación de abajo donde tiene su estudio. Han roto todo, luego le han pegado fuego y se han escapado. Ha tenido suerte de que los ruidos han despertado a Carlone que habita cerca. Ha corrido enseguida y ha conseguido apagar el fuego, luego ha llamado a Andrea y a Cencio para que le ayudasen a llevar a la cama al doctor.

      –¿Pero por qué lo han hecho? Marinucci es un anciano que vive solo y que siempre ha hecho el bien a todos. No hay nadie en el pueblo que lo quiera mal.

      Las palabras ahogadas por el ansia salían a duras penas y Giulia hablaba estrujando nerviosa el delantal entre las manos.

      –Giulia, Giulia ―dijo Giovanni con un tono de desesperación en la voz ―ya no vale ser buenos o malos… ya no sé lo que es importante… ¿entiendes?… ¿Qué es importante?

      Una pregunta a la que nadie supo responder.

      En los días sucesivos las condiciones del doctor parecieron mejorar. Consiguió levantarse y estar sentado por lo menos un poco en la butaca cerca de la cama. Cada vez más encerrado en un penoso aislamiento, no hablaba, ni una palabra ni un acusación por los asaltantes ni de agradecimiento por quien estaba a su lado, los ojos fijos en el suelo como queriendo olvidar el mundo que le rodeaba.

      Se fue así, en un silencio amargo que ni siquiera todos los recuerdos de su vida consiguieron vencer.

      Lo que había sucedido es que Marinucci veía en Roma a un viejo compañero de estudios con el que había mantenido una relación de fraternal amistad. Era un estimado profesor universitario que había rechazado tener el carné del partido y no escondía su abierta crítica con respecto a las nuevas leyes excepcionales aprobadas por el régimen. Ahora ya, en los umbrales de la jubilación, debido a esto había quedado relegado de su puesto y se había ido de la universidad sin renunciar a la oposición contra el sistema. Muchas veces amenazado, desahogaba toda su rabia y su desilusión hablando con el viejo compañero, personalmente o por teléfono, sin imaginar que estuviese bajo control. Esta había sido la culpa de Marinucci: compartir las ideas y los actos de quien se atrevía a objetar.

      De esta manera Giovanni había sabido que todas las redes telefónicas, todos los puestos públicos, estaban controlados y que de los raros abonados privados se debía saber quién era, cómo actuaban y a qué partido pertenecían.

      El dolor por la muerte de Marinucci, que tanta felicidad e inquietudes había compartido con su familia, se hizo más grande por la preocupación. Desde hacía poco tiempo también en su casa había un teléfono. Había sido Giulia la que había insistido.

      –… así Rudi puede llamar cuando quiera desde Milano.

      Ahora eso que parecía un milagro de la técnica se estaba transformando en un peligro, también porque Rudi no escondía su firme oposición al régimen.

      Capítulo XV En Milano

      ―De ahora en adelante es necesario tener más cuidado.

      –¿Más cuidado, por qué, Rudi, a lo que se escribe? ¿Con lo que se escucha? ¿A cómo se habla? ¿En lo que se piensa? ―Fosco hablaba con rabia.

      –No… no… no quería decir esto… decía… mirar a nuestro alrededor con más cautela…

      –¿No crees, por el contrario que, lo que ha sucedido, pueda marcar un giro, que se deba incitar a actuar de otra manera, a participar más directamente en los acontecimientos y no sólo a describirlos?

      –Fosco ¿por qué crees que no es suficiente? ¿No es ya ésta una forma de combatir? ¿No es éste un modo de actuar?

      Los dos amigos, sentados en la trattoria de siempre, en un rincón, hablaban en voz baja. Habían escogido una mesa alejada de oídos indiscretos, una pequeña mesa para dos pegada a la pared, lo más distante posible de los pocos clientes. Esperaban a que Totò trajese las viandas. El rostro de Fosco estaba ceñudo, los ojos bajos mirando fijamente a un punto indefinido del mantel. Con los codos apoyados mantenía las manos juntas delante de la boca y las palabras salían con dificultad, fruto de un pensamiento largamente meditado.

      –No lo sé, Fosco, no lo sé… ―continuó Rudi ―creo que tú tienes razón… quizás no basta ya definirse en contra… quizás es necesario actuar contra…

      –Rudi, escucha…―de repente el rostro de Fosco se había animado y, curvando el pecho hacia delante, se había acercado más al amigo. ―Escucha ―repitió ―En estos últimos años hemos visto cambiar a la sociedad… a mejor… a peor… para unos sí, para otros no… no lo sé, depende… pero de lo que estoy convencido es de que, si hay alguien que quiere matar mi pensamiento, es porque tiene miedo de este pensamiento y si tiene miedo es porque en su mundo no hay lugar para todos, sino sólo para algunos. Lo que ha sucedido esta mañana en el periódico me da miedo por mí, por ti, pero aquello por lo que todos somos amenazados mi aterroriza todavía más, porque no me ofrece seguridad con respecto al futuro.

      Rudi escuchaba en silencio, los brazos cruzados sobre la mesa con las manos cerradas en un puño. Vio subir de la cocina a Totò y por un momento le sonrió.

      –¡Aquí

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