El Aroma De Los Días. Chiara Cesetti

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El Aroma De Los Días - Chiara Cesetti

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mamá… tía… ¡estamos aquí!

      Salieron todos fuera de casa y la alegría por encontrarse disipó en Giulia el desagrado por la presencia de Fosco.

      Clara se había quedado delante de la puerta. Esperaba que la emoción de los gemelos se debilitase para saludar al tío. Rudi la vio y se le acercó con los brazos abiertos.

      –¡Clara!

      La abrazó con fuerza, luego, manteniéndole las manos sobre los hombros, sin soltarla, la apoyó contra él y la miró asombrado:

      –Ya eres mayor… y hermosa… ¡más que tu madre! ―dijo riendo para esconder el asombro por verla tan cambiada. Ella sonrió sin decir nada mientras Giulia se apresuró a recoger los paquetes y paquetitos y entrar en casa.

      Durante la cena la euforia de los gemelos ahogó cualquier posible conversación. Varias veces Giulia les riñó pero Rudi y Fosco estaban divertidos por su entusiasmo. Todo el tiempo estuvo ocupado en responder a sus preguntas que Antonino solicitaba para convertirlos en más interesantes y, la cena, por primera vez desde hacía muchos días, se desenvolvió en una atmósfera de alegría que contagió a todos. Cuando Giulia decidió que era hora de irse a dormir, los hombres se quedaron solos. También Antonino permaneció con ellos y nadie tuvo nada que objetar.

      El primero en hablar fue Giovanni.

      –Gracias por haber venido, os esperábamos con ansiedad.

      –Es Navidad, Giovanni, y es una fiesta que no se puede pasar lejos de la familia… hasta que se puede… ―añadió después de unos segundos de duda.

      –Ya… hasta que se puede… respondió casi para sí mismo Giovanni.

      La atmósfera de fiesta que los muchachos habían conseguido mantener durante la cena había desaparecido de golpe. Una sombra de preocupación, en un instante, había ensombrecido las miradas y Antonino, sentado al lado del padre, advirtió, de repente, el haber sido incluido en el mundo de los adultos, aquel del que, cuando se es un niño, se perciben los estados de ánimo sin comprender las razones.

      –¿Qué le ha sucedido a Marinucci?

      La pregunta de Fosco, directa y esencial, señaló la razón de su visita. Quería conocer qué estaba ocurriendo en la provincia, cuáles eran las consecuencias de aquel laberinto de acontecimientos que en Milano pasaban con tanta velocidad que eran difíciles de interpretar, como vistos a través de unos prismáticos rotos, tan cercanos que parecen desenfocados.

      –Ha sucedido que… Giovanni contó lo que sabía y había visto con sus propios ojos―… y esto ―dijo volviéndose a Rudi ―me preocupa, es más, me angustia porque ahora ya vivo con miedo de lo que nos pueda suceder a todos nosotros ―continuó mirando un instante a Antonino.

      En el silencio general, manteniendo la mirada baja, continuó:

      –Lo siento, Rudi… lo siento mucho…

      En voz baja, Rudi dijo:

      –¿Qué es lo que sientes? No es culpa tuya lo que ha ocurrido…

      Antonino observaba a Giovanni en silencio. La angustia, el tono de sus palabras  le hacían entrever un escenario no desvelado todavía por completo, más sombrío de como lo había percibido hasta el momento. Una angustia sutil y desconocida lo invadía lentamente, como si la fuerza que hace más ligera la juventud lo estuviese abandonando, convirtiendo su cuerpo en más pesado. No le era posible moverse, aplastado por aquella nueva realidad que se abría delante de él. A su padre, el fuerte e invencible padre que, más allá de toda consciencia, llenaba cada ángulo de su ser, lo veía ahora como un hombre confuso, incierto, con dudas, en busca de soluciones difíciles de encontrar. Los temores de Giovanni, confesados abiertamente de esta manera, lo llenaban con un horror jamás sentido y mientras él, el padre, parecía finalmente haberse liberado de un peso intolerable de soportar solo, Antonino advertía que, del mismo modo que sucede con los vasos comunicantes, había llegado también para él el momento en que su posición de hijo no bastaría ya para salvarle de las preocupaciones de las que había sido defendido hasta ese momento.

      –¿También tú has recibido amenazas? ―dijo Fosco.

      –Sí ―respondió Giovanni.

      –¿Cuándo? ¿De quién? ―la voz de Rudi estaba alterada por la angustia.

      –Hace una semana. Estaba en el campo cerca del bosque controlando los animales cuando he visto acercarse tres hombres. Estaba solo. Indudablemente han esperado a que estuviese solo y cuando he conseguido distinguirlos lo comprendí enseguida. A dos los conocía, son del pueblo. Dos facinerosos entre los primeros que abrazaron las ideas fascistas. El tercero no, no lo había visto jamás. Se han acercado con una extraña sonrisa y me han saludado llamándome por el nombre. Incluso con los dos que conozco no tengo trato8 y he respondido de mala gana, pero ellos, siempre con ese aire de superioridad, han continuado como si nada ocurriese: ¿Cómo van los negocios… cómo están tus hijos…?… Giulia, han dicho Giulia. ¿Cómo está…? Se le ve poco por el pueblo… ¿y tu cuñado, sigue en Milano?… ¿sigue trabajando en ese periódico de izquierdas?… sabemos que se mueve en ese círculo… sabes lo que le ha ocurrido al pobre Marinucci… pobrecito… no se merecía un fin de ese tipo…

      –Mientras tanto, el tercer hombre, el que no conocía, se había quedado en silencio y daba vueltas con una falsa indiferencia a una rama sobre la que, hasta ese momento, había estado apoyado. He tenido miedo, lo admito, he tenido miedo porque me he dado cuenta de lo que aquella visita podía significar. He preguntado qué habían venido a hacer, qué querían. Me han respondido que habían venido sólo para charlar un poco de manera amistosa y que la próxima vez estarían muy contentos de verme en su sede, en la plaza, donde ahora mucha gente, toda gente de bien han dicho, se deja ver para intercambiar ideas y charlar un poco. Tienen una sede, justo en el atrio del duomo, el viejo palazzo Bengoni, donde se reúnen y deciden cómo actuar. He hablado con otros cabezas de familia y muchos me han confirmado que ha recibido la misma visita, de la misma manera. Las primeras veces han intentando ignorarles, pero con cada nueva visita las amenazas se han hecho más evidentes y han comenzado extraños y pequeños accidentes hasta que, de mala gana, han acabado por inscribirse al partido y los han dejado finalmente en paz.

      –Es la táctica que usan habitualmente en los pequeños centros urbanos. En la ciudad incluso es peor.

      Fosco había roto el doloroso silencio que había caído después de las palabras de Giovanni. Rudi no hablaba, absorto en una madeja de sensaciones angustiosas. Consciente de constituir un peligro para todos ellos, buscaba con desesperación una solución.

      –¿Qué debo hacer? No sé qué hacer… ―continuó Giovanni casi hablando para si mismo. Luego, volviéndose a Rudi ―¿Qué dices, Rudi, qué debo hacer?

      –Buena parte del problema no eres tú, soy yo ―respondió Rudi con la voz alterada por el nerviosismo ―Y es por mí que os tienen bajo control. Sé que será doloroso para todos pero sería conveniente que durante un tiempo nos comuniquemos menos y que en nuestras conversaciones telefónicas se hable sólo de cosas sin importancia. Tú, Giovanni, debes actuar para protegerlos a todos ―dijo mirando a Antonino que estaba sentado, inmóvil, como petrificado ―no puedes ponerte en su contra. Tienes un deber más grande que desempeñar que el mío.

      Fosco se había quedado en silencio. Miraba los cristales de la ventana más allá de los cuales la oscuridad de la noche se había aclarado por la lejana y pálida luna, ofuscada por un halo de niebla

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Nota del traductor: Se debe recordar que en Italia se trata de usted a las personas que no son amigos o familiares. Por lo tanto, han faltado al respeto a Giovanni llamándolo por su nombre de pila.