Sin segundo nombre. Lee Child

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Sin segundo nombre - Lee Child

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lo creo –dijo Reacher–. ¿Y si el chico lo echaba a perder? ¿Si no lograba arrebatar el bolso? O si al final no se animaba a hacerlo. La chica habría hecho todo el recorrido. El bolso le habría llegado a la gente de verdad. El papel de diario sería difícil de explicar. Es el tipo de cosa que puede arruinar una relación. Mientras que de un bolso vacío se puede decir que era un reconocimiento. Una prueba, buscando vigilancia. Un exceso de precaución. Los malos no se podrían quejar de eso. Quizás incluso lo esperaban. Como las competencias de empleado del mes.

      Aaron no dijo nada.

      —Lo vuelvo a llamar pronto –dijo Reacher, y colgó el teléfono.

      Esta vez se movió. Salió del diner por la puerta de atrás, y cruzó una esquina expuesta, y se metió en un callejón junto a lo que alguna vez podía haber sido un local de muebles elegantes. Buscó un teléfono en la pared de atrás de la franquicia de una gomería. Quizás de donde llamabas al taxi si el negocio no tenía los neumáticos correctos.

      Se metió en la entrada a un edificio y esperó. La estación de policía estaba ahora a dos cuadras de distancia. Todavía podía oír autos que entraban y salían. Velocidad y urgencia. Le dio treinta minutos más. Después caminó hacia la gomería. Hacia el teléfono en la pared. Pero antes de llegar salió un tipo de atrás del edificio. De donde los clientes esperaban sus autos, en sillas de distintos tipos, con una máquina de café. El tipo tenía el pelo rapado y una chaqueta azul deportiva, y abajo un pantalón chino beige.

      El tipo tenía una Glock en la mano.

      De su sobaquera.

      Delaney.

      Que apuntó con el arma y dijo:

      —Deténgase.

      Reacher se detuvo.

      —No es tan inteligente como usted cree –dijo Delaney.

      Reacher no dijo nada.

      —Estuvo en la comisaría –dijo Delaney–. Vio que era básica. Apostó a que no podrían rastrear en tiempo real la ubicación de un teléfono público. Así que habló tanto como quiso.

      —¿Tenía razón?

      —El condado no puede hacerlo. Pero el estado puede. Yo sabía dónde estaba. Desde el principio. Cometió un error.

      —Eso es siempre teóricamente una posibilidad.

      —Cometió un error detrás de otro.

      —¿Sí? Porque piénselo un minuto. Desde mi perspectiva. Primero le dije dónde estaba, y después le di tiempo para que llegara hasta ahí. Tuve que esperar muchas horas. Pero no importa. Porque acá está. Al fin. Quizás soy exactamente tan inteligente como creo.

      —¿Quería que yo viniera acá?

      —Siempre es mejor cara a cara.

      —Sabe que le voy a disparar.

      —Pero no todavía. Primero necesita saber qué fue lo que le dije a Aaron. Porque aposté de nuevo. Supuse que usted sabría dónde estaba el teléfono, pero supuse que usted no podía marcar y escuchar. No de inmediato y al azar en cualquier parte del estado. No sin garantías y órdenes judiciales. No tiene ese tipo de poder. No todavía. Así que usted supo de la llamada pero no escuchó la conversación. Ahora necesita saber cuánto más control de daños va a ser necesario. Espera que ninguno. Porque deshacerse de Aaron va a ser mucho más difícil que deshacerse de mí. Preferiría no hacerlo. Pero necesita saber.

      —¿Y?

      —Hablemos de la tecnología de la policía del condado –dijo Reacher–. Sólo un minuto. Mientras hablara no me podía pasar nada. Es básica, pero no es exactamente la Edad de Piedra. Al menos pueden obtener el número cuando se termina la llamada. Con seguridad. Pueden averiguar a quién le pertenece. Quizás hasta pueden reconocerlo. Sé que de vez en cuando llaman a ese diner.

      —¿Entonces?

      —Entonces lo que yo creo es que Aaron supo bastante rápido dónde estaba yo. Pero es un tipo inteligente. Sabe por qué parloteo. Sabe cuánto se tarda en auto desde Bangor. Así que se queda en su posición una o dos horas, sólo para ver qué pasa. ¿Por qué no? ¿Qué tiene que perder? ¿Qué es lo peor que podría pasar? Y entonces aparece usted. Una teoría disparatada se demuestra correcta.

      —¿Me está diciendo que tiene refuerzos? No veo a ninguno.

      —Aaron sabía que estaba en el diner. Ahora sabe que estoy a una o dos cuadras. Todo se trata de dónde están los teléfonos públicos. Estoy seguro de que se dio cuenta de eso bastante rápido. Lo que yo creo es que ahora mismo nos está observando. Toda su brigada nos está observando, probablemente. Mucha gente. No estamos sólo usted y yo, Delaney. Hay mucha gente aquí.

      —¿Qué es esto? ¿Una de esas operaciones psicológicas?

      —Es lo que usted dijo. Una apuesta. Aaron es un tipo inteligente. Me podría haber venido a buscar hace horas. Pero no lo hizo. Porque quería saber qué iba a pasar después. Estuvo observando durante horas. Está observando ahora mismo. O quizás no. Porque quizás de hecho fue siempre medio tonto. Pero ¿le pareció tonto a usted? Esa es la apuesta. Debo decirle que, en lo personal, apuesto a inteligente. Mi consejo profesional sería que cierre la boca y se tire al piso. Hay testigos por todos lados.

      Delaney miró hacia la izquierda, atrás de la gomería. Después hacia la derecha, al local abandonado. Hacia delante, al estrecho callejón entremedio. Puertas y ventanas por todos lados, y sombras.

      —No hay nadie acá –dijo.

      —Hay sólo una manera de asegurarse –dijo Reacher.

      —¿Sería?

      —Retroceda hasta una de las ventanas y fíjese si alguien lo agarra.

      —No voy a hacer eso.

      —¿Por qué no? Usted dijo que no hay nadie acá.

      Delaney no respondió.

      —Le toca elegir –dijo Reacher–. ¿Aaron es inteligente o es tonto?

      —Me va a ver disparándole a un fugitivo. No importa si es inteligente o si es tonto. Siempre y cuando deletree bien mi nombre, me van a dar una medalla.

      —No soy un fugitivo. Mandó a Bush y a la abogada para que se encontraran conmigo. Fue una invitación. Nadie me persiguió. Quería que me escapara. Quería alguna carnada en el agua.

      Delaney hizo una pausa.

      Miró hacia la izquierda. Hacia la derecha.

      —Está hablando pavadas –dijo.

      —Eso es siempre teóricamente una posibilidad.

      Reacher no dijo más nada. Delaney miró todo alrededor. Ladrillo viejo, podrido por el hollín y la lluvia. Entradas a edificios. Y ventanas. Algunas enteras y con vidrios, otras rotas y con agujeros, otras apenas un hueco en la pared, ya sin ningún tipo de marco.

      Había una de esas en la planta baja

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