Sin segundo nombre. Lee Child

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Sin segundo nombre - Lee Child

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dejaron a Reacher solo con Bush y la abogada.

      Un segundo.

      Pensó, tiene que ser una broma.

      Le dio un golpe a Bush en el pecho, apenas una advertencia amable al plexo solar, como un llamado de atención, suficiente para provocar una clara sacudida en cualquier tipo de músculo vengativo, pero ningún verdadero dolor en ninguna otra parte. Reacher metió la mano en el bolsillo de Bush y la sacó con las llaves del auto. Se las guardó en el bolsillo y le dio al tipo un empujón en el pecho, bastante gentil, tan considerado como pudo, justo lo suficiente como para hacerlo tambalearse hacia atrás uno o dos pasos.

      A la abogada no la tocó en lo más mínimo. Sólo la apartó del camino y se fue, con la frente en alto y confiado, bajo los techos bajos, por los pasillos en zigzag y afuera por la entrada principal. Fue derecho al auto de Bush, el lugar D2. El Crown Vic. Deteriorado pero no destruido, limpio pero no reluciente. Arrancó en el primer intento. Ya estaba caliente. Los escoltas de prisioneros ya habían pasado el auto. Iban de camino al micro. No se dieron vuelta.

      Reacher salió disparado, justo cuando las primeras pocas caras de espera un segundo empezaron a aparecer en puertas y ventanas. Dobló a la derecha y a la izquierda y a la izquierda otra vez, por calles al azar, apuntando al principio por lo que hacía las veces de centro de la ciudad. A la primera patrulla le llevaba más de dos minutos enteros de ventaja. También partió de la comisaría. Una desgracia. Otras fueron peores. No fueron los mejores cinco minutos del departamento de policía del condado.

      No lo encontraron.

      * *

      Reacher llamó por teléfono, justo antes del almuerzo. Desde un teléfono público. Todavía había muchos en la ciudad. La señal de los celulares era mala. Reacher tenía monedas de veinticinco centavos, de abajo de las mesas de café. Siempre hay algunas. Suficientes para llamadas locales, al menos. Tenía el número, de una tarjeta colgada con una chinche atrás de la caja de un negocio de todo a cinco y diez centavos más barato que los todo por un dólar. La tarjeta era una de muchas, como si juntas formaran un escudo de defensa. Era del detective Ramsey Aaron, del departamento de policía del condado. Con un número de teléfono y una dirección de mail. Quizás algún tipo de compromiso de vecindario. La policía moderna hacía todo tipo de cosas nuevas.

      Evidentemente el número de la tarjeta sonó en el escritorio de Aaron. Atendió a la primera llamada.

      —Habla Aaron –dijo.

      —Habla Reacher –dijo Reacher.

      —¿Por qué me llama?

      —Para decirle dos cosas.

      —¿Pero por qué a mí?

      —Porque usted puede llegar a escuchar.

      —¿Dónde está?

      —Ya estoy muy lejos de la ciudad. No me va a volver a ver nunca más. Me temo que su división uniformada lo defraudó mucho.

      —Debería entregarse.

      —Eso fue lo primero –dijo Reacher–. Eso no va a suceder. Mejor que se entienda bien desde el principio. O vamos a gastar mucha energía en el ida y vuelta. No me va a encontrar nunca. Así que ni lo intente. Simplemente resígnense con altura. Mejor gaste su tiempo en lo segundo.

      —¿Fue usted en la cárcel? ¿Con el recluso en libertad condicional al que molieron a golpes?

      —¿Por qué iba a estar en la cárcel un recluso con libertad condicional?

      —¿Qué es lo segundo?

      —Tiene que averiguar quién era exactamente la chica del bolso, y quién era exactamente el chico del buzo. Nombres y antecedentes. Y qué había exactamente en el bolso.

      —¿Por qué?

      —Porque antes de que me lo diga se lo voy a decir yo a usted. Cuando vea que tengo razón, quizás me empiece a prestar atención.

      —¿Quiénes son?

      —Lo vuelvo a llamar más tarde –dijo Reacher.

      Estaba en el diner de la esquina. De donde habían salido el almuerzo y la cena. El lugar más seguro, en medio del pánico. Nadie ahí adentro lo había visto antes. Ningún policía iba a entrar para tomarse un café en un descanso. No en ese momento. Estaba fuera de cuestión. Y la comisaría era el ojo de la tormenta, lo que significaba que en una cuadra a la redonda las patrullas o estaban acelerando a fondo para alejarse de ahí y buscar en otros lugares o estaban frenando a fondo al volver, todos pesimistas y decepcionados y frustrados. En otras palabras había drama visual y emoción, pero por eso mismo no mucha observación paciente por la ventana hacia los alrededores inmediatos del vecindario.

      El teléfono estaba en la pared de un pasillo en la parte de atrás del diner, con baños a la izquierda y a la derecha, y una salida de emergencia al fondo. Reacher colgó y volvió a su mesa. Era una de las seis personas sentadas ahí solas en las sombras. Nadie le prestaba atención. Tuvo la sensación de que no eran raros los desconocidos. Al menos como concepto. En la pared había viejas fotografías. Más artefactos de otras épocas colgados en exhibición. La ciudad había estado en el negocio de la tala. Se habían hecho fortunas. La gente había estado entrando y saliendo constantemente por cientos de años, arrastrando cargamentos, vendiendo herramientas, simulando todo tipo de indignación falsa con respecto a los precios.

      Quizás una parte de la ciudad todavía trabajaba. Un aserradero solitario acá o allá. Quizás todavía pasaba alguna gente. No mucha, pero suficiente. Definitivamente en el diner nadie miraba a los ojos. Nadie se escondía atrás de un diario para marcar un teléfono a escondidas.

      Reacher esperó.

      * *

      Llamó de nuevo, una cantidad de minutos al azar después de que pasó la primera hora. Puso la mano ahuecada sobre la boca para que el ruido del lugar no sonara dos veces igual. Quería que pensaran que estaba en movimiento. Si pensaban que no era así iban a empezar a preguntarse dónde se había escondido, y Aaron parecía un tipo lo suficientemente inteligente como para darse cuenta. Podía entrar derecho y tomar asiento.

      Atendieron el teléfono a la primera llamada.

      —Habla Aaron –dijo Aaron.

      —Tiene que preguntarse por una cuestión de transporte –dijo Reacher–. Seis tipos me llevaron anoche a Warren. Pero sólo dos me trajeron esta mañana. Seis tipos eran muchas horas extras en una tarde. Excesivas, podrían decir algunos, para un prisionero en un micro. Especialmente cuando el presupuesto es un problema. Así que ¿por qué se hizo así?

      —Usted es una incógnita. Más vale prevenir que curar.

      —¿Entonces por qué no me pusieron los mismos seis tipos esta mañana? No saben de mí ahora mucho más de lo que sabían anoche.

      —Estoy seguro de que usted me va a decir por qué –dijo Aaron.

      —Dos posibilidades. No enfrentadas necesariamente. Como conectadas.

      —A ver.

      —Querían

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