Sin segundo nombre. Lee Child

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Sin segundo nombre - Lee Child

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así que Reacher puso la parte baja de la palma donde terminaba la cinta y la rompió como girando un picaporte.

      Hasta acá todo bien. En ese punto, a tres segundos de empezar, Reacher vio como su principal problema el hecho de cómo carajo iba a cumplir su promesa de romper los brazos del tipo. Eran enormes. Eran más gruesos que las piernas de la mayoría de la gente. Estaban recubiertos y ajustados con bloques de músculos.

      Entonces se puso peor otra vez.

      La nariz y la boca del tipo estaban sangrando, pero el daño parecía sólo energizarlo. Se reanimó y rugió como la clase de tipo que Reacher había visto en los programas de forzudos a la tarde por cable en los cuartos de motel. Como si se estuviese concentrando para arrastrar un camión con un arnés o levantar una roca del tamaño de un Volkswagen. Iba a embestir como un búfalo de agua. Iba a voltear a Reacher y lo iba a apalear en el piso.

      La falta de zapatos no ayudaba. Patear descalzo era estrictamente para el gimnasio o para los Juegos Olímpicos. Las ojotas de goma eran peor que no tener nada. Reacher supuso que por eso se las hacían usar a los prisioneros. Así que patear al tipo no estaba en el menú. Lo que era una triste limitación. Pero las rodillas igual se podían usar, y los codos.

      El tipo embistió, rugiendo, los brazos abiertos como si quisiera atrapar a Reacher en un abrazo de oso. Así que Reacher embistió también. Derecho hacia el tipo. Era la única opción verdadera. Una colisión podía ser algo maravilloso. Dependiendo de qué golpeara a quién primero. En este caso las respuestas fueron el antebrazo de Reacher en el labio superior del grandote. Como un accidente en la autopista. Como dos camiones chocando de frente. Como hacer que el tipo se pegara a sí mismo en la cara.

      Las sirenas de la cárcel se apagaron.

      Visión de conjunto. ¿Qué fue lo que vio?

      Los reflectores barrieron de regreso a las torres. El revuelo había terminado. El patio de la cárcel de repente quedó en silencio. El grandote no se pudo resistir. La naturaleza humana. Quería mirar. Quería saber. Giró la cabeza. Apenas un gesto ínfimo. Un instinto, reprimido enseguida.

      Pero fue suficiente. Reacher le pegó en la oreja. Todo el tiempo del mundo. Como pegarle a un punching-ball colgado de un árbol. Y nadie tiene músculos en las orejas. Todas las orejas son prácticamente iguales. Los huesos más pequeños del cuerpo están ahí. Más todo tipo de mecanismos para mantener el equilibrio. Sin los cuales te caes.

      El tipo cayó duro.

      Los reflectores iluminaron el alambrado.

      Reacher agarró la mano del tipo. Como para ayudarlo a levantarse. Pero no. Después como para darle respetuosamente la mano y felicitarlo calurosamente por una valiente derrota.

      Eso tampoco.

      Reacher puso la punta rota en la palma de la mano del tipo y la dejó asomándose por los dos lados, y después se alejó y se mezcló con los demás junto a la puerta. Un segundo después el haz de un reflector se detuvo en el tipo. Las sirenas cambiaron de nota, ahora mandaban que todos volvieran adentro.

      Reacher esperó en su celda. Tenía la intuición de que la espera sería breve. Era el sospechoso más obvio. De tamaño el resto de los del patio chico eran la mitad del grandote. Así que los guardias vendrían a él primero. Probablemente. Lo que podía ser un problema. Porque técnicamente se había cometido un delito. Dirían algunos. Otros dirían que el ataque era la mejor defensa, lo que era todavía en su mayor parte legal. Puramente una cuestión de interpretación.

      Iba a ser delicado exponer ese argumento.

      ¿Qué es lo peor que podría pasar?

      Esperó.

      Escuchó botas en el pasillo. Dos guardias fueron derecho a su celda. Gas lacrimógeno y gas pimienta y pistolas de electroshock en el cinturón. Esposas y grilletes y cadenas delgadas de metal.

      —Prepárese para girarse cuando se le dé la orden y sacar las muñecas por el espacio de la comida –dijo uno.

      —¿Adónde vamos? –dijo Reacher.

      —Ya se va a enterar.

      —Agradecería saberlo antes que después.

      —Y yo agradecería media posibilidad para usar mi pistola de electroshock. ¿Quién de los dos va a conseguir hoy lo que quiere?

      —Supongo que ninguno sería lo mejor para los dos –dijo Reacher.

      —Coincido –dijo el tipo–. Esforcémonos para que siga siendo así.

      —Igual quiero saber.

      —Vuelve al lugar del que vino –dijo el tipo–. Hoy a la mañana es su lectura de derechos. Antes va a tener media hora con su abogada. Así que póngase su ropa de calle. Es inocente hasta que se lo declare culpable. Le toca interpretar su papel. O estaríamos siendo anticonstitucionales. O algo así. Dicen que con los uniformes de la cárcel parece como si ya fueran culpables. De ahí viene prejuicio. El sistema judicial. Está ahí en la palabra.

      Condujo a Reacher fuera de la celda, con pasitos tintineantes, y su compañero los siguió de cerca, y se encontraron con un equipo de dos custodios del estado, en un lobby estanco, medio adentro y medio afuera del lugar, donde la responsabilidad pasaba de un equipo al otro, que a partir de entonces condujo a Reacher, hasta afuera a un micro gris de la cárcel, el mismo tipo de cosa en el que había viajado para ir ahí. Lo empujaron por el pasillo y lo tiraron en el asiento del fondo. Uno de los escoltas se sentó al volante para manejar, y el otro se sentó al costado detrás del primero con una escopeta en la falda.

      Volvieron a hacer el mismo trayecto que Reacher había hecho en la dirección contraria menos de doce horas antes. Recorrieron cada metro del mismo asfalto. Los dos custodios hablaron durante todo el camino. Reacher escuchó partes de la conversación. Dependía del tono del motor. Algunas palabras se perdían. Pero se enteró de muchos chismes sobre el grandote que encontraron noqueado esa mañana en el patio chico. Todavía no había nadie implicado en el incidente. Porque nadie podía entenderlo. El grandote estaba a un mes de su primera audiencia de la libertad condicional. ¿Por qué se iba a pelear? Y si él no buscó pelea, ¿quién se iba a pelear con él? ¿Quién se iba a pelear con él y ganarle y arrastrarlo hasta el patio chico como una especie de trofeo?

      Negaron con la cabeza.

      Reacher no dijo nada.

      El viaje de vuelta duró lo mismo, casi dos horas, mismo de día que de noche, porque su velocidad no estaba limitada por la visibilidad o el tráfico, sino por un motor con poca aceleración y una caja de cambios corta, buenos para frenar y arrancar en pueblos y ciudades, pero no tan buenos para la ruta. Pero eventualmente se detuvieron en el estacionamiento que Reacher reconoció, cerca de los restos destruidos del SUV azul, y le hicieron señas para que se acercara por el pasillo, y lo bajaron del micro, y lo hicieron entrar por la misma puerta por la que había salido. Adentro había un lobby, que se podía cerrar por ambos extremos, en el que le sacaron las cadenas y las esposas, y lo entregaron a un comité de bienvenida de dos personas.

      Una de las personas era el detective Bush.

      La otra persona era la defensora pública, Cathy Clark.

      Los dos custodios se dieron vuelta y se fueron a toda prisa. Ansiosos por irse. Volverían más tarde. No podían dejar un micro

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