Sin segundo nombre. Lee Child

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      —No va a estar acá para el desayuno. Es un prisionero del estado. Como el otro. Esta noche lo van a venir a buscar.

      Una hora más tarde el joven policía volvió con un tostado de queso y una Coca en vaso de plástico. Tres dólares y monedas. Aparentemente el detective Aaron había dicho que si el estado pagaba menos que eso él se iba a encargar de la diferencia personalmente.

      —Dígale gracias –dijo Reacher–. Y dígale que tenga cuidado. Un favor por otro.

      —¿Cuidado de qué?

      —De qué camiseta se pone.

      —¿Qué quiere decir?

      —O lo va a entender o no lo va a entender.

      —¿Está diciendo que no fue usted?

      Reacher sonrió:

      —Supongo que eso ya lo escuchó otras veces.

      El joven policía asintió:

      —Todos dicen lo mismo. Ninguno de ustedes nunca hizo nada. Es lo que esperamos.

      Entonces el tipo se fue, y Reacher comió su comida, y volvió a esperar.

      Otras dos horas más tarde el joven policía apareció por tercera vez. Dijo:

      —La defensora pública está acá. Está tratando el caso por teléfono con los tipos del estado. Todavía están en Bangor. Están hablando ahora mismo. Enseguida va a estar con usted.

      —¿Cómo es? –preguntó Reacher.

      —Buena. Una vez me robaron el auto y ella me ayudó con la compañía de seguros. Fue compañera de mi hermana en la secundaria.

      —¿Qué edad tiene su hermana?

      —Tres años más que yo.

      —¿Y usted qué edad tiene?

      —Veinticuatro.

      —¿Consiguió que le pagaran el auto?

      —Una parte.

      Entonces el tipo se alejó y se sentó en la banqueta detrás de la mesa de entrada. Para aparentar un cuidado correcto de los prisioneros, supuso Reacher, mientras su abogado estaba presente. Reacher se quedó donde estaba, en la cama. Esperando.

      Treinta minutos más tarde entró la abogada. Le dijo hola al policía que estaba en el escritorio, de manera amistosa, como lo haría cualquiera al hermano menor de un viejo compañero de la secundaria. Después dijo algo más, con tono de abogado y despacio, acerca de la confidencialidad del cliente, y el tipo se levantó y salió del recinto. Cerró la puerta de acero detrás de él. El pabellón quedó en silencio. La abogada miró a través de las rejas a Reacher. Como la gente en el zoológico. Quizás en la jaula del gorila. Ella era de altura media y peso medio, y tenía puesto un traje con falda negra. Tenía el pelo corto y castaño con reflejos más claros, y ojos marrones, y cara redonda, con la boca caída. Como una sonrisa dada vuelta. Como si hubiera sufrido muchas desilusiones en su vida. Llevaba un maletín de cuero demasiado gordo como para poder cerrarlo. Por arriba sobresalía un bloc legal amarillo. Estaba lleno de notas escritas a mano.

      Dejó el maletín en el suelo y retrocedió y arrastró la banqueta de atrás de la mesa de entrada. La ubicó afuera de la jaula de Reacher y se trepó en ella, y se puso cómoda, con las rodillas bien juntas, y los tacos de los zapatos enganchados en el travesaño. Como una reunión normal con un cliente, una persona a cada lado del escritorio o la mesa, salvo porque no había ni escritorio ni mesa. Sólo una pared de gruesas barras de acero, con poca separación entre sí.

      —Mi nombre es Cathy Clark –dijo ella.

      Reacher no dijo nada.

      —Lamento haberme demorado tanto en venir –dijo ella–. Tenía una venta programada.

      —¿Se dedica también al sector inmobiliario? –dijo Reacher.

      —La mayor parte del tiempo.

      —¿Cuántas causas tuvo a su cargo?

      —Una o dos.

      —Hay una gran diferencia porcentual entre uno y dos. ¿Cuántas exactamente?

      —Una.

      —¿La ganó?

      —No.

      Reacher no dijo nada.

      —Toca el que toca –dijo ella–. Funciona así. Hay una lista. Hoy yo estaba primera. Como la fila de taxis en el aeropuerto.

      —¿Por qué no estamos haciendo esto en una sala de reuniones?

      Ella no respondió. Reacher tuvo la impresión de que a ella le gustaban las rejas. Le dio la impresión de que le gustaba la separación. Como si la hiciera estar más segura.

      —¿Usted cree que soy culpable? –dijo él.

      —Lo que yo pienso no importa. Importa qué es lo que puedo hacer.

      —¿Y sería?

      —Hablemos –dijo ella–. Tiene que explicar por qué estaba allí.

      —En algún lado tengo que estar. Ellos tienen que explicar por qué habría traicionado a mi cómplice. Se los entregué directamente.

      —Creen que usted estuvo torpe. Usted pretendía sólo agarrar el bolso, y lo volteó sin querer. Creen que él pretendía seguir corriendo.

      —¿Por qué había detectives del condado involucrados en una operación del estado?

      —Presupuesto –dijo ella–. También para compartir el mérito, para que todos queden contentos.

      —Yo no agarré el bolso.

      —Tienen cuatro testigos que dicen que usted se agachó a buscarlo.

      Reacher no dijo nada.

      —¿Por qué estaba allí? –dijo ella.

      —Había treinta personas en esa plaza. ¿Por qué estaban ahí?

      —La evidencia demuestra que el chico corrió directo hacia usted. No hacia ellos.

      —No fue así como sucedió. Yo me le crucé en el camino.

      —Exactamente.

      —Cree que soy culpable.

      —No importa lo que yo pienso –volvió a decir ella.

      —¿Qué declaran que había en el bolso?

      —Todavía no lo dicen.

      —¿Es legal eso? ¿No debería

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