Sin segundo nombre. Lee Child

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Sin segundo nombre - Lee Child

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había adentro?

      —Ya vamos a llegar a eso. Pero primero tenemos que volver atrás. A lo que le pregunté al principio de todo. Para asegurarnos. Acerca de su intención.

      —Estaba ayudando a los policías.

      —¿Sí?

      —¿Le preocupa la responsabilidad legal? Si fuera un civil brindando ayuda, tendría la misma inmunidad que tienen las fuerzas de seguridad. Además el chico no salió herido. Algunos rasguños quizás. Quizás un raspón en la rodilla. No es un problema. A no ser que ustedes acá tengan jueces realmente particulares.

      —Nuestros jueces están OK. Cuando entienden el contexto.

      —¿Cuál otro podría ser el contexto? Fui testigo de un delito. Hubo una clara manifestación de apresar al criminal por parte del departamento de policía. Yo los ayudé. ¿Me está diciendo que tienen un problema con eso?

      —¿Nos disculparía por un momento? –dijo Delaney.

      Reacher no respondió. Cook y Delaney se pusieron de pie y salieron despacio desde el otro lado de la mesa rectangular. La puerta se cerró con un clic detrás de ellos. Esta vez Reacher estuvo casi seguro de que había trabado. Miró el espejo. No vio más que su reflejo, gris con un tinte verde.

      Diez minutos de su tiempo. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

      No pasó nada. Nada durante tres largos minutos. Entonces Cook y Delaney volvieron a entrar. Se volvieron a sentar, Cook a la izquierda y Delaney a la derecha.

      —Usted afirmó que estaba brindando asistencia a las fuerzas de seguridad –dijo Delaney.

      —Correcto –dijo Reacher.

      —¿Le gustaría reconsiderar esa declaración?

      —No.

      —¿Está seguro?

      —¿Usted no?

      —No –dijo Delaney.

      —¿Por qué no?

      —Creemos que la verdad fue muy distinta.

      —¿Cómo es eso?

      —Creemos que usted estaba sacándole el bolso al chico. De la misma manera que él se lo sacó a la chica. Creemos que usted era un sorpresivo e impredecible segundo participante.

      —El bolso cayó al piso.

      —Tenemos testigos que lo vieron a usted agachándose a levantarlo.

      —Lo pensé mejor. Lo dejé ahí. Aaron lo levantó.

      Delaney asintió:

      —Y para entonces estaba vacío.

      —¿Quiere revisarme los bolsillos?

      —Creemos que usted retiró el contenido del bolso y se lo dio a alguno de los presentes.

      —¿Qué?

      —Si usted fuera un segundo participante, ¿por qué no podría haber un tercero?

      —Eso es un disparate –dijo Reacher.

      —Jack-nada-Reacher –dijo Delaney–, queda arrestado por asociación ilícita con una organización corrupta con influencias mafiosas. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usado en su contra en la corte. Tiene derecho a la presencia de un abogado antes de que se lo siga interrogando. Si no puede pagar un abogado se le asignará uno con el dinero de los contribuyentes.

      Entraron cuatro policías del condado, tres con armas cortas desenfundadas y el cuarto con una escopeta en presenten armas cruzándole el pecho. Del otro lado de la mesa Cook y Delaney apenas se levantaron las solapas para exhibir sus Glock 17 en las sobaqueras. Reacher no se movió. Seis contra uno. Demasiados. Probabilidades en contra. Más la tensión nerviosa en el aire, más dedos en los gatillos, más un completamente desconocido nivel de entrenamiento, pericia y experiencia.

      Se podían cometer errores.

      Reacher no se movió.

      —Quiero al defensor público –dijo.

      Después de eso, no dijo nada más.

      Le esposaron las muñecas detrás de la espalda y lo llevaron al pasillo, y doblaron una vez para cada lado, y abrieron una puerta de acero empotrada en un marco de hormigón y la cruzaron, y entraron a la zona de detención de la comisaría, que era un pabellón en miniatura con tres celdas vacías en un corredor estrecho, al otro extremo de una mesa de entrada que en ese momento estaba desocupada. Uno de los policías enfundó el arma y dio la vuelta. Le sacaron las esposas a Reacher. Entregó su pasaporte, su tarjeta ATM, su cepillo de dientes, setenta dólares en billetes, setenta y cinco centavos en monedas de veinticinco y los cordones de los zapatos. A cambio le dieron un empujón por la espalda y el uso exclusivo de la primera de las celdas. La puerta se cerró con un sonido metálico, y la traba sonó como un martillo golpeando un clavo para durmientes. Los policías miraron hacia adentro por un segundo más, como la gente en el zoológico, y después dieron media vuelta y se alejaron caminando más allá de la mesa de entrada y fuera de la sala, uno detrás de otro. Reacher escuchó cómo se cerraba la puerta de acero detrás del último. Escuchó cómo trababa.

      Esperó. Era bueno esperando. Era un hombre paciente. No tenía adónde ir y tenía todo el tiempo del mundo para llegar ahí. Se sentó en la cama, que era una estructura de hormigón, de molde, al igual que un pequeño escritorio, con banqueta integrada. La banqueta tenía una pequeña almohadilla redonda, de la misma delgada goma espuma recubierta en vinilo que el colchón de la cama. El inodoro era de acero, con una tapa cóncava para hacer de lavabo. Sólo agua fría. Como el cuarto de motel más piojoso del mundo, pero limitado a los requisitos mínimos inevitables, y después reducido en tamaño hasta lo apenas tolerable. Los arquitectos de los viejos tiempos habían usado incluso más hormigón que en los demás lugares. Como si los prisioneros que trataran de escapar pudieran ejercer más fuerza que las bombas atómicas.

      Reacher llevó el tiempo mentalmente. Pasaron dos horas, y parte de una tercera, y entonces el más joven de los uniformados del condado se presentó para un control de rutina. Miró hacia el otro lado de las rejas y dijo:

      —¿Está OK?

      —Estoy bien –dijo Reacher–. Con un poco de hambre, quizás. Ya pasó la hora del almuerzo.

      —Hay un problema con eso.

      —¿El cocinero faltó por enfermedad?

      —No tenemos cocinero. Mandamos a buscar. Al diner de la esquina. Para el almuerzo hay autorización de gastar hasta cuatro dólares. Pero esa es la tasa del condado. Usted es un prisionero del estado. No sabemos qué es lo que ellos pagan por el almuerzo.

      —Espero que más.

      —Pero tenemos que estar seguros. Si no, lo podemos llegar a tener que pagar nosotros.

      —¿Delaney no sabe? ¿O Cook?

      —Se

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