Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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al oído del lord unas palabras que nadie pudo oír.

      —Está bien —contestó lord James—. ¡Buenas noches, amigos, y que Dios nos libre de malos encuentros!

      Los cazadores montaron a caballo y salieron del parque galopando.

      Después de saludar al lord, que se había puesto de muy mal humor, y de estrechar apasionadamente la mano de Mariana, Sandokán se retiró a su cuarto. Se paseó largo rato. Una inquietud inexplicable se reflejaba en su rostro, y sus manos atormentaban la empuñadura del kriss. Sin duda pensaba en el interrogatorio que le había hecho el oficial. ¿Lo habría reconocido, o era nada más que una sospecha? ¿Tramaba algo contra el pirata?

      —¡Si me preparan una traición —dijo al fin Sandokán alzando los hombros—, yo sabré deshacerla! Nunca he tenido miedo a los ingleses. Descansemos y mañana ya veré qué es lo que hay que hacer.

      Se echó en la cama sin desnudarse, puso el kriss al lado, y se durmió tranquilamente con el dulce nombre de Mariana en los labios.

      Despertó al mediodía, cuando ya el sol entraba por las ventanas.

      Le preguntó a un criado dónde estaba el lord, pero le contestó que había salido a caballo antes del amanecer, en dirección a Victoria. Tal noticia lo dejó estupefacto.

      —¿Se ha marchado sin haberme dicho nada anoche? —murmuró—. ¿Se estará tramando alguna traición en mi contra? ¿Y si esta noche volviera como enemigo? ¿Qué debo hacer con ese hombre que me ha cuidado como un padre y que es el tío de la mujer a quien adoro? ¡Ah, qué bella estaba Mariana la tarde en que intenté huir! ¡Y yo trataba de alejarme para siempre de ti, cuando tú me amabas ya! ¡Extraño destino! ¿Quién hubiera dicho que yo amaría a esa mujer? ¡Y cómo la amo! ¡Por esa mujer sería capaz de hacerme inglés, me vendería como esclavo, dejaría para siempre la borrascosa vida de aventurero, maldeciría a mis tigrecillos y a ese mar que domino y que considero como la sangre de mis venas!

      Inclinó la cabeza y se sumergió en un mundo de pensamientos. Pero volvió a levantarla, con los dientes apretados y los ojos despidiendo llamas.

      —¿Y si rechaza al pirata? —exclamó—. ¡No es posible, no es posible! ¡Aunque tenga que poner fuego a Labuán, será mía!

      Bajó al parque y empezó a pasearse, dominado por una intensa agitación.

      Mariana apareció caminando por un sendero.

      —Lo buscaba, mi heroico amigo —dijo ruborizada. Se acercó un dedo a los labios como para recomendarle silencio, lo cogió de una mano y lo condujo a una pérgola.

      —Escuche —dijo aterrada—. Ayer dejó usted escapar unas palabras que han alarmado a mi tío. Tengo una sospecha que usted debe arrancarme del corazón. Dígame, si la mujer a quien ha jurado amor le pidiera una confesión, ¿se la haría?

      El pirata se hizo atrás bruscamente. Pareció que vacilaba bajo un terrible golpe.

      —Milady —dijo al cabo de algunos instantes de silencio, y cogió las manos de la joven-, por usted lo haré todo. Si debo hacerle una revelación dolorosa para ambos, la haré. ¡Se lo juro!

      Mariana levantó sus ojos hacia él. Sus miradas se cruzaron, suplicante la de ella, brillante la del pirata.

      —No me engañe, príncipe —dijo Mariana con voz ahogada—. Quienquiera que sea, el amor que ha encendido en mi corazón no se apagará nunca. ¡Rey o bandido, lo amaré igual!

      Un profundo suspiro salió de los labios del pirata.

      —¿Quieres saber mi nombre?

      —¡Sí, tu nombre!

      —Escucha, Mariana —dijo Sandokán, como si hiciera un esfuerzo sobrehumano—, hay un hombre que impera en este mar que baña las costas de las islas malayas, que es el azote de los navegantes, que hace temblar a las gentes, y cuyo nombre suena como una campana funeral. ¿Has oído hablar de Sandokán, el Tigre de la Malasia? ¡Mírame a la cara: el Tigre soy yo!

      La joven dio un grito de horror y se cubrió el rostro con las manos.

      —¡Mariana —exclamó el pirata cayendo a sus pies con los brazos extendidos hacia ella—, no me rechaces, no te asustes! Fue la fatalidad la que me convirtió en pirata. Los hombres de tu raza no tuvieron piedad conmigo, que no les había hecho mal alguno. Me arrojaron al fango desde las gradas de un trono, me quitaron mi reino, asesinaron a mi madre, a mis hermanos, a mis hermanas. Me empujaron a los mares. No soy pirata por robar, sino que lo soy como justiciero, soy el vengador de mi familia y de mis súbditos, nada más. Si quieres, recházame, y me alejaré para siempre de estos lugares para no causarte miedo nunca más.

      —¡No, Sandokán, no te rechazo, porque te amo demasiado!

      —¡Me amas todavía! ¡Repítelo, repítelo!

      —Sí, Sandokán, te amo, y ahora más que ayer.

      El pirata la estrechó contra su pecho. Una alegría infinita iluminaba su rostro.

      —¡Mía! ¡Eres mía! —exclamó con una felicidad inenarrable.

      —¡Llévame lejos, a una isla cualquiera, pero donde pueda quererte sin peligro ni ansiedades!

      —Si quieres, te llevaré a una isla lejana cubierta de flores, donde no oigas hablar de Labuán ni yo de Mompracem. A una isla encantada donde podrán vivir enamorados el terrible pirata y la hermosa Perla de Labuán. ¿Quieres, Mariana?

      —¡Sí, si tú quieres, iré contigo! Pero ahora te amenaza un grave peligro, tal vez se trama una traición contra ti.

      —Lo sé —exclamó Sandokán-, pero no la temo.

      —Te pido que te marches, Sandokán.

      —¡Marcharme! ¡Si no tengo miedo!

      —Huye, Sandokán, mientras sea tiempo. Temo que te suceda una desgracia. Mi tío no ha salido por capricho; debe haberlo llamado el baronet William Rosenthal, que probablemente te ha reconocido. ¡Por favor, parte, vuelve a tu isla ahora! ¡Ponte a salvo antes de que una tempestad caiga sobre tu cabeza!

      En lugar de obedecer, Sandokán cogió a la joven y la levantó en los brazos. Su rostro tenía ahora otra expresión: le brillaban los ojos, las sienes le latían con furia y sus labios se entreabrían mostrando los dientes.

      Un instante después se arrojó como una fiera a través del parque, saltando los arroyos y la cerca. No se detuvo hasta llegar a la playa, por la cual vagó largo tiempo sin saber qué hacer. Cuando decidió regresar, ya había caído la noche y salía la luna.

      Apenas llegó a la quinta, preguntó por el lord, pero le informaron que no había vuelto.

      Fue al saloncito y allí estaba Mariana, arrodillada ante una imagen, con el rostro inundado de lágrimas.

      —¡Adorada Mariana! —exclamó el pirata—. ¿Lloras por mí? ¿Porque soy el Tigre de la Malasia, el hombre odiado por tus compatriotas?

      —¡No, Sandokán! ¡Tengo miedo! ¡Huye de aquí, pronto!

      —Yo

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