Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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de un caballo.

      —¡Mi tío! ¡Huye, Sandokán! —exclamó Mariana.

      —¡Yo! ¡Yo!

      En ese momento entraba lord James, grave, con mirada torva, y vestido con el uniforme de capitán de marina.

      —Si yo hubiera sido un hombre de su especie —dijo con desdén—, antes de pedir hospitalidad a un enemigo me hubiera dejado matar por los tigres del bosque. ¡Es usted un pirata y un asesino!

      —¡Señor -exclamó Sandokán, dispuesto a vender cara su vida-, no soy un asesino, soy un justiciero! -¡No quiero una palabra más! ¡Salga de mi casa! Sandokán lanzó una larga mirada a Mariana, que había caído al suelo medio desvanecida y con paso lento, la mano en la empuñadura del kriss, alta la cabeza, fiera la mirada, salió del saloncito y descendió la escalera, ahogando con un poderoso esfuerzo los latidos furiosos de su corazón y la emoción profunda que lo dominaba.

      En cuanto llegó al parque se detuvo y desnudó el kriss, cuya hoja brilló a los rayos de la luna.

      A trescientos pasos se extendía una fila de soldados que, con la carabina en la mano, se disponían a hacer fuego sobre él.

      R

      En otros tiempos Sandokán, aun cuando se viera casi desarmado frente a un enemigo cincuenta veces más poderoso, no habría dudado un instante en arrojarse sobre las puntas de las bayonetas para abrirse paso. Pero ahora que amaba, que sabía que era correspondido y que quizás lo seguía ella con la vista y llena de ansiedad, no quiso cometer una locura que pudiera costarle la piel a él, y a ella, sabe Dios cuántas lágrimas.

      Sin embargo, era preciso abrirse paso para llegar al bosque y luego al mar, su único asilo seguro.

      Volvió a subir la escalera sin que los soldados lo hubieran visto y entró de nuevo al saloncito con el kriss en la mano.

      Todavía estaba allí el lord; la joven había desaparecido.

      —Señor —dijo Sandokán acercándosele—, si yo le hubiese dado hospitalidad, si le hubiera llamado mi amigo y hubiera descubierto después que era un enemigo, le habría indicado la puerta, pero no le hubiera tendido una cobarde emboscada. Ahí abajo, en el camino que debo recorrer, hay cincuenta o cien hombres dispuestos a fusilarme. Mande que se retiren y que me dejen el paso libre.

      —¿Es decir que el invencible Tigre tiene miedo? —preguntó el lord con fría ironía.

      —¡Miedo yo! Por supuesto que no, milord. Pero aquí no se trata de combatir, sino de asesinar a un hombre.

      —¡No me importa! ¡Salga de mi casa, o si no...

      —Milord, no me amenace, porque el Tigre sería capaz de morder la mano que lo curó.

      —¡Entonces nos veremos los dos, Tigre de la Malasia! —gritó el lord y desenvainó el sable.

      —¡Ya sabía que intentaba asesinarme a traición! ¡Vamos, milord, ábrame paso o me arrojo sobre usted!

      En lugar de obedecer, lord James tomó una trompeta de caza y lanzó una aguda nota.

      —¡Ya es tiempo, asesino, que caigas en nuestras manos! —dijo—. ¡Dentro de pocos minutos estarán aquí los soldados y a las veinticuatro horas te ahorcarán!

      Sandokán lanzó un sordo rugido. De un salto se apoderó de una silla y se subió a la mesa, con las facciones contraídas y una feroz sonrisa en sus labios.

      En ese instante resonó fuera otra trompeta, y en el corredor la voz de Mariana que gritaba desesperada:

      —¡Sandokán, huye!

      El pirata levantó la silla y la arrojó con toda su fuerza contra el lord, que cayó al suelo. Rápido como el rayo, Sandokán se le fue encima con el kriss en alto.

      —¡Mátame, asesino! —gritó el inglés.

      El pirata le ató fuertemente brazos y piernas con su propia faja. En seguida le quitó el sable y se lanzó al corredor.

      —¡Aquí estoy, Mariana!

      Ella se precipitó en sus brazos y lo llevó a su habitación.

      —¡Sandokán, he visto soldados! -sollozó-. ¡Dios mío, estás perdido!

      —Todavía no, ya verás como escapo de los soldados.

      La llevó hacia la ventana y la contempló un instante a la luz de la luna.

      —Mariana —dijo—, júrame que serás mi esposa.

      —Te lo juro por la memoria de mi madre.

      —¿Me esperarás?

      —¡Sí, te lo prometo!

      —Voy a escapar, pero dentro de una semana, vendré a buscarte a la cabeza de mis hombres.

      Subió a la ventana y saltó en medio de una espesa cortina de trepadoras que lo ocultaron por completo. Unos sesenta soldados avanzaban lentamente hacia la casa, con los fusiles preparados para hacer fuego. Sandokán, que seguía emboscado como un tigre, el sable en la mano derecha y el kriss en la izquierda, no respiraba ni se movía. El único movimiento que hacía era levantar la cabeza para mirar hacia la ventana donde estaba Mariana.

      Muy pronto los soldados se encontraron a muy pocos pasos de su escondite. En ese momento se oyó la trompa del lord.

      —¡Adelante! —mandó el cabo—. ¡El pirata está en los alrededores de la casa!

      Se acercaron con lentitud. Sandokán midió la distancia, se enderezó y de un salto cayó sobre los enemigos. Partir el cráneo del cabo y desaparecer en medio de la espesura fue cosa de un solo instante.

      Los soldados, asombrados por tal audacia, vacilaron un momento, lo que bastó a Sandokán para llegar a la empalizada, saltarla de un solo brinco y desaparecer por el otro lado.

      En seguida estallaron gritos de furor, acompañados de varias descargas de fusilería. Oficiales y soldados se lanzaron fuera del parque.

      Ya libre en la espesura, donde sobraban medios para desplegar mil astucias y esconderse donde mejor le pareciera, no temía a sus enemigos. Sentía una voz que le murmuraba sin cesar: “¡Huye, que te amo!”

      A cada momento los gritos de sus perseguidores se oían más lejos, hasta que se apagaron por completo. Para recobrar aliento se detuvo un rato al pie de un árbol gigantesco. Allí pensó en el camino que debía escoger a través de aquellos millares de árboles y plantas. La noche era clara, la luna brillaba en un cielo sin nubes y esparcía por los claros del bosque sus azulados rayos.

      —A ver —dijo el pirata orientándose con las estrellas—, a mis espaldas tengo a los ingleses; delante, hacia el oeste, está el mar. Si voy directo hacia allá, puedo encontrarme con algún grupo de soldados. Es mejor desviarme en línea recta. Después me dirigiré al mar, a gran distancia de aquí.

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