Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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árbol enorme, al que se subió.

      —Con esto basta para hacer perder mi pista incluso a los perros —dijo—. Ahora puedo darme algún reposo sin temor de que me descubran.

      Habría transcurrido media hora cuando se produjo a corta distancia un ligerísimo ruido que a otro oído menos fino que el suyo se le hubiera escapado.

      Apartó un poco las hojas y, conteniendo la respiración, miró hacia lo más sombrío del bosque. Dos soldados avanzaban con todo cuidado.

      —¡El enemigo! —murmuró—. ¿Me he extraviado o han venido siguiéndome tan de cerca?

      Los dos soldados se detuvieron casi debajo del árbol que servía de refugio a Sandokán.

      —Me da miedo esta espesura —dijo uno.

      —A mí también —contestó el otro—. El hombre que buscamos es peor que un tigre, capaz de caer de improviso encima de nosotros. ¿Viste como mató a nuestro cabo en el parque?

      —¡No lo olvidaré jamás! ¡No parecía un hombre! ¿Crees que lograremos prenderlo?

      —Tengo mis dudas, a pesar de que el baronet William Rosenthal ofrece cincuenta libras esterlinas por su cabeza. Pero yo creo que mientras nosotros corríamos hacia el oeste para impedirle embarcarse en algún parao, él va hacia el norte o hacia el sur.

      —Pero mañana saldrá un crucero y le impedirá huir.

      —Tienes razón. ¿Qué hacemos ahora?

      —Vayamos a la costa y después veremos. Allá esperaremos al sargento Willis, que viene cerca.

      Lanzaron un último vistazo en derredor y continuaron su ruta hacia el oeste.

      Sandokán, que no había perdido una sílaba del diálogo, esperó cerca de media hora y después bajó a tierra.

      —¡Está bien! Todos me siguen hacia el oeste. Marcharé entonces siempre hacia el sur, donde no encontraré enemigos. Pero tendré cuidado porque el sargento Willis viene pisándome los talones.

      Emprendió su marcha, volvió a cruzar el torrente y comenzó a abrirse paso a través de una espesa cortina de plantas. Iba a rodear el tronco de un enorme árbol de alcanfor cuando una voz imperiosa y amenazadora le gritó:

      —¡Si das un paso, te mato como a un perro!

      R

      Sin mostrar el menor miedo por tan brusca intimidación, que podía costarle la vida, el pirata se volvió lentamente empuñando el sable y dispuesto a servirse de él.

      A seis pasos de él, un hombre, sin duda el sargento Willis, salió de un matorral y le apuntó fríamente, resuelto a poner en acción su amenaza.

      Sandokán lo miró con tranquilidad, pero con ojos que despedían una extraña luz, y soltó una carcajada.

      —¿De qué te ríes? —dijo desconcertado el sargento—. ¡Me parece que este momento no es para reír!

      —¡Me río porque me parece raro que te atrevas a amenazarme de muerte! —contestó Sandokán—. ¿Sabes quién soy?

      —El jefe de los piratas de Mompracem.

      —Sí, soy el Tigre de la Malasia.

      Y lanzó otra carcajada. El soldado, aunque espantado de encontrarse solo ante aquel hombre cuyo valor era legendario, estaba decidido a no retroceder.

      —¡Vamos, Willis, ven a prenderme! —dijo Sandokán.

      —¿Cómo sabe mi nombre?

      —Un hombre escapado del infierno no puede ignorar nada —repuso el Tigre burlonamente.

      El soldado, que había bajado el fusil, sorprendido, aterrado, no sabiendo si estaba delante de un hombre o de un demonio, retrocedió procurando apuntarle, pero Sandokán se le fue encima como un relámpago y lo derribó en tierra.

      —¡Perdón, perdón! —balbuceó el sargento.

      —Te perdono la vida —dijo Sandokán—. Levántate y escúchame. Quiero que contestes a las preguntas que te haré.

      —¿Qué preguntas?

      —¿Hacia dónde creen que voy huyendo?

      —Hacia la costa occidental.

      —¿Cuántos hombres me persiguen?

      —No puedo decirlo, sería una traición.

      —Es verdad, no te culpo; al contrario, estimo tu lealtad.

      El sargento lo miró asombrado.

      —¿Qué clase de hombre es usted? —dijo—. Lo creía un miserable asesino y veo que me equivocaba.

      —Eso no importa. ¡Quítate el uniforme!

      —¿Qué va a hacer con él?

      —Me servirá para huir y nada más. ¿Son soldados indios los que me persiguen?

      —Sí, son cipayos.

      El soldado se quitó el uniforme y Sandokán se lo puso, se ciñó la bayoneta y la cartuchera, se colocó el casco de corcho y se cruzó la carabina.

      —Ahora déjate atar.

      —¿Quiere que me devoren los tigres?

      —No hay tigres por aquí. Y yo debo tomar mis medidas para que no me traiciones.

      Amarró al soldado a un árbol y se alejó rápidamente.

      —Es preciso que esta noche llegue a la costa y me embarque —se dijo—. Puede ser que con el traje que llevo me sea fácil huir y tomar lugar en cualquier embarcación que vaya directamente a las Romades. Desde allí iré a Mompracem, y entonces... ¡Mariana, pronto volverás a verme!

      Se puso nuevamente en camino con paso más rápido. Anduvo toda la noche, atravesando grupos de árboles gigantescos, pequeñas florestas, praderías con abundantes ríos. Se orientaba por las estrellas.

      Al salir el sol se detuvo para descansar un poco. Cuando iba a ocultarse entre las lianas, oyó una voz que le gritaba:

      —¡Eh, camarada! ¿Qué buscas allí adentro? ¡Ten cuidado, no sea que se esconda por ahí algún pirata, que son bastante más terribles que los tigres de tu país!

      Sin sorprenderse, y seguro de no tener nada que temer por el traje que vestía, Sandokán se volvió tranquilamente y vio dos soldados tendidos a alguna distancia bajo la fresca sombra de una areca. Reconoció a los que iban precediendo al sargento Willis.

      —¿Qué hacen aquí? —masculló con acento gutural en un mal inglés.

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