Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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perderé esta isla.

      Al caer la tarde, la roca presentaba un aspecto imponente; parecía inexpugnable. Los ciento cincuenta hombres que quedaban después del ataque de la escuadra y de la pérdida de las dos tripulaciones que siguieran a Sandokán a Labuán, habían trabajado como quinientos.

      Llegada la noche, Sandokán hizo embarcar sus joyas y artículos de valor en un gran parao y, junto a otros dos, lo envió a las costas occidentales para que se remontara a alta mar por si era necesario huir.

      A medianoche, Yáñez, los jefes y todas las bandas se reunían con Sandokán ante la gran cabaña. El Tigre estaba vestido en traje de gala, de raso rojo, con turbante verde adornado con un penacho cuajado de brillantes. A la cintura llevaba dos kriss, insignia de gran jefe, y una espléndida cimitarra con la vaina de plata y la empuñadura de oro. A su lado tenía a Mariana.

      —¡Amigos, mis fieles tigres! —dijo—. Los he llamado para decidir la suerte de Mompracem. Comprendo que mi misión vengadora ha concluido, que ya no sabré rugir ni combatir como en otros días, que necesito reposo. Combatiré, sin embargo, una vez más al enemigo que quizás mañana venga a atacarnos, y después daré mi adiós a Mompracem y me iré lejos a vivir con esta mujer, a quien amo y que será mi esposa. ¿Quieren continuar las empresas del Tigre? Les dejo mis barcos y mis cañones. Pero si prefieren acompañarme a mi nueva patria, seguiré considerándolos como a mis hijos.

      Los piratas no contestaron, pero muchos rostros, ennegrecidos por la pólvora de los cañones y los vientos del mar, se bañaban en lágrimas.

      —¡Capitán, mi capitán! —exclamó Giro Batol, que lloraba como un niño—. ¡No abandone nuestra isla! ¡Nosotros la defenderemos!

      —¡Milady —dijo Inioko—, quédese usted también con nosotros! Formaremos una muralla con nuestros cuerpos para protegerla de las balas de los enemigos.

      La joven se adelantó hacia las bandas y luego miró al Tigre.

      —Sandokán —dijo con voz firme—, si yo rompiera el débil vínculo que me liga a mis compatriotas y adoptara por patria esta isla, ¿te quedarías?

      —Sí, y te juro que no volveré a tomar las armas sino en defensa de mi tierra.

      —¡Entonces que Mompracen sea mi patria! ¡Aquí me quedo!

      Cien armas se alzaron mientras los piratas gritaban a una voz:

      —¡Viva la reina de Mompracem!

      R

      A la mañana siguiente parecía que el delirio se había apoderado de los piratas de Mompracem. No eran hombres; eran titanes que trabajaban con energía sobrehumana en fortificar la isla, que ya no abandonarían gracias a que la Perla de Labuán había jurado permanecer en ella.

      Y la reina de Mompracem estaba allí, animándolos con su voz y con sus sonrisas, mientras, a la cabeza de todos, Sandokán trabajaba con actividad febril ayudado por Yáñez, que no perdía su acostumbrada calma.

      —Temo un ataque violento —dijo Sandokán a Yáñez—. Ya verás como los ingleses no vienen solos a atacarnos. Estoy seguro que se han coligado con los holandeses.

      —¡Pues encontrarán la horma de su zapato! Nuestra isla es inexpugnable ahora.

      —¡Ojalá, Yáñez, pero no nos fiemos! De todos modos, en caso de que nos derroten, los paraos están dispuestos para escapar.

      Al amanecer se oyeron fuertes gritos: -¡El enemigo! ¡El enemigo!

      Sandokán, Mariana y Yáñez se precipitaron hacia el borde de la gigantesca roca.

      —¡Es una verdadera flota! —murmuró Yáñez—. ¿Dónde han reunido tantas fuerzas esos canallas ingleses?

      —¡Mira —indicó Sandokán—, hay barcos ingleses, holandeses, españoles, hasta paraos de ese miserable sultán de Varauni!

      La escuadra agresora se componía de tres cruceros ingleses, dos corbetas holandesas, cuatro cañoneras españolas y ocho paraos del sultán. Disponían entre todos de unos mil quinientos hombres.

      —¡Mil rayos! ¡Son muchos! —exclamó Yáñez.

      —Pero nosotros somos valientes y nuestra roca es fuerte.

      —¿Vencerás, Sandokán? —preguntó Mariana con voz temblorosa.

      —¡Eso espero, amor mío! -contestó el pirata. Doscientos indígenas habían llegado del interior de la isla y ocupaban los puntos que les señalaran los piratas, quienes ya se encontraban en sus puestos detrás de los cañones.

      —No está tan mal —dijo Yáñez—, seremos trescientos cincuenta para sostener el choque.

      Sandokán confió a seis de los más valientes el cuidado de Mariana para que la internaran en los bosques a fin de no exponerla al peligro.

      —Yo volveré a buscarte. No temas, querida mía, las balas seguirán respetando al Tigre de la Malasia.

      La miró sonriendo, como si se despidiera, y en seguida echó a correr hacia los bastiones, gritando:

      —¡Arriba, tigrecitos, el capitán está con ustedes!

      —¡Viva Sandokán!, ¡viva nuestra reina!

      —¡Recuerden que defienden a la Perla de Labuán y que esos hombres que nos atacan son los que asesinaron a nuestros compañeros!

      —¡Venganza! —gritaron a coro los piratas.

      Un cañonazo derribó en ese momento la bandera que ondeaba en el bastión central.

      Sandokán se estremeció y un dolor intenso se reflejó en su rostro.

      —¡Odiada flota enemiga, hoy me vencerás! —exclamó. Miró un instante a su alrededor, con profunda tristeza.-¡Tigres, a limpiar el mar de enemigos! -gritó-. ¡Fuego!

      A la orden del Tigre, todos dispararon a un tiempo, dejando oír una sola detonación. La escuadra, aunque muy maltratada por aquella primera y formidable descarga, no tardó en contestar.

      No se perdía tiro de una parte ni de otra. La flota tenía la ventaja del número y la de poder moverse y dividir los fuegos del enemigo; pero a pesar de eso no adelantaba nada.

      Sandokán no cesaba de gritar alentando a sus hombres. Un parao del sultán hizo explosión y una cañonera española quedó desarbolada.

      —¡Vengan a medirse con los tigres de Mompracem! —gritaba Sandokán.

      Estaba visto que, mientras no faltara la pólvora, ningún barco podría acercarse a las costas de la temida isla. Pero, por desgracia para los piratas, a eso de las seis de la tarde, cuando ya la flota iba a retirarse, llegó un inesperado socorro para los atacantes. Eran otros dos cruceros ingleses y una gran corbeta holandesa, seguidos a poca distancia por un bergantín de vela perfectamente artillado.

      Sandokán

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