Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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granadas caían por centenares en los bastiones y en las casas de la aldea y deshacían las obras de defensa. Al cabo de una hora la primera línea no era más que un montón de ruinas. Dieciséis cañones estaban inservibles y una docena de culebrinas yacían entre un centenar de cadáveres.

      Sandokán intentó un último golpe. Dirigió el fuego de sus cañones sobre la nave almirante y una granada de veintiún kilos, lanzada por Giro Batol con un mortero, le abrió en la proa un enorme boquete. El buque se inclinó sobre un costado y se fue a pique rápidamente. La escuadra suspendió durante algunos minutos el fuego, pero en seguida lo reanudó con mayor furia y avanzó hasta colocarse a cuatrocientos metros de la isla.

      Media hora después volaba un polvorín, que terminó de deshacer las ya caídas trincheras, enterrando entre sus escombros a doce piratas y veinte indígenas.

      —¡Sandokán! —gritó Yáñez, corriendo hacia el pirata que estaba apuntando su cañón—. ¡Estamos perdidos!

      —¡Es verdad! —contestó el Tigre con voz ahogada.

      —¡Ordena la retirada antes que sea demasiado tarde!

      Sandokán miró las ruinas que lo rodeaban, en medio de las cuales solamente tronaban ya dieciséis cañones y veinte culebrinas. Miró luego hacia la escuadra. Un parao anclaba ya al pie de la gran roca y su tripulación se disponía a desembarcar. La partida estaba perdida.

      Reunió todas sus fuerzas para pronunciar una palabra que nunca había salido de sus labios, y ordenó la retirada.

      En el momento en que los sesenta tigres sobrevivientes se convencían de la pérdida de Mompracem y, con lágrimas en los ojos y destrozado el corazón, se ponían a salvo en los bosques, el enemigo desembarcaba dirigiéndose con la bayoneta calada hacia las trincheras, donde creía que iba a encontrar todavía a los piratas.

      La estrella de Mompracem se había extinguido para siempre.

      R

      A pesar de haber perdido para siempre su poderío, su isla, su mar, todo, Sandokán conservaba en aquella retirada una calma verdaderamente admirable. Sin duda había previsto el próximo fin y se había habituado a la idea, con el consuelo de que después de tanto desastre le quedaría siempre su adorada Perla de Labuán. Sin embargo, en su rostro se veían huellas de una emoción muy grande, que en vano se esforzaba por ocultar.

      Acompañado de sus piratas, llegó en breve al lugar donde se encontraba Mariana. La joven se arrojó en los brazos de Sandokán, que la estrechó con inmensa ternura contra su pecho.

      —¡Vayámonos, Mariana, el enemigo no está lejos! Es probable que todavía tengamos que enfrentar una lucha sangrienta.

      En lontananza se oían los gritos de los vencedores y se divisaba el resplandor de una luz intensa, señal clara de que la aldea había sido entregada a las llamas.

      A las once de la noche llegaron al lugar donde estaban anclados los tres paraos.

      —¡Pronto, embarquemos! —dijo Sandokán-. ¡Los minutos son preciosos!

      Los piratas se embarcaron con lágrimas en los ojos. Treinta tomaron ubicación en el parao más pequeño; los restantes, parte en el de Sandokán y parte en el de Yáñez, que conducía los inmensos tesoros del Tigre.

      Al levar anclas, vieron a Sandokán llevarse las manos al corazón.

      —¡Todo ha concluido para el Tigre de la Malasia! —murmuró.

      Pero en seguida gritó con energía:

      —¡A alta mar!

      Llevaban ya recorridos cinco kilómetros, cuando un grito de rabia estalló a bordo de los paraos. En medio de las tinieblas habían aparecido las luces de dos cruceros.

      —¡También en el mar me persiguen esos malditos! —exclamó Sandokán, estrechando las manos de Mariana-. ¡Tigres, aquí están los leones que se nos echan encima! ¡Arriba todos con las armas en la mano!

      No se necesitaba más para animar a los piratas, que ardían en deseos de venganza.

      —Mariana —dijo Sandokán a la joven que miraba aterrada los dos puntos luminosos que brillaban en el mar—, vete a tu camarote y no tengas miedo.

      —No tema, milady —dijo un viejo jefe malayo—. La noche es muy oscura y no llevamos faros encendidos. Es imposible que nos hayan visto. Sé prudente, Tigre, si podemos evitar un combate, ganaremos la batalla.

      —¡Sea! —contestó Sandokán después de algunos instantes de reflexión—. Por el momento dominaré mi ira y trataré de huir, pero ¡ay de ellos si intentan seguirme!

      A una orden de Sandokán el parao viró de bordo y se dirigió a las costas meridionales de la isla, donde había una bahía bastante profunda para alojar a la pequeña flotilla. Los otros dos paraos se apresuraron a seguir la maniobra, pues habían comprendido el plan de Sandokán. El viento era favorable, y había por tanto la posibilidad de que los barcos llegaran a la bahía antes de que despuntara el sol.

      —¡Eh, hermano! -dijo al poco rato una voz proveniente del segundo parao.

      —¿Qué pasa, Yáñez? —preguntó Sandokán.

      —Me parece que los cruceros se disponen a cortarnos el camino.

      —Entonces han notado nuestra presencia.

      —Eso temo, Sandokán. Te aconsejo que nos dirijamos mar adentro e intentemos el paso por entre el enemigo. Mira, se separan para dejarnos al medio. Quieren atacarnos en pleno mar.

      —¡Quieren batalla! —dijo Sandokán—. ¡Pues bien, la tendrán!

      Durante veinte minutos los tres veleros continuaron avanzando para huir de la encerrona. De pronto vieron que nuevamente viraban los cruceros.

      —¡Nos alcanzan! —exclamó Yáñez—. Son una corbeta y una cañonera.

      —¡Vete a tu camarote, Mariana! —dijo Sandokán—. Dentro de poco caerá una granizada de balas sobre el puente. En ese momento resonó un cañonazo y una bala horadó dos velas.

      —¡A tu camarote! —gritó Sandokán y cogió entre sus vigorosos brazos a Mariana y la llevó abajo.

      —¡No te alejes de mi lado! —suplicó la joven—. ¡Tengo miedo por ti, Sandokán!

      —¡Voy a enfrentar mi última batalla, a guiar una vez más a la victoria a los tigres de Mompracem!

      —¡Déjame estar junto a ti! ¡Yo te defenderé contra las armas de tus enemigos!

      —¡Me basto yo para arrojarlos al mar!

      El pirata se soltó de los brazos de Mariana y se precipitó por la escalera, gritando:

      —¡Adelante, mis valientes! ¡El Tigre de la Malasia está aquí!

      La batalla arreciaba

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