Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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—dijo de pronto Sandokán.

      —Sí —contestó el dayaco—. Parece la sirena de un barco.

      —¡No te muevas!

      Se apoyó en la espalda de Inioko y sacó más de medio cuerpo fuera del agua.

      —¡Del norte avanza un barco hacia nosotros! Es un crucero que debe andar tras la huella de Yáñez.

      —¿Lo dejaremos pasar?

      —No podemos hacer otra cosa. ¡Abandonemos los salvavidas y sumerjámonos!

      Cuando salieron a la superficie para respirar, oyeron una voz que gritaba: Juraría haber visto dos cabezas a babor. Si no fuera por el tiburón que nos sigue a popa, bajaría una chalupa para ir a ver.

      El buque se alejó rápidamente y las olas producidas por las ruedas les zumbaban en los oídos y los levantaban y luego los precipitaban en las profundidades, hasta que se calmaron.

      —¡Capitán, tenemos un tiburón en nuestras aguas! -gritó Inioko.

      —¡Ten preparado el puñal! —contestó Sandokán.

      —¿Y los salvavidas?

      —Están delante de nosotros, en dos brazadas los alcanzaremos.

      —¡No me atrevo a moverme, capitán!

      —¡No pierdas la cabeza, Inioko, si quieres salvar las piernas!

      En medio de la blanca espuma surgió de improviso una cabeza formidable.

      —¡En guardia! —dijo Sandokán—. Está a unos sesenta metros, y ha olido carne humana. Lo veremos dentro de un momento. ¡No te muevas y no sueltes el puñal!

      A breve distancia apareció la cabeza del monstruo. Estuvo unos instantes inmóvil, dejándose mecer por las olas, y luego se precipitó hacia adelante, batiendo las aguas ruidosamente.

      El Tigre de la Malasia, en vez de escapar, soltó de pronto el salvavidas, se puso el puñal entre los dientes y nadó con resolución hacia el enemigo.

      —¡Vamos, ataca, tiburón de los demonios! —exclamó.

      El monstruo dio un gigantesco salto que lo hizo salir casi por completo del agua, y se precipitó encima de Sandokán.

      El pirata lo esperaba. Lo agarró por una de las aletas del dorso y le clavó el puñal en el vientre.

      El enorme pez, herido de muerte, se apartó de su adversario y subió a la superficie. Se volvió furioso hacia el dayaco, pero Sandokán se sumergió nuevamente y lo hirió en medio del cráneo con tal fuerza que la hoja quedó clavada.

      —¡Y toma éstas también! —gritó Inioko, lanzando puñaladas.

      Esta vez el monstruo se sumergió para siempre, dejando en la superficie una gran mancha de sangre.

      —Creo que no volverá. ¿Qué dices, Inioko?

      El dayaco no contestó; apoyado en el salvavidas procuraba levantarse para mirar a lo lejos.

      —¡Mire, hacia el noroeste! —gritó—. ¡Por Alá! ¡Veo un velero!

      —¿Será Yáñez? —dijo Sandokán, emocionado—. Déjame que me suba en tus hombros para poder ver bien.

      —¿Qué ve, capitán?

      —Es un parao. Pero..., ¡maldición, son tres los barcos que vienen!

      —¿Habrá encontrado socorro el señor Yáñez?

      —¡Es imposible!

      —Capitán, hace tres horas que estamos nadando, y le confieso que ya no me quedan fuerzas.

      —¡Comprendo! Amigos o enemigos, hagamos que nos recojan.

      Inioko, con voz tonante, gritó:

      —¡Eh, del barco! ¡Socorro!

      Un instante después se oyó un tiro de fusil y una voz que gritaba:

      —¿Quién llama?

      —¡Náufragos!

      —¿Dónde están? —preguntó la misma voz.

      —¡Acércate! —respondió Sandokán.

      Hubo un breve silencio, y después otra voz exclamó:

      —¡Por todos los truenos! ¡O mucho me engaño o es él!

      —¡Yáñez, Yáñez! ¡Soy yo, el Tigre de la Malasia!

      De los tres barcos partió un solo grito:

      —¡El capitán! ¡Viva el Tigre!

      Se acercó el primer parao. Los dos nadadores cogieron un cable que les lanzaron y se izaron sobre cubierta con la rapidez de dos verdaderos monos.

      Un hombre se abalanzó sobre Sandokán y lo estrechó con fuerza en sus brazos.

      —¡Hermano mío! —exclamó—. ¡Creí que ya no te vería más!

      Sandokán abrazó a su vez al fiel portugués.

      —Ven a mi camarote —dijo Yáñez—, tienes que contarme muchas cosas.

      Bajaron al camarote mientras los tres barcos seguían su rumbo con las velas desplegadas.

      —¿Cómo es que te he recogido en el mar, cuando te creía muerto o prisionero a bordo del vapor que sigo hace veinte horas?

      —¿Seguías al crucero? ¡Lo sospechaba!

      —¿Cómo querías que no lo siguiera? ¡Dispongo de tres barcos y ciento veinte hombres!

      —Pero, ¿dónde has recogido tantas fuerzas?

      —¿Sabes quiénes mandan los dos barcos que me siguen?

      —No, por cierto.

      —Paranoa y Maratúa.

      —¿No se fueron a pique durante la borrasca que nos sorprendió cerca de Labuán?

      —Ya ves que no. Se refugiaron en las cercanías, repararon las averías, y bajaron a Labuán. Al no encontrarnos volvieron a Mompracem. Allí los encontré ayer por la noche.

      —¿Han desembarcado en Mompracem? ¿Quién ocupa mi isla?

      —Nadie, porque los ingleses la abandonaron después de incendiar la aldea y hacer estallar los últimos bastiones.

      —¡Qué felicidad! —murmuró Sandokán—. ¿Y qué te sucedió a ti?

      —Te

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