E-Pack Bianca 2 septiembre 2020. Varias Autoras

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la bruma y el mar apenas era una línea perceptible en el horizonte, pero él no se fijó en nada de eso. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la tensión se había apoderado de su cuerpo. Una tensión que llevaba experimentando desde hacía tres meses.

      Se oía un pitido intermitente detrás de él y, de pronto, cambió de ritmo y se hizo más rápido. El ritmo cardiaco había aumentado. Ella se estaba despertando. Por fin.

      Él se volvió. Había una mujer tumbada en la cama. Estaba muy pálida y su cabello dorado rojizo estaba extendido sobre la almohada. Además, llevaba el ojo derecho cubierto con una gasa.

      También tenía vendajes en un brazo. Un arañazo en la mejilla izquierda. Un milagro, teniendo en cuenta que el coche que conducía estaba en el fondo de un barranco estrecho, como a cien metros de profundidad y convertido en una masa de metal carbonizado

      Él se acercó a la cama. Ella tenía las cejas oscuras y perfectamente definidas. Sus pómulos parecían más prominentes de lo que él recordaba. Aunque observar a esa mujer de forma tan detallada no era algo que hubiera hecho recientemente.

      No desde que la miró como si nunca hubiera visto antes a una mujer. Cuatro meses atrás, cuando se conocieron por primera vez. Cuando la imagen de su cuerpo desnudo había provocado que se le alterara el ritmo cardiaco.

      Él todavía recordaba su cuerpo, como si la imagen se hubiera quedado grabada en su cerebro. Sus senos pequeños y redondeados. Su vientre plano, la curva de sus caderas. El vello rojizo de su entrepierna. Sus piernas esbeltas. Su aspecto era muy delicado y, sin embargo, cuando sus cuerpos se unieron, él notó su fuerza innata y poderosa y resultó ser la experiencia más erótica de su vida.

      Para sorpresa de Apollo, un intenso calor lo invadió por dentro. Algo que no había sentido durante meses. Aquella sensación le produjo rechazo. Esa mujer lo había engañado de la peor manera posible.

      Él la despreciaba.

      Se abrió la puerta y entró una doctora.

      –Debo recordarle que no debemos tener muchas esperanzas. La gravedad de la lesión que ha sufrido en la cabeza no podrá determinarse hasta que no recupere la consciencia.

      Apollo asintió y observó mientras colocaban las máquinas alrededor de la cama. La doctora se sentó junto a la mujer y le dio la mano.

      –Cariño, ¿puede oírme? ¿Puede abrir los ojos?

      Apollo vio que movía los ojos bajo los párpados. Durante un segundo contuvo la respiración, como si por un momento lo hubiera olvidado todo y le importara un poco si su esposa se despertaba o no.

      Ella podía oír una voz en la distancia. Era como un zumbido que intentaba sacarla de la intensa oscuridad en la que se veía envuelta, rodeada de paz y silencio.

      Una presión en la mano. La voz. El tono más alto. No conseguía entender las palabras, solo la entonación. ¡Mmm. Mmm!

      Intentó aflojar la presión de la mano, pero se hizo más fuerte. Percibía una luz brillante en los ojos y se sentía confusa.

      Entonces, de pronto, oyó con claridad la voz que le decía:

      –Señora Vasilis, es hora de despertar.

      Durante un segundo se lamentó por dejar atrás la tranquila oscuridad, pero sabía que no le quedaba más opción que obedecer a la voz. Comprendía las palabras, pero no tenían mucho sentido para ella… ¿Señora…?

      Abrió los ojos y los cerró de nuevo al ver la luz. Se dio cuenta de que estaba tumbada en la cama y de que había mucha actividad a su alrededor. También, del hecho de que había visto la silueta de una persona alta a los pies de la cama.

      Una silueta que le resultaba familiar y que provocó que se le acelerara el corazón sin motivo.

      –Señora Vasilis, ¿podría intentar abrir los ojos otra vez? Hemos bajado las persianas para que le resulte más fácil.

      Ella abrió los ojos una pizca y, en esa ocasión, no le dolió demasiado. Enfocó el rostro de la mujer y vio que no la conocía. Había otras dos mujeres, también desconocidas. Todas tenían cabello oscuro y ojos oscuros. Había un sonido de fondo y se oía el pitido rítmico de las máquinas. Todo era de color blanco y olía a antiséptico.

      Una palabra apareció en su cabeza: hospital.

      Percibió un movimiento a los pies de la cama y miró hacia allí. La silueta era la de un hombre. Ella lo conocía.

      –A-A… ¿Apollo?

      –Muy bien.

      Apenas notó el tono de alivio con el que había hablado la doctora ya que estaba fijándose en el hombre. Llevaba un jersey de manga larga y cuello redondo. Tenía anchas espaldas y el torso definido, pero no muy musculoso. Era delgado.

      Tenía el cabello corto y oscuro. Rasgos masculinos marcados. Los ojos verdes. Ella lo sabía, aunque no pudiera verlo desde allí. El mentón prominente. La barba incipiente. Sus labios firmes. Y ardientes sobre los de ella. Se estremeció. Ese hombre la había besado.

      Notó que le apretaban la mano. Oyó la voz de la doctora.

      –¿Sabe quién es este hombre?

      Le resultaba difícil dejar de mirarlo, como si tuviera miedo de que pudiera desaparecer. Ella asintió.

      –Sí… Acabamos de conocernos. La otra noche en la función –él frunció el ceño, pero ella no se percató. Se sonrojó al recordar la primera vez que lo vio y cómo se había parado al ver lo atractivo que estaba vestido de esmoquin.

      Él parecía aburrido. La gente estaba arremolinada a su alrededor, pero en la distancia, como si no se atrevieran a acercase más.

      Entonces, sus miradas se encontraron y… ¡Bam! Ella sintió que le daba un vuelco el corazón y, desde entonces, no había sido la misma.

      Poco a poco comprendió que estaba en un hospital. ¿Qué hacía allí con un hombre al que apenas conocía?

      «¡Aunque sí lo conoces! ¡Íntimamente!»

      Estaba convencida de ello. Aunque ¿cómo lo sabía si acababa de conocerlo? Intentó encontrar la respuesta, pero no lo consiguió.

      Se sentía confusa y, por primera vez, tuvo la sensación de que algo iba muy mal. El miedo… El pánico se apoderó de ella.

      –¿Qué ocurre? ¿Por qué estoy yo aquí? –le preguntó a la doctora.

      Según pronunció la palabra «yo», cayó en la cuenta. «Yo»… Un completo vacío. Un gran temor.

      –Espera… No sé quién soy. ¿Quién soy?

      De pronto, recordó algo. La doctora la había llamado…

      –¿Me ha llamado señora Vasilis?

      La doctora la miró con una expresión difícil de descifrar.

      –Porque es la señora Vasilis. Sasha Vasilis.

      «Sasha». No era ella.

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