La última aventura de Batman. Carlos Cortés

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La última aventura de Batman - Carlos Cortés Sulayom

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trataba de seguir despierto para cuando volviera pero era horrible. Mamá se había convertido en maestra de un colegio nocturno.

      Una noche volvió más temprano. Yo dormía aún en la cuna azul, de la que se me salían los pies, porque no teníamos plata para comprar una cama, me asomé por el barandal de la escalera y vi a un hombre.

      No era el mismo de Puntarenas pero imaginé que ese sí podía ser. ¿Por qué? No sé. Esta vez no pregunté nada. Me dio un gran miedo que el otro hombre se hubiera ido por mi culpa o debido a mis pataletas. Esta vez me iba a portar bien. No preguntés nada.

      Mamá empezó a ir con él a la casa y me explicaron que el señor era mexicano y que era su amigo. Llegó el día, no se me olvida, en que el mexicano de bigote tuvo que irse al aeropuerto y mamá corrió a despedirlo. Desde entonces fue a menudo al correo a esperar sus cartas, pero nunca llegaron. México es muy muy lejos, me dijeron como explicación. Ella seguía escriba que te escriba y esperando.

      Un día sí llegó un paquete de México. Mamá se encerró por largas horas en el cuarto. Imaginé malas noticias y supe que aquel mexicano tampoco era.

      “Tu papá no puede ser cualquiera”, me confesó una tía alzándose de hombros. Yo también me alcé de hombros imitándola, sin entender nada.

      En las vacaciones siguientes se fue a Panamá. Allá compraba todo lo necesario y lo que sobraba lo revendía y algo se ganaba en la transacción. El sueldo de maestra nunca fue suficiente. Me fui de vuelta a la finca de San Mateo, con los abuelos.

      Ella me mandó la tarjeta acostumbrada del Canal de Panamá y me contó ilusionada que me tenía una sorpresa. Instintivamente yo supe cuál. Mamá lo había encontrado de nuevo, a mi padre, y me lo iba a traer de regreso.

      No resultó ser eso sino el cinturón de Batman. Mis primos lo tenían ya y yo lo deseaba con locura.

      “Con vos nunca se queda bien”, me amonestó una de las tías al ver mi desilusión inexplicable. Mamá no comentó nada, solo me entregó el paquete envuelto en papel de regalo y me pidió que lo cuidara. Es muy caro, recuerdo que dijo.

      La tía negó con la cabeza. ¿Cuánto?, dijo frotando con codicia tres dedos. Mamá no abrió la boca y me sonrió.

      Ella siguió yendo regularmente a Panamá y cuando sus amigas le preguntaban por el viaje respondía sonriéndose: “Ahí vamos saliendo”.

      En la navidad siguiente mis tías me explicaron que mamá llegaría a cenar con un “muchacho”. Así dijeron. Un muchacho.

      El día de Nochebuena todos esperábamos al muchacho con intriga. Había una cierta expectación en la casa. Tres meses antes, al soplar las velas en mi fiesta de cumpleaños, había pedido que volviera: “Que papá vuelva”, pero no ocurrió nada. Así que pensé que lo traía de vuelta de Panamá.

      La idea me dio vueltas en la cabeza. Panamá era el lugar donde se podía encontrar cualquier cosa.

      Era Nochebuena. Aunque las tías insistieron en que me mudara con una camisa de manga larga, me vestí de Batman. Era mi mejor camisa, la que reservaba para los cumpleaños o los sábados por la tarde, cuando íbamos al cine, a pasear o a Plaza Víquez a los juegos mecánicos y el carrusel.

      Vi a mamá llegar en taxi y pensé que debía ser algo muy importante para permitirse un lujo como aquel. Diez pesos, por lo menos, debió pagar desde el aeropuerto.

      Los tíos y las tías, con aire severo, esperaron en el comedor hasta que se abrió la puerta. Detrás de ella vi caminar a un señor negro. Mamá lo presentó a todos y de nuevo parecía muy feliz y orgullosa, como antes. Era el muchacho.

      El me saludó y me entregó un regalo: una bolsa de confites y chocolates americanos. Pero algo ocurrió. De pronto supe que el muchacho tampoco podía ser. Algo lo hacía imposible. Nadie dijo nada, pero una tía me abrazó y me miró a los ojos. Los demás tíos me rodearon protectores.

      El señor negro se sentó a la mesa, por fin, pero todos parecían estáticos. “¿Qué pasa?”, pensé yo, pero no dije nada. No preguntés eso.

      Mamá fue a la cocina y escuché desde la sala sus gritos. Rodrigo, el tío menor, advirtió mi angustia y cambió de pronto su severidad y le pasó un tamal al señor negro, le ofreció un ron con coca y comenzó a parlotear con él sobre Panamá. De lo demás no me acuerdo.

      Yo me puse frente al televisor, callado, y al rato volvió mamá de la cocina y cenamos en silencio.

      Después de la comida se fue con Dámaso, como se llamaba el señor negro, a mover el esqueleto, dijeron las tías.

      Esa noche volvió tarde, muy tarde, pero no sé a qué horas, quizá demasiado tarde para mí, y ni siquiera me dio un beso en la frente.

      En las vacaciones fui solo con mis tías a Puntarenas. Mamá se quedó en San José. Algunas ocasiones vino al puerto a visitarme, pero nunca más volvimos a La Punta tomados de la mano como novios ni volvió a ponerse los vestidos floreados que yo odiaba ni el sombrero contra el sol, que le tapaba la cara, pero que le daba un aire imponente.

      No era la misma de antes ni yo tampoco.

      En esos días pensé seriamente que mi papá no volvería nunca y supe que nadie me lo diría. Es más, que nunca más hablaríamos de eso.

      Decidí entonces escabullirme hasta la Biblioteca Nacional. Fue la última vez que usé la camiseta de Batman. Creo que me había hecho grande.

      Eran como las seis cuando llamé a mi tía para contarle que lo sabía todo. Ya iban a cerrar la Biblioteca y sentí que la oscuridad me caía encima. De pronto se hizo de noche.

      Oí la angustia de mi tía por teléfono y me pidió que por favor volviera corriendo, sin detenerme con nadie, que ya tendríamos tiempo de hablar. No. No lo conversamos nunca más en la vida. Solo esa vez.

      Con el tiempo algunos amigos me han terminado de contar la historia, tal y como la contaban sus padres, pero nunca he tenido el valor de leer los expedientes judiciales.

      La pura verdad es que mi padre no se fue sino que estaba en la barra del Club Unión cuando el hombre que lo iba a matar lo llamó desde atrás por su nombre, que es, claro, el mismo nombre que yo tengo. Mi padre, que estaba de espaldas, se volvió de frente y el hombre lo apuntó con una pistola que venía de comprar en la armería. Armería Polini. Me acuerdo.

      Creo que ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta de lo que iba a pasar. ¿O sí se dio cuenta? Recibió cinco tiros, casi todos en el estómago, y los periódicos en la vieja biblioteca contaban que había muerto instantáneamente. Yo no conocía la palabra, pero un amigo me explicó que eso significa que no le dolió mucho. Al menos eso me dijo.

      Volví a casa silenciosamente y así como llegué me metí en la cama hasta que me medio dormí, aunque la cabeza me estallaba. Di vueltas un rato, pero como no podía dormirme me desvestí. Me quité la camiseta y la guardé en el closet para siempre. Ahí debe de estar todavía.

      Todo es mentira, pura mentira, pensé mientras me imaginé volando encima de la ciudad, escapándome de ahí, a cualquier parte, y desplomándome de pronto. Años después hice una fotocopia de la noticia y me la metí en la billetera como cuando uno lleva el retrato de alguien como recuerdo.

      Náuseas

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