La última aventura de Batman. Carlos Cortés

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La última aventura de Batman - Carlos Cortés Sulayom

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del producto y una descripción exacta. Probé en un par de farmacias del centro y nadie aceptó vendérmelo. Tomé una vieja prescripción, de mi propio médico, la fotocopié y pegué el encabezado en una hoja en blanco. Borré las líneas de empate con líquido corrector, preparé fotocopias nuevas y la receta quedó perfecta. O casi. Intenté falsificar la firma del médico, pero desistí. Puse el nombre de las pastillas y la dosis en caracteres ambiguos y un garabato ilegible que pretendía ser la firma, como hacen habitualmente los médicos.

      Una farmacia pequeña, en las afueras de la ciudad, me vendió el paquete. Volví a la casa con el medicamento dentro de la camisa, sin decidirme a nada. Lo guardé en la biblioteca, detrás de los libros, y me arrepentí. Supliqué que desapareciera por arte de magia.

      El 24 apareció Julio con un papel en la mano, cuando ya no esperaba nada de él. Ni de nadie. Iba para la playa, por supuesto, pero antes de hacerlo se acordó de nosotros. Me dio un número de teléfono y dijo con convicción que era todo lo que podía hacer. Julio siempre daba esa impresión de estar escapando de algo, de todos nosotros o de sí mismo. Siempre buscaba desprenderse de una sombra que lo maniataba.

      Es todo lo que puedo hacer, repitió.

      Me sentí más solo que nunca. Ese día llamé de la mañana a la tarde, en lapsos de 30 minutos, y nada. A los 8 o 9 de la noche, antes de irnos a la cena de Navidad, volví a intentarlo. Oí una voz del otro lado y no supe qué decir. Ya estaba resignado a aceptar lo que viniera. Era la voz de un hombre. Me expliqué lo mejor que pude, cuidándome de no revelarle la verdad de mis intenciones. Al final de un monólogo tembloroso le imploré que nos ayudara.

      La voz se detuvo y me preguntó lo inevitable. ¿Cómo había conseguido el número? Sin darle nombres, le conté más o menos lo de Julio, lo de la amiga de su amiga y otros detalles inútiles que, en una situación normal, sólo hubieran provocado desconfianza. Estaba seguro de que me diría que no sabía de qué le estaba hablando o que de un momento a otro me reventaría el teléfono.

      La voz dijo que okey, que estaba de acuerdo, pero que ese día no. Tampoco el siguiente.

      Esa noche era Nochebuena y al día siguiente Navidad. No pudimos haber escogido un peor momento.

      Podía ser el 26 en la mañana y si no en enero, ordenó la voz. O nunca, suspiré.

      El 26 llegamos al lugar antes de la hora. De camino vi la farmacia en la que había falsificado la receta. ¿Estarían llamando a la policía? ¿Localizarían al médico en sus vacaciones en Miami? ¿Podrían identificarme?, resoplé.

      Me concentré en el volante y en Tania, que veía hacia ninguna parte. Hice lo posible por pintarme en la cara algo parecido a una sonrisa y supongo que le dije alguna estupidez como que todo saldría bien y lo que uno acostumbra a decir cuando sabe que el mundo está a punto de desplomarse.

      Pasé varias veces por el frente del edificio y descubrí la oficina cerrada. Aún era temprano. Comprobé en el bolsillo el sobre de manila con los dólares. Es plata, me dije, pero tampoco como para disuadir a alguien que no quiera jugarse la vida. Volví a pasar por el lugar. Era una construcción fea, de dos pisos, con locales comerciales, y una escalera lateral. No vi a nadie.

      Cinco minutos después nos parqueamos en el centro comercial más cercano. El tráfico era intenso y no pude evitar sentirme perseguido. Bostecé varias veces. Tenía el rostro caliente y las manos frías. Seguí bostezando por varios minutos. No era sueño sino la angustia que se me acumulaba en la boca del estómago y en la lengua pastosa.

      Ascendimos por la escalera y aguardamos. La oficina de la izquierda carecía de rótulo y la de la derecha era un consultorio dental cerrado. Vi el nombre del dentista y me sobresalté. Era amigo de mi familia. Reprimí un nuevo bostezo y una punzada en una región indefinible del vientre.

      No sé si pasó mucho o poco tiempo cuando apareció un hombre sudoroso con un pañuelo colorido en la cabeza y rostro exasperado por el ansia. Pensamos que se había equivocado de puerta. Ofreció vagas justificaciones por el atraso y dijo que venía de la clínica. Era médico del Seguro Social.

      Ingresamos en la sucia oficina infestada de revistas viejas y olor a humedad. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. La escasa decoración me pareció triste y funcional. El hombre del pañuelo se sumergió al fondo del local y resurgió con una gabacha en la que reconocí las siglas casi olvidadas de la Caja Costarricense del Seguro Social. C.C.S.S. Tras el uniforme relucía una sucesión de cadenas doradas sobre una camisa abierta en los primeros botones. Sus movimientos eran apurados y nerviosos. Ya no estaba agitado, pero seguía sudando en abundancia.

      Tania le dijo temblando: “Tiene las manos muy frías”. La escuché decirle algo más mientras me sobresaltó el ruido infernal. Más que un chirrido fue un estruendo. El eco de un estruendo. Una caja de metal golpeó la camilla y se estrelló contra otro mueble metálico. Pensé en metales retorcidos, en cilindros de metal que vibraban al chocar entre sí, con un sonido tubular.

      “No le va a doler”, nos dijo sin prestarnos atención, como si no quisiera mirarnos ni darse cuenta del peso de sus palabras. Yo no vi lo que le hacía. Yo no lo vi ni ella me lo explicó. Todo ocurrió tan rápido que ahora me parece lento, como si no hubiera pasado nunca.

      Le entregamos el sobre de manila con la plata y nos fuimos. “No duele. No le va a doler”, me dije antes de arrancar el automóvil y chocar contra el muro del estacionamiento. Enderecé el carro como pude y seguí sin ver hacia atrás. Aceleré. Aceleré más. “Todo va a salir bien”.

      Retrato de mujer con

      los instrumentos de la pasión

      No me digáis Noemí.

       Llamadme antes Mara.

       Rut, I, 20

      Mi madre tenía tres meses de embarazo cuando asesinaron a mi padre. Guardaba cama por prescripción médica, para prevenir un aborto similar al del año anterior, y permaneció en reposo absoluto hasta que yo nací, cinco meses más tarde. 34 años después murió del mal de Parkinson, tras una larga, casi interminable enfermedad. Había pasado en cama o sin moverse algunos de los momentos más importantes de su vida.

      Recuerdo con aprensión el juego de dormitorio que ella acomodaba difícilmente en las tres o cuatro casas alquiladas que tuvimos antes de trasladarnos a una residencia propia. En su cuarto, el más amplio de todos, reprodujo el microcosmos en el que vivió dos años con mi padre, el tiempo indispensable para sufrir la pérdida de su primer hijo y de su único esposo. Era una habitación que rememoro en penumbras, suspensa en una atmósfera de espesa gravedad que me aplastaba por la carga de los recuerdos.

      Mi madre siempre fue una mujer con recuerdos. El juego de cama de cuatro muebles, que le regaló mi padre, estaba clavado al piso por la aplastante contundencia del pasado.

      Para cualquiera que ingresara en la habitación, era una presencia visible, imposible de evadir. Siempre que entré tuve la sensación de entrar en un museo secreto. Eran muebles de madera maciza, difícil de mover, de un color crema sucio salpicado de diminutos, enrarecidos puntos negros que se fijaban en mi retina como ojos ciegos.

      La cama, al centro, bajo un cielo raso en clave de tablero, era un poco el fantasma de mi padre que sólo se aparecía dentro de ella, como un suspiro quebrado, y que ella nunca consintió en dejar escapar.

      En el cuarto se amontonaban, con aire marchito y sopor de flores de plástico, las cosas íntimas que ella conservó de mi padre. Las guardaba en gavetas

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