La última aventura de Batman. Carlos Cortés

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La última aventura de Batman - Carlos Cortés Sulayom

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del tiempo.

      El respaldar, que conformaba una sola unidad con las mesillas de noche, le servía de base a una imagen del Corazón de Jesús, al receptor de radio Zenith y a algunos ceniceros que figuraban como adornos. Eso no dejaba de extrañarme, porque ella no fumaba.

      Los objetos naufragaban en el aire húmedo y encarnaban para mí la soledad irremisible de mamá.

      Siempre me dijeron que murió de cinco balazos en el pecho, de forma instantánea. Lo que fue largo fue acostumbrarse. Desde que lo entendí, siempre me lo pregunté. ¿Qué hizo cuando lo supo? ¿Cómo se sigue viviendo con el dolor?

      Cuando el mal de Parkinson le deformó la cara y no la dejaba hablar, me lo pregunté más a menudo. La mandíbula se le había desmadejado a lo largo de la boca, en un tic desquiciado, y no podía encontrar las palabras. Se olvidó entonces de reconocer lo que estaba viendo con la mirada y comprendí que era tarde ya para preguntárselo y que ya no lo sabría nunca.

      Mientras la alimentaban con una pajilla y en el hospital con una sonda, cuando parecía que se le habían agotado los fluidos del cuerpo, las lágrimas, la saliva, el sudor, y que no podía tragar, y que las emociones sin digerir le estrangulaban la garganta y la iban asfixiando poco a poco, se lo pregunté. El mundo se detuvo en todas las preguntas que no le hice y que ella no respondió, en la misma cama matrimonial en la que se enteró del asesinato de mi padre.

      Trato de imaginar la forma de sus ojos cuando lo supo y la inclinación casi imperceptible del Corazón de Jesús al comenzar a llorar o quizá a gritar, sin contención alguna. El cenicero rojo con la leyenda Valdespino, Jerez Valdespino seco, el radio Zenith, y más allá la fotografía de la apresurada boda a las siete de la mañana en la que se casó, ella de blanco y él de negro.

      Su hermana la había cuidado los primeros meses sin saber que al tercer mes su vida cambiaría para siempre. Ese día estaba en la oficina, a dos cuadras del Club Unión, como todos los días, y lo supo de golpe. Entraron a la oficina y se lo dijeron. Lo habían llevado al hospital San Juan de Dios, no porque estuviera herido, sino porque creían que ya estaba muerto.

      No valía la pena desesperarse en el círculo de curiosos, sin poder averiguar nada en el Club Unión, así que tomó un taxi. Tardó diez minutos en atravesar la ciudad inmóvil. Era mediodía, pero le pareció que estaba anocheciendo, que el cielo se movía hacia ninguna parte, que no había explicaciones ni palabras. No pudo pensar en nada, temiendo más por la suerte del embarazo que por la incertidumbre que después se convirtió en la única verdad posible.

      Antes de descender del automóvil deseó, como un inútil acto de sobrevivencia, que todo fuera fruto de una confusión que se aclararía más tarde.

      Entró y divisó la claridad desconcertante de la habitación. La distinguió de perfil como un bulto silencioso en la efervescencia polvosa que deja la luz cuando se hace invisible. Se hizo de noche. Estaba tranquila y la arrulló desde unos confines de cariño que mi madre ya era incapaz de comprender. Así permaneció unos segundos, o el resto de la existencia, sin comprender. Ella se contentó con pasar sus largos, lánguidos, hieráticos dedos por aquellos otros, inexistentes, en la hendidura vacía de la cama.

      No voy a llorar, le dijo, a pesar de una irrefrenable mueca en la boca del estómago.

      Antes del mediodía, unos minutos antes, se reclinó con suavidad contra el respaldar de la cama. Enderezó las almohadas que le habían colocado y contempló un instante la fotografía. La imagen apresurada de la boda tembló con la intensidad de una burbuja de jabón. Sintió una punzada en el vientre y dio vuelta al interruptor hasta sintonizar Radio Reloj.

      Así esperó, pegada al aparato de radio, agarrada a las sábanas, sin atreverse a salir de la cama, tal y como le recomendó el doctor. La noticia la dijo el locutor con la voz ronca. Había sido asesinado una hora antes.

      Al día siguiente, la televisión transmitió los funerales.

      La viuda de blanco

      Regué tus trajes por las calles de la ciudad para que todos supieran que estabas muerto.

      ¿Cómo se puede enterrar en la memoria a alguien que aún está vivo? La realidad es la memoria y no los hechos. Nadie puede vivir sin el recuento cotidiano de sus cicatrices. De sus tristezas y alegrías. No hay un camino de regreso que pueda recorrer sin caerme, sin tropezar sobre las baldosas destrozadas, sin perderme en las grietas sangrantes que se abren entre mis recuerdos. Yo uso la memoria para no recordar y para no querer, para recordar y para querer. Para que me duela todo lo que recuerdo.

      Un gesto, una mirada, un delgadísimo vello del mechón rubio que te cortó tu madre el primer cumpleaños y que me heredó el olvido.

      Me veo caminando por un interminable valle de muerte recogiendo los fragmentos inútiles del rompecabezas, como las cáscaras rotas de un huevo, sabiendo que las piezas no se juntarán nunca, que mi vida fue devastada por un crimen tan grande que me deja la impresión dudosa de mis sentidos cuando vuelven a sentir de nuevo. Y es dolor lo que sienten. Un dolor inmenso.

      Yo lo supe por la radio. Nadie me lo dijo.

      El Seguro Social me manda estas pastillas rosadas y azules para que me olvide de todo. No saben que el olvido es incurable y que olvidar lo que se olvida tarda mucho tiempo.

      Frente a este espejo que me regaló mi abuela me paso la vida hasta que me hago vieja. Ya tengo 35, casi 40 años, la vida entera, y puedo contar las canas, las arrugas, los besos que me diste, los besos que no, la tristeza que todos los días me besa en la boca y me abraza para no sentirme tantas veces sola en el cuarto vacío.

      O venís con el anillo o no quiero volver a verte nunca más en la vida, después de nueve años de espera. Ese fue mi recuerdo más alegre. Al cabo de una semana, a las siete de la mañana, entramos en la iglesia de Santa Teresita, con muy pocos invitados, y al mediodía salimos corriendo de luna de miel a México. La noche antes me lo dijiste en el Vesubio, el restaurante de moda, mañana nos casamos, porque es ahora o nunca. Me llevé lentamente la copa de vino tinto a la boca desvergonzada y mis labios, aún carnosos y firmes, delineados por el carmín, se mojaron de deseo y rabia. De deseo y rabia.

      En la mañana nos casamos. No tuvimos tiempo de avisar a nadie. Seguro pensaron que estaba embarazada, pero fui virgen hasta esa noche.

      Nadie me lo dijo. Yo lo supe por radio.

      Nueve años de estar esperándote para estar dos años casados y yo acordándome que nos casamos a las siete de la mañana, como ladrones, para que nadie se diera cuenta.

      Sólo el espejo que me regaló mi abuela sabe el color de mis ojos cuando te espero, saliendo del baño, recién afeitado, oliendo a hombre, sonriéndome desde tu bigote de Javier Solís que me vuelve loca, desquiciada, sudor de hombre entremezclado con perfume de hombre, cuando te espero con el corazón en carne viva.

      ¿Ves esta cicatriz? Me la hice en mi Primera Comunión. Nunca se me quitó. Mamá me dijo que no prendiera la vela de sebo, por no hacerle caso, porque los apagones son cosa de todos los días, y el vestido se encendió y me quemó el brazo como a mis hermanas. Tenemos el cuerpo lleno de cicatrices como todas las mujeres. Várices, estrías, cesáreas. ¿Para qué es una mujer si no es para tener cicatrices?

      Sólo el espejo que me regaló mi abuela sabe lo que estoy viendo, que grite y que llore por las noches, buscándote entre el espejo y mis ojos, en tu caja negra, con tu mejor traje, tu corbata a rayas, delgada y mustia, tu bigote embalsamado en una cara de crispación que ya no es la tuya, incolora,

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