Tres flores de invierno. Sarah Morgan
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Siguieron andando.
—¿El hombre al que encontrasteis estaba bien?
—Con mucho frío. Bonnie lo encontró cuando se había refugiado detrás de un seto. Pasó unas cuantas noches en el hospital, pero ahora está bien. Bonnie y yo hemos ido a verlo.
—¿Hay algo que ella no pueda hacer?
—No le gusta ir en helicóptero —Posy hizo una mueca—. Y hemos tenido que hacerlo unas cuantas veces.
Bonnie saltó a la parte de atrás del coche y movió la cola expectante mientras Posy se cambiaba las botas y se quitaba las capas externas de ropa.
Tendió la mano.
—Que tengas un buen día.
Luke miró la mano.
—¿Yo te doy todo mi cuerpo y tú, a cambio, solo me das tu mano? Lo menos que puedes hacer es invitarme a una taza de chocolate caliente en ese café tan acogedor que llevas con tu madre.
—No puedo. Hoy soy empleada, no clienta —ella se sentó al volante—. Pero te llevaré a casa un trozo de tarta de chocolate.
—Pues entonces cena conmigo. Te llevaré al Glensay Inn. Fuego de chimenea, cerveza local, buena comida y compañía fantástica.
«Y todos los cotilleos que puedas soportar».
—He vivido aquí casi toda mi vida, Luke. No tienes que venderme los encantos de mi pueblo. Y esta noche estoy ocupada.
—Tú, Posy McBride, siempre estás ocupada. Cuando no estás rastreando almas perdidas con tu perro o guiando a alguien por una pared de hielo, estás trabajando en el café, cuidando de las ovejas o recogiendo los huevos de tus gallinas. Que, por cierto, son los mejores que he probado en mi vida.
—Aquí todo sabe mejor. Es el aire. Tengo que irme —Posy sabía que su madre estaría hasta arriba de trabajo—. Es nuestra época de más ajetreo y mi madre está sola porque Vicky no se encuentra bien.
Él separó las piernas, con las manos en las caderas.
—Te portas muy bien con tu madre.
A Posy le resultó extraño oír eso.
—Es mi madre. ¿Por qué no iba a hacerlo?
—¿Siempre habéis estado tan unidas?
El primer recuerdo de Posy era de Suzanne abrazándola para dormirla. Recordaba el calor, la presión de sus brazos, la sensación de comodidad y de seguridad.
—Sí.
—¿Y algún día heredarás tú el café?
—Ese es el plan.
Él la observó pensativo.
—¿Y tú estás de acuerdo con eso? ¿Nunca has sentido la tentación de viajar, de hacer algo diferente?
Para Posy, fue como si él apretara una herida no curada del todo.
¿Podía confesar que sí, que sentía tentaciones? ¿Debía admitir que era algo en lo que pensaba mucho por la noche y descartaba de día cuando trabajaba al lado de su madre, que había estado siempre a su lado en las buenas y en las malas? ¿Cómo explicar la responsabilidad que sentía? Era un ancla que la mantenía atrapada en el mismo lugar. Agradecía esa ancla, pero a veces quería soltarla y lanzarse a navegar. En el mundo había montañas grandes y hermosas esperándola. Un mundo entero de aventura.
Durante el día, sonreía a los clientes, cocinaba y preparaba cafés capuchinos perfectos, pero de noche, en la intimidad de su loft, estudiaba cumbres difíciles, paredes de hielo y roca, planeaba rutas y veía un vídeo tras otro en Internet hasta que tenía la sensación de haber escalado esas montañas personalmente.
—Este es mi hogar. Mi familia y mi trabajo están aquí. Adiós, Luke, y gracias por lo de hoy —«gracias por provocarme pensamientos que no quería tener»—. Rick te llevará de vuelta a Glensay Lodge —puso el motor en marcha—. ¿No tienes que escribir?
—Sí, pero, generalmente, necesito no tener las manos congeladas para eso.
—Esta mañana he dejado troncos nuevos en el granero antes de salir para el entrenamiento. ¿Puedo suponer que sabes encender fuego?
No lo preguntaba en serio. Luke Whittaker había escrito un libro sobre supervivencia en la naturaleza y, aunque ella no hubiera tenido ese libro en su estantería, habría adivinado que era el tipo de hombre que podía sobrevivir en las condiciones más difíciles, el tipo de hombre que podía sacar chispas frotando dos palos antes de que ella tuviera tiempo de decir «fuego».
—Puedes venir tú a encenderme la chimenea.
—Es el intento de ligar más patético que he oído nunca. Espero que se te dé mejor hacer fuego que conquistar mujeres, o acabarás congelado —respondió ella.
Pisó el acelerador y lo último que vio antes de alejarse fue la sonrisa en el rostro de él.
Los días de invierno en las Highlands eran a menudo grises y plomizos, pero ese día había un cielo azul perfecto. El paisaje estaba cubierto de blanco, liso e inalterado, como el glaseado de un pastel de Navidad. La superficie reflejaba el sol y brillaba como un millón de cristales.
¿Por qué iba a querer dejar aquel hermoso lugar, lleno de personas que la querían y se preocupaban por ella? Estar allí no era un sacrificio, era su elección. Tenía cuatro años cuando Suzanne y Stewart habían empaquetado sus vidas y se habían trasladado desde su casa, en el estado de Washington, hasta Escocia para estar cerca de la familia de Stewart.
A diferencia de sus hermanas, Posy no recordaba otra casa.
Pasó delante de la iglesia parroquial y saludó con la mano a Celia Monroe, que salía de una cita con el doctor.
En un impulso, frenó de golpe delante de la pequeña biblioteca y tomó el bolso, que estaba en el asiento de atrás.
Había una tarea que llevaba semanas posponiendo.
—Me van a reñir como a una niña de seis años —confesó. Y Bonnie, comprensiva, movió la cola.
Posy entró en la biblioteca. Esta había estado muchas veces amenazada de cierre, pero la gente del lugar la había defendido con la misma fiereza con la que un clan defendería sus tierras.
La mujer que estaba detrás del mostrador chasqueó la lengua con desaprobación.
—No sé cómo tienes valor para venir aquí, Posy McBride. Te has retrasado más de un mes en la devolución de los libros.
Posy se inclinó por encima del mostrador y le dio un beso.
—Estaba atrapada en la montaña salvando vidas, señora Dannon.
—¡Ah! No digas tonterías. Hacías lo mismo con los deberes.