Tres flores de invierno. Sarah Morgan

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Tres flores de invierno - Sarah Morgan Top Novel

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gritaban ya, listos para despegar, Adam terminó su bebida.

      —Si vas a ir a casa a pasar la Navidad con tu familia, yo debería acompañarte —dijo.

      —¿Para causar problemas?

      —Para protegerte —esa vez él no sonreía—. Odio verte así. Quiero que vuelva mi Hannah.

      «Mi Hannah».

      Ella sabía que su familia no reconocería a la Hannah que conocía Adam. Casi no la reconocía ella misma.

      —No necesito que vengas conmigo, pero eres muy amable ofreciéndote —dijo.

      Podía imaginar la reacción de Suzanne si aparecía con él. Reservaría la iglesia y compraría un sombrero antes de que ella tuviera tiempo de deshacer el equipaje.

      La luz de los cinturones se apagó encima de sus cabezas y Adam se recostó en su asiento.

      —Si la Navidad te estresa, ¿por qué vas?

      —No quiero decepcionar a Suzanne —y la sensación de que lo hacía, de que no daba lo suficiente le traía recuerdos incómodos.

      —¿Suzanne? ¿No la llamas «mamá»?

      —No es mi madre. Mi madre murió —contestó ella.

      Vio la sorpresa en los ojos de él y se preguntó qué la había impulsado a contar eso en aquel entorno crudo e impersonal. Ella nunca hablaba de sus verdaderos padres, pero había algo en Adam que desarmaba la parte de ella que solía mantener bien atada.

      —No lo sabía —musitó él—. Lo siento mucho.

      —Fue hace mucho tiempo. Yo tenía ocho años.

      —¡Maldita sea, Hannah! Es una edad difícil para perder a tu madre. ¿Por qué no me lo has contado antes? —Adam tendió la mano, con la palma hacia arriba, y ella dudó un momento y luego puso la suya encima. Él se la estrechó con un gesto protector y ella sintió las sogas de la intimidad apretándose a su alrededor.

      «Te quiero, Hannah».

      —No es algo que surja en la conversación general. Perdimos a nuestro padre y a nuestra madre, Murieron en el mismo accidente.

      —¿Automóvil?

      —Avalancha de nieve. Los dos eran escaladores.

      Él enarcó una ceja.

      —¿O sea que no has sido siempre una chica de ciudad?

      Hannah tenía la sensación de que había sido siempre una chica de ciudad.

      —¿Y quién es Suzanne? —preguntó él con tono neutro, como si reconociera la necesidad de ella de no sentirse abrumada por la compasión.

      —Suzanne y Stewart nos adoptaron. Suzanne es estadounidense y Stewart es escocés. Después del… accidente… nos mudamos a Escocia para estar cerca de la familia de Stewart —a Hannah le latía con fuerza el corazón—. ¿Podemos trabajar ya?

      Él vaciló.

      —Claro —tomó su portátil y lo abrió—. A menos que quieras terminar la partida de ajedrez que tenemos a medias.

      —Te comí el caballo.

      —Lo recuerdo —la sonrisa de él era casi infantil—. Todavía puedo comerte el rey. Dame la oportunidad de intentarlo. Tú ganaste las dos últimas partidas y mi autoestima ha sufrido un duro golpe.

      A Hannah siempre le había parecido que la autoestima de él era indestructible.

      —Creo que deberíamos terminar la propuesta —dijo.

      —Tienes miedo de perder —él se inclinó y la besó en la boca—. He visto tu presentación. Es brillante. Vamos a conseguir ese negocio.

      Ella se relajó un poco y observó la hoja de cálculo que había en la pantalla de él.

      —Tienes que cambiar eso —puso el dedo en una de las cifras—. ¿No viste mi email?

      —¿El que enviaste a las tres de la mañana? Sí, lo he visto esta mañana de camino al aeropuerto, pero no todos somos tan rápidos como tú —él cambió el número—. Tienes un gran cerebro, McBride. Pero ¿por qué no estabas durmiendo?

      —Me gusta trabajar —contestó ella.

      Más concretamente, le gustaban los números. Adoraba los datos y los códigos informáticos. Los números eran fiables y se comportaban como ella quería. Los números no se agarraban al corazón y apretaban hasta que dejaba de fluir la sangre.

      —Quería terminar este proyecto.

      —¿Y no pudiste hacerlo en las dieciocho horas que trabajas al día?

      —Tenía cosas en la cabeza —declaró ella.

      Y no solo el retraso en la menstruación. También los dos mensajes de voz que llevaban un mes en el buzón de su teléfono.

      Había tenido llamadas parecidas a lo largo de los años, sobre todo en esa época, cuando se acercaba la fecha del accidente. En esa ocasión no reconocía el nombre. Había aprendido a no contestar, pero el mensaje seguía presente como un peso de plomo en la boca del estómago, recordándole cosas en las que no quería pensar.

      Había estado a punto de preguntarle a Beth si a ella también la llamaban, pero entonces habría tenido que hablar de ello y no quería hacerlo.

      Eso era algo que Suzanne y ella tenían en común. Las dos preferían ignorar el pasado.

      Adam guardó el archivo en el que estaban trabajando.

      —¿Suzanne y Stewart eran parientes? —preguntó.

      —Amigos de mis padres. Nos adoptaron a las tres —repuso Hannah. Lo cual intensificaba su culpa por no ser la persona que ellos querían que fuera.

      —Y por eso sientes que tienes que estar allí en Navidad. Porque estás en deuda con ellos —dijo él.

      Era una declaración de hechos, no una pregunta, y ella no se lo discutió.

      Estaba en deuda con ellos y sabía que nunca podría pagarles.

      —Eso es parte del tema.

      —Llévame contigo.

      —Mi familia vive en Escocia, en las Highlands. No te imagino con un WiFi que falla mucho y una cobertura de teléfono que va y viene —ella miró los zapatos brillantes de piel de él—. Lo odiarías.

      —No lo odiaría. Para empezar, soy amante del whisky puro de malta. ¿Tu familia vive cerca de una destilería?

      Hannah suspiró.

      —La verdad es que sí, pero…

      —Pues ahí lo tienes. Ya me has convencido. Además, me encantan

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