Tres flores de invierno. Sarah Morgan

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Tres flores de invierno - Sarah Morgan Top Novel

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para trabajar en ventas. Solo tenía cuatro años, pero podía convencer a cualquier persona de lo que fuera en cuestión de minutos.

      —¿Beth?

      —Estoy aquí —contestó la interpelada.

      Sabía que debía decir que en ese momento era madre y ama de casa y que no le interesaba ninguna oferta.

      Pero sí le interesaba.

      —La empresa está aquí mismo, en la Sexta Avenida, pero tienen una red amplia y presencia en ambas costas.

      Presencia en ambas costas.

      La imaginación de Beth voló hasta la costa oeste en primera clase. Ese día, una juguetería. Al siguiente, Beverly Hills. Hollywood. Champán. Un mundo de almuerzos largos y reuniones de negocios, donde la gente escuchaba lo que ella decía. De fiestas glamurosas y de la posibilidad de usar el cuarto de baño sin compañía.

      —¿Mamá? Quiero el camión de los bomberos.

      El cerebro de Beth seguía disfrutando en Beverly Hills.

      —Cuéntame más —pidió.

      —Crecen deprisa y están listos para ampliar su equipo. Quieren hablar contigo.

      —¿Conmigo? —Beth se mordió la lengua. No debería haber dicho eso. Debería proyectar confianza en sí misma, pero la confianza en sí misma había resultado ser un recurso no renovable. Sus hijas le habían quitado la suya con dedos pegajosos.

      —Tú tienes experiencia —dijo Kelly—. Contactos con los medios y creatividad.

      «Ja», pensó Beth.

      —Llevo tiempo fuera del mundillo —siete años para ser exacta.

      —Corinna Ladbrooke ha preguntado específicamente por ti.

      —¿Corinna? —el nombre de su antigua jefa removió una maraña de sentimientos en el interior de Beth—. ¿Se ha cambiado de empresa?

      —Ella es la que está detrás de Glow. Dime cuándo tienes un hueco y puedo organizarte un encuentro con todos ellos.

      ¿Corinna la quería a ella? Habían trabajado juntas, pero no había sabido nada de ella desde que se marchara para tener hijos.

      A Corinna no le interesaban los niños. Ella no tenía, no quería tenerlos y, si alguna de sus empleadas elegía descarriarse por la esfera de la maternidad, optaba por ignorarla.

      Ruby empezó a gimotear y Beth se agachó a tomarla en brazos con una mano, comprobando automáticamente que todavía tenía a Bugsy. Nada podía separar a Ruby de su peluche favorito y Beth tenía cuidado de no perderlo.

      ¿Se preocuparía menos por las niñas si tuviera un trabajo?

      Se inquietaba demasiado y lo sabía. Le aterrorizaba que pudiera pasarles algo malo.

      —Kelly, te llamaré cuando eche un vistazo a mi agenda —dijo, consciente de que aquello sonaba más impresionante de lo que era. Su «agenda» incluía llevar a las niñas a clases de ballet, clases de arte y de inmersión en mandarín.

      —Hazlo pronto.

      El teléfono quedó en silencio y Beth permaneció un momento inmóvil, con la cabeza todavía en el país de las fantasías y el brazo dormido. ¿Por qué parecía que el peso de las niñas aumentaba según el tiempo que las tuviera en brazos? Dejó a Ruby en el suelo.

      —Nos vamos a casa.

      —¡Camión de bomberos! —el grito de Ruby era más penetrante que ninguna sirena—. Lo has prometido.

      Melly seguía mirando disfraces.

      —Si no puedo ser una princesa, quiero ser un superhéroe —declaró.

      «Yo también quiero ser un superhéroe», pensó Beth.

      Una buena madre se negaría y explicaría claramente su decisión. Las niñas saldrían de la tienda disciplinadamente y entendiendo mejor el valor del dinero y el concepto de la gratificación diferida, así como la asociación de comportamiento y recompensa.

      Beth no era esa madre. Cedió y compró el camión de bomberos y un disfraz más.

      Salió de la tienda cargada con dos niñas felices, un montón de paquetes y la irritante sensación de ser un fracaso como madre.

      Ver Manhattan en diciembre era verlo en su mejor época ventosa. El resplandor de las luces en los escaparates y la mordedura del aire de invierno se combinaban para crear una atmósfera que atraía a gente de todo el mundo. Las aceras estaban atestadas y la población de la zona se veía tragada por los visitantes que no podían resistirse a la atracción de la Quinta Avenida en esas fiestas.

      Beth adoraba Manhattan. Después de graduarse, había trabajado para una empresa de Relaciones Públicas en Londres. Cuando la habían trasladado a la oficina de Nueva York, había tenido la sensación de que había triunfado, como si el simple hecho de estar en Manhattan confiriera cierto estatus. A su llegada, se había visto dividida entre la euforia y el terror. Caminaba a buen paso por calles con nombres familiares. Quinta Avenida, calle Cuarenta y dos, Broadway, intentando fingir que aquel era su hábitat natural. Por suerte, había vivido y trabajado en Londres antes, porque, si no, el contraste entre el nivel de ruido de Nueva York y el de su casa familiar en las Highlands de Escocia, habría sido demasiado para su mente y para sus tímpanos.

      Caminaba todos los días por la Quinta Avenida de camino al trabajo, con la sensación de estar en un plató de cine. La alegría y la ilusión habían compensado de sobra por cualquier añoranza que hubiera podido sentir. ¿Y qué si solo podía permitirse una habitación pequeña, donde podía tocar ambas paredes sin salir de la cama? Estaba en Nueva York, la ciudad más emocionante del mundo.

      Un matrimonio y dos niñas después, seguía sintiendo lo mismo.

      Su apartamento era más grande y tenían más ingresos, pero, aparte de eso, lo demás no había cambiado mucho.

      Sujetó con fuerza la mano de Ruby y llamó a Jason para contarle lo de Kelly, pero su ayudante le dijo que estaba en una reunión.

      Beth recordó entonces que él tenía una presentación muy importante ese día y una semana ajetreada por delante. ¿Podría sacar tiempo para quedarse con las niñas si ella iba a ver a Corinna y el equipo?

      —Mamá —Ruby se colgaba de su mano y la presión hacía que a Beth le doliera el hombro—. Estoy cansada.

      «Yo también», pensó Beth.

      —Si andas más deprisa, llegaremos pronto a casa. Sujeta a Bugsy con fuerza. No queremos que se caiga aquí. Y no te acerques mucho al bordillo —dijo.

      Veía accidentes por todas partes. Y no ayudaba que Ruby fuera una niña aventurera y temeraria, que carecía al parecer del instinto de autopreservación y no era nada cautelosa. Melly andaba prácticamente pegada a su costado, pero Ruby quería explorar el mundo desde todos los ángulos.

      Resultaba agotador.

      Beth

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